MOISÉS SÁNCHEZ LIMÓN
El punto medular en la XXII Asamblea Nacional Ordinaria del PRI fue, sin duda alguna, cómo remontar el estigma de la corrupción que arrastra el partido con sus hombres en el poder en los tres niveles de gobierno.
La corrupción y el tráfico de influencias han ido asociados prácticamente desde el inicio de la actual administración federal.
Cuando el tema de Iguala-Ayotzinapa se dejó crecer en tal dimensión que, sin tener responsabilidad directa, el gobierno federal terminó en carácter de responsable y quedó a salvo el perredismo que impulsó la carrera de quien fuera alcalde igualteco detenido y sujeto a proceso como parte sustancial en ese asunto.
Por supuesto, la ausencia de una reacción elemental en materia de comunicación social desde las instancias del Poder Ejecutivo Federal, posibilitó que intereses de oposición e incluso de la misma estructura oficial, alimentaran un juicio vox populi que alcanzó al presidente Peña Nieto.
El sábado, con un dictamen aprobado en la víspera, que sumó los dictámenes aprobados en las cinco mesas temáticas, más de diez mil delegados priistas de todo el país avalaron la reforma estatutaria que, al margen de frenar el chapulinismo y abrir a ciudadanos y militantes las candidatura a la Presidencia de la República, procedimiento previsto y salpicado por supuestos disidentes tricolores, aplaudieron a rabiar la arenga para combatir a la corrupción, a los traidores a la patria, como les llamó el presidente Peña Nieto.
La creación de un Código de Ética y la Plataforma de Combate a la Impunidad, en los documentos básicos del Partido Revolucionario Institucional, de no ser porque hay una demanda generalizada de combatir a la corrupción en todos los niveles de gobierno y sectores de la sociedad, se imaginaría un enunciado con tintes de promesa de campaña.
Ése es el factor que debe atender el equipo del presidente Peña Nieto. Es muy subjetivo decir el Gobierno federal, porque en ese grupo están los factores de decisión política y de justicia urgida por los mexicanos que han votado por siglas diversas y candidatos de variada ideología, que al final han resultado lo mismo.
La apuesta del equipo en el poder es mantenerse en el poder. Y para ello se necesita algo más que buena voluntad y obras de naturaleza fundamental y obligada porque en ellas hay inversión de los dineros públicos, es decir, cada secretario de despacho debe cumplir con su tarea porque para hacer obra y atender las prioridades nacionales tiene asignado un presupuesto aprobado por el Congreso de la Unión.
Parece perogrullada, pero a partir de esa verdad elemental la resultante es que en la administración pública prevalece la corrupción en todos los niveles. Ese es el factor que determina el grado de aceptación y credibilidad en los gobernantes, en los políticos. Corrupción ligada a los altos índices de inseguridad e impunidad, tanta que la aprehensión de ex gobernadores no satisface la exigencia social cotidiana de justicia
¿Se avecina una operación tendente a detener a ex funcionarios públicos y políticos señalados como corruptos? ¿Estará en esa línea el ex director de Petróleos Mexicanos, Emilio Lozoya Austin? ¿Se incluirá finalmente a Ángel Heladio Aguirre Rivero, considerado factor clave en el caso Iguala Ayotzinapa?
Porque, mire usted, para ganar esa batalla decisiva para México, a la que arengó el presidente Enrique Peña Nieto al priismo reunido el sábado último en el Palacio de los Deportes de la Ciudad de México, se necesita algo más que una oferta, es imperativo ir más allá de los ex gobernadores que están detenidos y en vías, unos de ser extraditados y, otros, en proceso.
Dijo Peña Nieto que el PRI, es “el gran actor de la historia de México”, sí, un actor decisivo y fundamental, creado para gobernar sobre cimientos de disputa por el poder y la destrucción del adversario, con presidentes que gobernaron entre el contraste y la contradicción, el gatopardismo y la imperiosa necesidad de construir y crear para dejar precedente.
Y en ése ánimo de voluntad política se construyó el México de estos tiempos, pero cuando la corrupción salpicó a los grupos que peleaban, dentro del mismo partido y equipo gobernante, y las ambiciones determinaron tráfico de influencias para fortalecer a las corrientes tricolores e institucionales, entonces la oposición encontró terreno fértil y echó de la Presidencia a los prohombres que se engolosinaron con el poder.
Muchos de ellos permanecen y se fortalecen en las ligas mayores. Y desde ahí pontifican en la suma al discurso, a la oferta y compromiso presidencial.
Enrique Peña Nieto llamó, el sábado último a esa militancia y a la estructura dirigente, a los priistas de su equipo en el gabinete, a “defender los logros obtenidos y a salvaguardar el proyecto de país que estamos construyendo”, y aludió a “la responsabilidad del PRI para defender las instituciones y consolidar la unidad y estabilidad de nuestro país”.
Por supuesto, las reformas estructurales implican un cambio de mentalidad el curso de las instituciones. Pero no habrá reconocimiento social ni darán la autoridad moral para salir nuevamente a reafirmar la confianza ciudadana, como asume el Presidente, si la impunidad y la corrupción van de la mano como práctica cotidiana en el gobierno de los tres niveles.
Y lo reconoció en la referencia, en su discurso a lo ocurrido en las cinco mesas en las que, dijo, se discutió “uno de los mayores retos que enfrentamos: la corrupción, y su manifestación más indignante, la impunidad”. ¿Estamos? Conste.
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