CIUDAD DE MÉXICO.- Claro que el 16 de julio de 1969 todo el mundo temía que el Apolo 11 explotara durante el despegue. “Six… five… four… three… two… one… zero… buuuuuummmmmmsssssh”. El desprendimiento del suelo terrestre de la primera misión del planeta que lograría llegar a la luna con tres hombres a bordo había iniciado, entre el cohete Saturno V, las naves, equipos, herramientas, así como tripulación, se enfilaban rumbo al espacio 2,700 toneladas, y de todo ese peso, unos cuantos gramos correspondían a un pedacito de México.
¿Que de cuántos gramos mexicanos estamos hablando? Realmente no lo sabemos; fueron el total del peso de los tres parches prendidos a los trajes espaciales de Neil A. Amstrong, Edwin E. Aldrin Jr y Michael Collins, haz tus cálculos. Aquel emblema (el más apreciado en la historia de las misiones de la Nasa) fue diseñado por el oaxaqueño Héctor Hernández, quien unos meses antes se dedicaba a crear las imágenes publicitarias para joyerías y cortinillas de las películas proyectadas en los cines locales.
El día que la Nasa reclutó a Héctor Hernández
Al escribir esto me pregunto si esos tres hombres dispuestos a morir en la travesía hacia la luna, sabían que llevaban, en parte, un pedazo de México prendido a sus trajes justo del lado del corazón; ojalá que sí. Aunque, para ser realistas, era difícil que lo supieran, pues el joven Héctor era sólo uno más de un compendio de 400 mil personas que trabajaron en las tareas sustantivas y accesorias de la misión Apolo 11.
El muchacho mexicano había sido reclutado dos años antes de que el Apolo 11 despegara hacia el satélite natural de la Tierra. La noticia de que la Agencia Espacial Estadounidense lo estaba buscando, le llegó por medio de su maestro de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, Alfredo Canseco Feraud. Con todo el miedo encima por cuestiones como ir a un país desconocido, no hablar inglés, además de saber que se enfrentaría a diseñadores muy buenos de otras partes del planeta, se lanzó a la aventura rumbo a Cabo Cañaveral, Florida.
Los Goetz, familia estadounidense de origen alemán, había sido la comisionada para darle hospedaje y cuidado. Aquellas personas fueron de gran ayuda porque le enseñaron el idioma, principalmente haciéndole leer el diario Orlando Sentinel, pero también facilitaron su adaptación a una nación que era muy diferente a su natal Oaxaca.
Siete meses después de su llegada a los Estados Unidos, Héctor Hernández, se integró de lleno al equipo de diseñadores de la Nasa con un sueldo de 200 dólares semanales. Empezó haciendo de todo: manuales gráficos con los procedimientos de emergencia, rótulos en los cascos oficiales (incluido el del presidente Richard Nixon), dibujos industriales de aparatos creados por la misma agencia y hasta los menús del día.
El mexicano se había obsesionado con la imagen gráfica relacionada con la Nasa. Mientras otros diseñadores se iban a dormir, él trabajaba hasta cumplir 10 horas diarias de labores, o a veces más. En la casa de los alemanes continuaba dibujando en un restirador, mientras que los fines de semana acudía a la biblioteca pública de Orlando para estudiar libros de arte e ilustración técnica.
Una vez que el proyecto de lanzamiento a la luna se concretó, su jefe pidió, a él y a los otros 14 ilustradores del equipo, que diseñaran, cada uno por su cuenta, la insignia de la siguiente misión lunar. Sabían que podría ser la labor más importante que realizarían en la Nasa. Todos querían más datos para bosquejar mejor sus dibujos, pero el patrón sólo les dijo que la travesía se llamaría “Eagle”, por ser el nombre del módulo lunar que llevarían los astronautas, pero ni un dato más.
Tras varios días de idear, pensar, buscar referencias en los libros de historia estadounidense y bosquejar, los 15 encomendados entraron en una saturación mental, entregaron diseños majestuosos, algunos otros francamente malos, como fuera, todas las propuestas de emblemas fueron rechazadas, incluyendo tres bocetos de nuestro connacional oaxaqueño.
Y como suele pasar, después de los fracasos, la mente parece enfriarse, a pensar diferente. Esa misma noche, la de su tercer bosquejo rechazado, volvió a postrarse frente al restirador, ajustó su silla y empezó a crear un águila que portaba en el pico una rama de olivo, y que además estaba a punto de alunizar. Al fondo, la Tierra.
Al entregar su dibujo, las autoridades encontraron lo que buscaban: la esperanza de cumplir con el alunizaje y el reflejo de una expedición pacífica simbolizada en la rama.
Cuando le informaron que su cuarto bosquejo había sido el ganador, se alegró como los grandes: sin ego, en silencio. Y esta humildad lo ha acompañado durante toda su vida.
Hace 10 años, el reportero de Oaxaca, Juan Pablo Vasconcelos, logró entrevistarlo. Antes de empezar con las preguntas, Héctor pidió al comunicador que, si le era posible, no exaltara tanto su imagen una vez que pasara sus palabras a la cuartilla en blanco, porque consideraba que sólo había hecho lo que había tocado hacer.
Un mexicano ejemplar no registrado en los libros de historia
Héctor se quedó unos años más en Estados Unidos, siguió trabajando un tiempo más para la Nasa, otro más para los estudios Walt Disney, luego se enroló como diseñador del Pentágono. Pero al final decidió regresar a México, a Oaxaca, al lado de su esposa e hija. A la fecha no hay grandes películas o documentales sobre su vida y su hazaña para el Apolo 11, tampoco los libros escolares de historia de México hablan sobre su logro, pero para él, así está bien.
AM.MX/fm