Pablo Cabañas Díaz.
El 17 de octubre de 1953, es una fecha que marcó un parteaguas para las mujeres en México, se reconoció su derecho al voto y con ello,el reconocimiento de su personalidad en el ámbito social y político. Aún hoy, pero antes de esa fecha con más fervor –puesto que la legislación aprobaba y estaba redactada en ese sentido–, se tenía la idea de que la mujer sólo tenía una función en la sociedad, procrear, cuidar de los hijos, servir y acompañar al hombre.
En esa visión del mundo la mujer era un accesorio del hombre y siempre debía estar bajo la potestad de alguien que tomaba las decisiones por ellas. Creer que la mujer pudiera ejercer el voto implicaba pensar que necesariamente votaría por quien su padre, marido o pareja le dijera y no que pudiera tener libertad de conciencia y decidir por sí misma.
Al reconocer a las mujeres como un actor central de la vida política se acepta a la paridad electoral como una “igualdad en la representación y la distribución de poder entre mujeres y hombres. Es una distribución de todos los cargos políticos y de toma de decisiones en un porcentaje de 50-50 para cada uno de los géneros.
La paridad es un sinónimo de la igualdad, en específico la paridad se refiere que las mujeres deben tener el 50% de oportunidad de acceder a los cargos públicos al igual que el hombre, buscando que se dé la debida representación al hacer esta división, pero de manera igualitaria y equitativa.
Uno de esos enfoques teóricos que la justifican nace en el siglo XVIII, cuando nació el gobierno representativo, época en la cual algunos pensaban que el par-lamento debía ser un modelo a escala de la sociedad; traduciéndose esto como la teoría de la representación en “espejo”, pues el cuerpo representativo debía reflejar fielmente las características del electorado. Si el congreso es el espejo de la sociedad y la sociedad está con-formada por un porcentaje aproximado del 50% de mujeres, es en este porcentaje que las mismas deberían tener esa representación en el órgano legislativo.
Un enfoque más es el que establece la existencia de dos tipos principales de cuotas de género en materia electoral: cuotas legisladas y cuotas de partidos. Las cuotas legisladas se incluyen en la constitución y/o en las leyes electorales de un país y se enfocan en la composición de género de las listas electorales de todos los partidos políticos, por ejemplo, exigiendo un cierto número de candidatas.
Las cuotas de partidos son adoptadas voluntariamente por los partidos políticos y toman la forma de requisitos internos de nominar al menos un número o porcentaje mínimo de mujeres para cargos de elección popular.
Para corregir el problema de subrepresentación femenina, la atención debe estar en los partidos políticos, ya que funcionan como guardianes de la política. El poder de reclutar, seleccionar y nominar a candidatas está en manos de los partidos políticos, cualquiera que sea el sistema electoral, puesto que es prerrogativa de los partidos colocar a mujeres en la parte superior o inferior de las listas, o colocarlas en buenas o malas circunscripciones, también son los partidos quienes tienen el poder de cambiar la subrepresentación de las mujeres.
El principio de paridad emerge entonces como un parámetro de validez que deriva del mandato constitucional de establecer normas para garantizar el registro de candidaturas de mujeres y hombres, en condiciones de igualdad, así como medidas de todo tipo para su efectivo cumplimiento.