viernes, noviembre 22, 2024

OTRAS INQUISICIONES: El robo a la Casa de Moneda

Pablo Cabañas Díaz
El robo ocurrido el 17 de junio de 1739 en la Casa de Moneda podría considerarse como una anécdota curiosa, sin mayor trascendencia fueron cerca de  tres mil pesos el montó de lo sustraído, un hecho  insignificante en el contexto de los más de 9 millones acuñados ese mismo año.  En el trabajo titulado: “El gran robo a la Real Casa de Moneda de México. La delincuencia y los límites de la justicia en la ciudad de México”,  Felipe Castro Gutiérrez señala que gracias a ese robo hoy podemos conocer como era la vida de los artesanos y vagabundos de la ciudad de México.
El robo dejó constancia de que para las autoridades esa población era invisible  a menos que acabaran por llamar la atención de la justicia. Eran casi invisibles, y corrían el riesgo de serlo para el historiador, inevitablemente limitado por sus fuentes. No obstante ahí estaban, por decenas de miles, recorriendo las calles, dando vida a los mercados, asistiendo a las ceremonias públicas y diversiones privadas.
Castro Gutiérrez señala que esta vastedad humana presentaba un problema, fiscal y administrativo. El primer conde de Revillagigedo (1746-1765) dio, en las instrucciones a su sucesor, una versión del fundamento de la tranquilidad pública:  previniendo a las nueva autoridades de que : “los vulgares, son un monstruo de tantas especies cuantas son diversas las castas, agregándose a su número el de muchos españoles vulgarizados en la pobreza y la ociosidad”.  En esta advertencia estaba presente el motín del año de 1692, contra el gobierno por la escasez y carestía del maíz.  Las afirmaciones del virrey dicen mucho: la pobreza y la falta de opciones de trabajo  eran la  causa de los problemas sociales. Existía desde esa  época la preocupación por el incremento de la delincuencia, el desorden público y la inadecuación del sistema policial, pero nada se haría por solucionarlo.
El virrey duque de Linares (1710-1716) dio al respecto una opinión del mayor interés sobre el “carácter” o “naturaleza” de quienes eran la mayoría de los habitantes de la ciudad de México: “La plebe es pusilánime, despierta al amanecer sin saber lo que han de comer aquel día, porque usando de la voz de que Dios no falta a nadie viven su vida”.
En la época de los sucesos, había en la capital virreinal aproximadamente 98 mil personas, sin contar la gente de paso por la corte, los tribunales, los mercados y las iglesias. Era el centro donde todo convergía: los hombres, las mercancías, los impuestos y la fe. Era también, aunque a veces se nos olvida, una corte, donde vivía y gobernaba el “alter ego”, el otro yo del rey, con toda su cauda de auxiliares, parásitos, solicitantes, sirvientes y vendedores de servicios y diversiones.
Castro Gutiérrez  menciona que la urbe había sido inicialmente organizada con mucho orden, con una “traza” central, con manzanas rectilíneas, donde vivían los españoles y residía el ayuntamiento. Esto dejó en la periferia un conjunto de barrios “de indios”, gobernados por sus propias autoridades “de república”, con una planta dispersa, aparentemente caótica. De hecho eran dos ciudades, a la vez juntas en el espacio y separadas por jurisdicciones municipales y religiosas, cada una con su propio gobierno y su administración parroquial

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