La inundación de 1629 fue considerada como una de las calamidades o plagas bíblicas. En octubre, el arzobispo don Francisco Manzo de Zúñiga, escribió al rey “”que en menos de un mes habían perecido ahogados o entre las ruinas de las casas más de treinta mil personas y emigrado más de veinte mil familias””. La gente sólo encontraba consuelo en la iglesia y los oficios se realizaban en cualquier lugar disponible:
La gente recurrió a la intercesión de la virgen de Guadalupe y las autoridades civiles y eclesiásticas acompañadas por gran cantidad de gente del pueblo, organizaron una procesión sin precedentes en la historia de México: a bordo de vistosas embarcaciones -canoas, trajineras, barcazas- la Guadalupana fue llevada desde su santuario en el cerro del Tepeyac hasta la Catedral de México.
La inundación duró varios años y las pérdidas fueron cuantiosas. Muchas de las familias españolas emigraron a Puebla de los Ángeles y propiciaron su desarrollo comercial, mientras la ciudad de México continuaba su decadencia. A oídos del rey Felipe IV llegó la terrible noticia de la gran inundación de 1629 y considerando que todo remedio para salvar a la capital de la Nueva España era imposible ordenó abandonar la ciudad y fundarla nuevamente en tierra firme, en las lomas que se extendían entre Tacuba y Tacubaya. Sorprendentemente, las autoridades virreinales y las pocas familias que permanecieron fieles a la ciudad, rechazaron la idea del rey de España. El argumento económico era muy sólido: trasladar la sede del virreinato costaría cincuenta millones de pesos y desecar la laguna tres o cuatro millones de pesos. Las pérdidas eran muy grandes pero prefirieron seguir en el Valle de México antes que en Puebla