jueves, abril 25, 2024

La selección vasca pudo ganar el Mundial de 1938

Luis Alberto García / Moscú

 

*En España, el futbol de Euskadi destacaba por encima de todos.

*Emprendió gira deportiva en nombre del exilio republicano.

*La guerra civil española la obligó a salir de su país en 1936.

*La calidad de Isidro Lángara y sus compañeros sorprendió al mundo.

 

 

Si alguna historia de la vida real es conmovedora como pocas, es la que tuvo como protagonista a un grupo de futbolistas que, en nombre de la fraternidad y el patriotismo, escribieron episodios prodigiosos en escenarios lejanos a los suyos, a sus familias, a sus amistades, lejos de España, envuelta en un conflicto bélico cruel e injusto como todos.

La guerra civil española paralizó todas las actividades y competencias deportivas durante el tiempo que duró, de julio de 1936 a marzo de 1939; pero un conjunto de jugadores de futbol siguió disputando encuentros y torneos a enorme distancia de su tierra de origen, en representación de una república asaltada por militares facciosos y ambiciosos encabezados por Francisco Franco Bahamonde, caudillo “por la gracia de Dios”.

A principios de 1936, el futbol vasco destacaba por encima del resto del que se practicaba en España, con buenos clubes regionales que habían ganado una veintena de las treinta copas celebradas desde 1902, y cuatro de los ocho torneos de Liga disputados desde la creación de ésta, en 1928.

La selección nacional española surgida en los Juegos Olímpicos de Amberes en 1920, contó con catorce vascos, entre los 21 elegidos para asistir al evento en la capital de Bélgica, y, en el último partido amistoso antes del estallido de la guerra –el 18 de julio de 1936-, nueve de los once jugadores eran de Guipúzcoa y Vizcaya.

La mayoría disfrutaba de un receso, por el fin de la temporada liguera nacional de 1935-36, que ganó el Athletic de Bilbao, y la de copa, que había visto triunfar al Real Madrid, con un muchacho portentoso que respondía al nombre de Isidro Lángara, ariete guipuzcoano, proclamado campeón goleador por tercer año consecutivo.

El portero con menos tantos aceptados se llamaba Gregorio Blasco, vizcaíno del Athletic quien, como todos sus colegas, jamás imaginó que la temporada de 1936-37 no se disputaría nunca, ni la siguiente, ni la siguiente, acaso con partidillos aislados que servían para levantar la moral de los bandos combatientes.

Se pretendía aparentar tranquilidad en una nación partida exactamente en dos, en dos Españas divididas y desquiciadas, en las que la Italia fascista y la Alemania nazi probaron sus nuevas armas, como experimento del holocausto mundial que empezaría el 1 de septiembre de 1939, con la invasión alemana a Polonia.

El País Vasco había quedado en manos de los republicanos, y un puñado de futbolistas se agrupó entonces en dos equipos de inequívoca denominación política, en una demostración evidente de que, cualquier actividad, está teñida ideológicamente: se trataba del Acción Nacionalista Vasco y del Partido Nacionalista Vasco que, con fines de beneficencia, jugaron una serie de choques amistosos entre ellos.

En agosto, recién iniciadas las acciones bélicas, el Athletic abrió sus puertas a futbolistas que militaban en otros equipos, como Ipiña del Real Madrid; Olivares y Ruiz del Zaragoza; y Lángara, que había sido fichado meses atrás por el Oviedo, con la grata sorpresa de que el periodista Melchor Alegría, ideó una gira continental con fines de propaganda, de recaudación de dinero y de representación de la República española.

Todos los deportistas aceptaron jubilosos ser esa suerte de embajadores itinerantes de un país violentado, necesitado de apuntalar en el extranjero la causa de un gobierno agredido, encargándose a uno de los héroes olímpicos de Amberes, Pedro Vallana, la formación de la selección republicana, compuesta por 16 integrantes de probada convicción política.

El cerco franquista a Vizcaya era por tierra y mar, de modo que el equipo de futbol salió por Biarritz  -hacia París y luego, por barco y ferrocarril, a Praga, capital de Checoslovaquia-, y como debe rendirse homenaje a sus integrantes, sus nombres y sus conjuntos de origen son éstos:

Del Athletic, Gregorio Blasco, Leonardo Cilaurren, José Muguerza, Roberto Echevarría, Ángel Zubieta, José Iraragorri y Guillermo Gorostiza; del Real Madrid, Emilio Alonso, Luis y Pedro Regueiro; del Betis, Serafín Aedo; del Racing, Enrique Larrinaga; del Barcelona, Pedro Areso; del Oviedo, Isidro Lángara; y sin equipo, Pablo Barcos y Rafael Eguzquiza; además del masajista Pedro Birichinaga.

Como entrenador de esa gran escuadra iba Pedro Vallana, con Melchor Alegría, Manuel de la Sota y Ricardo Irazábal como dirigentes de la expedición, con seis de los once legionarios que habían participado en la Copa Jules Rimet de Italia en 1934 como titulares, a los que un robo ordenado por Benito Mussolini impidió a los españoles ser campeones del mundo, al ser injustamente derrotados.

En un juego de desempate que quedó 1-0 con gol de Giuseppe Meazza, y con un arbitraje descaradamente a favor de los anfitriones, España fue eliminada el 1 de julio de 1934 en el estadio Giovanni Bera de Florencia, ante 43 mil tifossi delirantes que alzaron el brazo para hacer el saludo fascista.

Lo grandioso de esta historia, contada por don Ignacio Aguirre Ortiz –con ancestros y orígenes en Oñate, Guipúzcoa, a poca distancia de San Sebastián- estaba por llegar, con la gira iniciándose en el Parque de los Príncipes frente al Racing de París, derrotado (0-3) con triplete logrado por Isidro Lángara el lunes 26 de abril de 1937.

El viaje proseguiría con dificultades por Bélgica y Holanda, cuyas autoridades deportivas, obedientes al mandato de la Federación Internacional de Futbol (FIFA), por razones políticas prohibió a la selección mayoritariamente vasca, celebrar partidos en su suelo contra el Anderlecht de Amberes y el Feyenoord de Amsterdam.

Los españoles cruzaron entonces media Europa hasta llegar a Praga, capital checa, seguir a Tblisi, en la entonces República Socialista Soviética de Georgia, para seguir a Leningrado, Kiev y Minsk, y concluir en Moscú aquel viaje de locos e idealistas que parecía infinito, interminable.

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