viernes, marzo 29, 2024

La confrontación de Damanski en 1969: China vs. URSS

Luis Alberto García / Ussurivsk, Rusia

* Mao Tse-tung insinuó no tener miedo ni a Washington ni a Moscú.
* El Gran Timonel quiso convertir a Pekín en nuevo líder del socialismo.
* Los chinos no reconocían las fronteras del siglo XIX con los rusos.
* Prolongado receso en los enfrentamientos entre ambas potencias.
* Elogios mutuos, promesas, brindis y un aparente descongelamiento.
* Resentimientos por la pérdida de Manchuria en conflictos pasados.

En su contienda político-ideológica de fines de la década de 1950 contra la República Popular China, el presidente Mao Tse-tung fue mucho más radical que el Primer Ministro de la Unión Soviética, Nikita Krushchev, actuando con agresividad al llamar a Estados Unidos “tigre de papel”, además de insinuar que Pekín no tenía temor a una guerra nuclear ni con Washington ni con Moscú.

“Mao –explica Alexéi Bogatúrov, historiador de la Universidad Mijaíl Lomonósov de Moscú- intentó utilizar la muerte de Iósif Stalin y las fluctuaciones de la política exterior soviética para convertir a China en el nuevo líder del bloque socialista”.

Bogatúrov asegura que Moscú no lo aprobó, así que la amistad chino-soviética se deshizo, y para 1960 todos los especialistas soviéticos abandonaron China, ya que los partidos gobernantes de ambos países se criticaban duramente entre sí, empeorando una situación de suyo compleja.

Las tensiones militares entre los antiguos aliados estallaron cuando Pekín declaró que no reconocía las fronteras del siglo XIX entre la Unión Soviética y China, obligando a Moscú a desplegar tropas en Asia, formándose contingentes hasta de 300 mil efectivos en las fronteras con el gigante asiático en 1967.

Con fronteras extensas a lo largo del Sur de Siberia y en buena parte de las Repúblicas Socialistas de Asia Central y con antecedentes que se remontan a fines del siglo XIX cuando el imperio de Nicolás II enfrentó a China que concesionó Manchuria –Mukden para los rusos-, las heridas no cicatrizaron.

Por el contrario, el resentimiento creció con la pérdida de ese territorio con la victoria de Japón en la guerra contra el zarismo en 1904 y 1905, que resultó desastrosa en los ámbitos militar, moral económico y político, abriéndose las puertas para que, más pronto que tarde, en 1917, la dinastía de los Romanov viera su fin para siempre.

Vencido por los nipones en territorio chino en ese conflicto que debilitó y desprestigió al régimen autocrático ruso, éste puso en riesgo sus territorios marítimos de Vladivostok a Jabárovsk, sobre la costa del mar de Japón –sobre la que corre el Tren Transiberiano inaugurado en 1894- y perdiendo la mitad de la isla de Sajalín.

Transcurridos los momentos más convulsos de la Revolución en 1917; la guerra civil (1918-1921); la muerte de Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, en 1924; la instauración y consolidación de la dictadura de Stalin a partir de 1929 y la victoria aliada y de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial, el 1 de octubre de 1949 apareció Mao como nuevo mandarín de la República Popular China.

Tras un interregno de elogios mutuos y promesas de amistad y cooperación, el arribo de Kruschev al Kremlin llevó a la escalada de inicios de la década de 1960, agudizada entre 1967 y 1969.

“Fue cuando proporcionamos a la fuerza militar en el Oriente de nuestra patria el armamento más efectivo y enviamos pertrechos y equipamiento”, dijo Adrián Danilévich, subjefe de Estado Mayor de la Unión Soviética en aquel entonces: “Para el gobierno, los políticos y líderes militares en Occidente eran más razonables que los chinos”.

El incidente de la isla de Damanski sobre el río Ussuri así lo demostró, sin que se olvide que en él fueron masacrados alrededor de 300 miembros de las tropas soviéticas y luego morirían un centenar de soldados chinos, enfrentamiento que efectivamente puso al borde de una guerra a ambas potencias.

Para ese momento China poseía armas nucleares, por lo que un conflicto entre los dos Estados socialistas podría volverse nuclear en poco tiempo; pero sorprendentemente, incluso después de que el conflicto durara un par de meses -sin enfrentamientos directos, limitado solo a disparos en la isla-, las partes lograron la paz.

Pasando de largo sobre los soldados y oficiales muertos en su conflicto fronterizo, el 11 de septiembre de 1969, el primer ministro soviético, Alexéi Kosygin, visitó Pekín entre aplausos, sonrisas y brindis amistosos.

Él y su homólogo, el brillante y sagaz Zhou Enlai, llegaron a un acuerdo: el tiroteo se detuvo y los dos países iniciaron negociaciones sobre el trazado de la frontera, en la resolución de un conflicto que puso en pies de guerra –atómica esta vez- a los más temidos enemigos de Occidente, que esta vez aparentaban ser amigos

No obstante los buenos deseos y propósitos, hasta finales de la década de 1980 China y la Unión Soviética mantuvieron puntos de vista sumamente divergentes: Mao incluso se dirigió a Washington para buscar una alianza con “el enemigo capitalista”, y tuvo relativo éxito.

En lo que los políticos estadounidenses llamaron “diplomacia del ping-pong”, en 1972 el presidente Richard Nixon visitó Pekín, seguido por los dos países que declararon una normalización de las relaciones y, de hecho, formaron un bloque antisoviético en Asia Oriental.

No tan amnésica, sin olvidar tal vez los muertos de la isla de Damanski y los balazos del río Ussuri, la prensa soviética criticó duramente a los “traidores” chinos; pero, en general, Moscú no podía hacer nada con su descontento: tenía otros problemas en la escena internacional.

Ya había pasado la crisis de los misiles en Cuba en 1962 y otras más, entre ellas los diferentes problemas provocados por la instalación de plataformas para cohetes teledirigidos en Europa Occidental y las amenazas de guerra en Afganistán, por lo que la situación en la frontera china se mantuvo bastante estable.

La situación cambió en 1989, cuando Deng Xiaoping y Mijaíl Gorbachov –con cuatro años en el cargo y la Perestroika y la Glasnost en marcha- firmaron un tratado sobre la desmilitarización de la frontera y declararon la normalización de las relaciones bilaterales.

Pocos años después nadie imaginó, ni siquiera sus ciudadanos, que la Unión Soviética dejaría de existir el 24 de diciembre de 1991: meses atrás, había cedido oficialmente la isla de Damanski – la Zhenbao ya en propiedad de Pekín- a la República Popular China, que acabó ganando tan desconocida –o casi desconocida- partida con las armas de por medio.

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