Miguel Ángel Sánchez de Armas
Una de las más recias e imponentes personalidades literarias del siglo pasado fue sin duda Ernest Hemingway, Papa, el poderoso escritor estadounidense cuya obra y vida siguen deslumbrando a lectores en todo el mundo.
Reportero, chofer de ambulancia en la primera guerra mundial, taurófilo irredento, pescador, soldado, mujeriego… pareciera que la vida de este brillante y atormentado autor fue una novela en permanente construcción. Como muy pocos, Papa, así, sin acento, vivió su propia obra, y creo que ello contribuyó a que muchos de sus libros estén considerados como clásicos de la literatura en lengua inglesa.
Hace unos días conmemoramos el 59 aniversario luctuoso de este integrante de la generación perdida que nació el 21 de julio de 1899 en Oak Park, Illinois y se quitó la vida el 2 de julio de 1961 en Ketchum, Idaho. Dicen que el brutal tratamiento de electrochoques a que fue sometido en la Clínica Mayo para curarle su neurosis lo llevó a meterse el cañón de una escopeta en la boca y jalar el gatillo. Yo creo que Papa sencillamente decidió darse un final de novela… de novela de Hemingway. Tenía 62 años y dejó sin publicar tres mil páginas de manuscritos.
En homenaje a la memoria del autor de Por quién doblan las campanas, es un honor compartir con mis lectores la espléndida crónica sobre “las muertes” del escritor publicada tiempo ha por mi colega Michel Porcheron en Granma Internacional:
Con algo de retraso en menos de 24 horas, las redacciones del mundo entero recibían el mismo télex: había muerto el escritor estadounidense Ernest Hemingway. Se desencadenaba la ola de artículos necrológicos. El Coloso de Illinois, obsesionado por la muerte, había encontrado finalmente la suya.
“En el mundo entero, Hemingway fue enterrado con bombo y platillo”, escribía entonces el diario francés Le Monde. En Hemingway vs. Fitzgerald, Scott Donaldson escribe que Hemingway “alcanzaba la cumbre de la gloria cuando se anunció su muerte por todos los periódicos del mundo”.
La conmoción fue considerable e intensa para todos, de Pamplona a La Habana, pasando por Oak Park y París. No fue así, sin embargo, para el propio interesado… quien, en aquellos días finales de enero de 1954, se enteró de su propia muerte al leer, con cierto divertido placer, la prensa nacional y extranjera en Entebbe y Nairobi. “Aquello le provocó el extraño placer de leer sus propias notas necrológicas. En buena parte de las mismas se subraya que, durante toda su vida, él había ido deliberadamente al encuentro de la muerte”, escribió en mayo de 1982 el periodista y escritor cubano Lisandro Otero. “Sus heridas fueron lo suficientemente graves como para echarle a perder el placer de leer su propia necrología”, dice por su parte Scoot Donaldson. Durante el segundo accidente, en efecto, “estuvo a punto de sucumbir de numerosas lesiones”. “Se dio el lujo de salir vivo de dos accidentes aéreos seguidos”, comentó con humor Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura y autor de Hemingway, el nuestro, convertido en texto de referencia como prefacio del libro-reportaje Hemingway en Cuba del cubano Norberto Fuentes, especialista de Hemingway en los años 80, antes de dejar a Cuba para radicarse en Miami.
Durante más de tres días, “Hem” o “Papa”, como lo llamaban sus amigos, fue dado por muerto en algún lugar de la región donde nace el gigantesco río Nilo, en la zona de los Grandes Lagos de Africa Oriental. Lo acompañaba su esposa, la periodista Mary Welsh. No era la primera vez que la noticia de su muerte daba la vuelta al mundo. En mayo de 1944, mientras estaba en Londres, Hem había perecido, según la prensa, en un accidente automovilístico.
En ese fin de enero de 1954, hacía ya varios meses que Hemingway se encontraba en Africa, proveniente de Marsella. El 21 de enero, después de un safari, Hemingway alquila un monoplano Cessna de cuatro plazas pilotado por Roy Marsh, un estadounidense establecido en Africa, para realizar un paseo de exploración sobre el lago Tanganica, Kenya y Uganda, con el Kilimanjaro como telón de fondo, según el relato del francés Pierre Dupuy en Hemingway et l’Espagne. Pasa la noche con sus acompañantes en Bukavu, antiguo Congo belga. Al día siguiente, sobrevuelan el Sur del lago Victoria y, más tarde, los lagos Eduardo y Alberto. El día 23 siguen el Nilo Blanco hasta su nacimiento en el lago Alberto y sobrevuelan después las cataratas Murchison, entre los lagos Kyoga y Alberto, pero, a causa de una mala maniobra de Marsh, el avión choca con unos viejos cables telegráficos al sobrevolar la garganta y el piloto se ve obligado a hacer un aterrizaje forzoso a 5 kilómetros de las cataratas. Los pasajeros logran salir de los restos del aparato. Como el radio está averiado, precisa P. Dupuy, pasan la noche en el lugar del accidente. A la mañana siguiente, logran atraer la atención de una lancha de recreo que navega por el lago Victoria (se trata, al parecer, de la lancha que se utilizó en 1951 en el legendario film The African Queen, de John Huston).
Llegan a Butabia donde Hemingway alquila otro avión, un De Havilland Rapide de doce plazas, pilotado por un tal Regie Cartwright. Pero el avión ni siquiera llega a despegar sino que se estrella y se incendia al final de la pista… Y de nuevo todo el mundo sale ileso… aparentemente. Un equipo de ayuda, después de llegar al lugar, los lleva en auto a Masindi, entre Butavia y Entebbe. Al día siguiente llegan a la capital ugandesa y, más tarde, a Nairobi. Es allí donde Hemingway lee en la prensa la noticia de su muerte y, ulteriormente, la de su… resurrección. Aunque se salvó dos veces, Hemingway quedó seriamente afectado y, durante el resto de su vida, sufrió algunas secuelas de las lesiones sufridas.
Según uno de los biógrafos de Hem -Carlos Bake)-, además de una fuerte conmoción cerebral, el escritor sufrió serias lesiones “del hígado, del bazo, en un riñón, pérdida temporal de la visión del ojo izquierdo, pérdida de la audición del oído izquierdo, aplastamiento de una vértebra, esguince del codo derecho, del hombro izquierdo y de la pierna izquierda, incontinencia esfinteriana y, para terminar, quemaduras de primer grado en el rostro, los brazos y la cabeza”.
El 26 de enero de 1954, Le Monde señalaba que, después del primer accidente, “la búsqueda comenzó inmediatamente, un avión de la línea Argonaut describió y sobrevoló el avión accidentado y comprobó que estaba vacío. El piloto anunció su descubrimiento, sin más comentario, y prosiguió su ruta hacia El Cairo. Su mensaje desencadenó la tempestad… La jungla, el gran río y las cataratas vecinas, las incontables fieras que merodeaban…
¡Qué marco para la muerte de un gran novelista de la aventura! Pero, qué reportaje también, o qué noticia, para el escritor que se encontraba a salvo.” El autor del artículo, que no estaba firmado, tenía toda la razón. La revista Look publica el 20 de abril y el 4 de mayo El regalo de Noel, artículo que relata los dos accidentes, firmado por… Ernest Hemingway. Una pequeña obra maestra, al estilo de su ilustre autor, entre falsa ingenuidad y verdadera burla.
“En su habitual pose de hombre invulnerable, le dijo a los periodistas que nunca antes se había sentido tan bien. En realidad, nunca había estado tan mal”, escribe Carlos Baker.
No por ello dejó a Africa. El 22 de marzo está en Venecia. Y es el 28 de octubre de 1954 que Hemingway se entera de que le ha sido otorgado el premio Nobel de Literatura. Para entonces, se encuentra ya en Cuba, en su Finca Vigía y decide no asistir a la ceremonia de entrega del premio, en Estocolmo.
Gabriel García Márquez escribió que, aquel día de enero de 1954, “la muerte no podía ser cierta. El equipo de socorro lo encontró alegre y medio borracho, en un calvero, cerca del cual merodeaban varios elefantes. La obra misma de Hemingway, cuyos héroes no tienen derecho a morir sin haber sufrido durante cierto tiempo la amargura de la victoria, había desacreditado por adelantado ese tipo de muerte, más propia del cine que de la vida”. Después del suicidio de Hem, el domingo 2 de julio de 1961, en Ketchum, Idaho, Gabo, el periodista, escribió: “Esta vez parece de verdad: Ernest Hemingway ha muerto (…) Ha muerto de verdad (…) Esta vez, las cosas sucedieron como tenían que suceder: el escritor ha muerto como el más común de sus personajes, empezando por los suyos.” El artículo de García Márquez, publicado el 9 de julio de 1961, se intitulaba: Un hombre ha muerto de muerte natural.
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