Miguel Ángel Sánchez de Armas
El 21 de febrero de 1972 fue un lunes frío y soleado en Pekín. A las 10 de la mañana la temperatura era de menos un grado en los alrededores de la Ciudad Prohibida.
Pese a su desmejoraba salud y 79 años recién cumplidos, el Gran Timonel Mao Tse Tung se levantó temprano, se rasuró y se cortó el cabello.
Se vistió con traje y zapatos nuevos, tomó asiento en la estancia de su modesta vivienda y aguardó el viento del cambio que anunciaba el Año de la Rata, primero del horóscopo chino.
Pocos minutos después apareció en la casa un hombre de tez cetrina y espaldas pesadas que unos días antes había llegado a los 59 años de edad. Su nombre, Richard Milhous Nixon, trigésimo séptimo presidente de los Estados Unidos.
Fue así como el más furibundo de los heraldos anticomunistas y el más sanguinario de los cabecillas de la revolución mundial se fundieron en una zalema que hoy podemos apreciar como la quintaesencia de la realpolitik.
Ocho años antes, en 1964, Mao había lanzado una proclama a los pueblos del mundo: “¡Unidos derrotaremos a los agresores yanquis y a sus lacayos! ¡Los monstruos serán destruidos!”
Nixon, pupilo y marioneta del deleznable Joseph McCarthy, retobó: China, la pérfida Catay, era la fuerza de las tinieblas responsable de propagar “la insurrección, la rebelión y la subversión en todos los países libres de Asia”.
“¿Qué buscan los comunistas chinos?” se preguntó el entonces vicepresidente yanqui. “¡Quieren apoderarse del mundo!”
Cito en este recuerdo del encuentro que hace 52 años fue uno de los detonantes del reacomodo geopolítico del planeta, la crónica de Michael E. Ruane en el Washington Post titulada “China era una brutal amenaza comunista […] Nixon de todos modos la visitó”. Fue, de acuerdo con los medios de aquel entonces, “La cumbre que cambió al mundo”.
“Nixon se sentó al lado de Mao. Kissinger se sentó al lado de Nixon.
“Mao hablaba en frases breves. Bromeaba. Era autocrítico. Arrastraba las palabras con un fuerte acento de Hunan, su provincia natal. Los estadounidenses creyeron que había tenido un derrame cerebral.
“La reunión, programada para 15 minutos, se prolongó durante más de una hora. Nixon intentó hablar de Vietnam, Taiwán y Corea.
“Mao los llamó “temas problemáticos” que preferiría no discutir, según las notas de un asistente.
“Nixon habló de los escritos de Mao y dijo que ‘movieron a una nación y cambiaron el mundo’”.
Mao, cuyo Pequeño Libro Rojo era una biblia para sus epígonos en China y en el mundo, respondió: “Esos escritos míos no son nada. No hay nada instructivo en lo que escribí”.
“Reflexionó: ‘Me gustan los de derechas [gringos]. El Partido Republicano es de derecha’.
“Nixon respondió: ‘En Estados Unidos, al menos en este momento, los de derecha hacen realidad lo que los de izquierda sólo debaten’.
Aquel episodio pekinés fue la correa de transmisión de un reordenamiento geopolítico del planeta cuyos maretazos nos siguen agitando. Fue el comienzo del deshielo masivo de la Guerra Fría.
Si Nixon hubiera anunciado que se proponía trasladarse a la luna, no podría haber dejado más estupefactos a los pueblos del mundo, ironizó un editorial del Washington Post.
El viaje fue un éxito de taquilla, especialmente para la televisión, que transmitió imágenes de un país que había estado oculto al mundo durante casi un cuarto de siglo.
China “era la parte más oscura y misteriosa del imperio comunista”, recordó el ayudante de Nixon, Dwight Chapin.
El testimonio del encuentro estuvo a cargo de los principales periodistas yanquis de aquel entonces, entre ellos Walter Cronkite, James A. Michener, Ted Koppel y Barbara Walters.
“Las partes querían hablar”, recuerda la crónica del WP. “Ambas temían a la Unión Soviética, el oso polar, como lo llamaban los chinos. Tropas chinas y soviéticas se habían enfrentado en el río Ussuri en 1969.
“Estados Unidos quería ayuda china para salir de Vietnam. Los chinos querían que Estados Unidos saliera de Taiwán. Y China deseaba desesperadamente la aceptación en el escenario mundial.
“En 1972, Estados Unidos seguía empantanado en Vietnam, donde ya habían muerto 50 mil jóvenes gringos. China, por su parte, había pasado décadas de hambruna y agitación interna”.
No faltaron las anécdotas y el Post las recoge con malicia reporteril. Zhou Enlai presentó dos pandas gigantes para el zoológico de Washington. Los orientales recibieron dos bueyes almizcleros para el de Peking. Es frívolo, infundado y malévolo, el cuento de que unas semanas después, en una comida del Comité Central, se sirviera filete de almizclero à la Potomac.
El intercambio de cuadrúpedos propició que uno de esos ácidos columnistas que allá y aquí viven para agriar la vida de los políticos entregados a las causas populares, hablara de una “diplomacia panda”.
Los Nixon visitaron la Gran Muralla. El californiano vertió la original y nunca antes pronunciada frase de que “solo un gran pueblo podría haberla construido”. Es perversa leyenda urbana la versión de que su verdadera expresión haya sido, “¡Qué barda!”
Para impresionar a sus huéspedes con la expansión y prosperidad de la clase media, los chinos organizaron bucólicas reuniones de familias almorzando al aire libre con música de radios de transistores en los parques por donde pasaban las comitivas.
En la mejor tradición potemkiana, apenas se marcharon los visitantes el día de campo se dio por concluido, se recogieron los radios y los excursionistas fueron regresados a sus pueblos en camiones de redilas.
Pero en aquella jornada que fue una vuelta de tuerca para la transformación que 52 años después tiene a China en la cúspide económica y política mundial, los políticos, concretamente el bondadoso y llorado herr professor doctor Kissinger, se encargaron de borrar la participación de un periodista que desde la modestia de su profesión fue una de las manos que abrieron la puerta al encuentro.
Me refiero a Edgar Snow, un reportero de Missouri que detestaba los boletines de prensa y la manipulación oficial. En 1928 viajó a las estepas de Asia para informar sobre los alzamientos anticoloniales. En 1936, en Shensi, fue el primer periodista occidental que entrevistó a los dirigentes del Partido Comunista Chino.
Snow estableció una relación personal cercana con Mao y con Zhou Enlai, pero no dejó de criticar la propaganda, el burocratismo y la brutalidad de los métodos del régimen.
En 1937 publicó Estrella Roja sobre China, un libro que abrió los ojos de Occidente a la situación que desembocaría en la creación de la República Popular China. Durante una visita a Pekín, Mao y Zhou Enlai le pidieron transmitir a Washington el mensaje de que Nixon sería bienvenido como presidente o como ciudadano privado.
Así se puso en marcha el encuentro del 21 de febrero de 1972, pero este fue diez días después de que otro presidente de las américas, el mexicano Luis Echeverría, se entrevistara con el Gran Timonel, episodio que ha quedado en el olvido oficial en México y que desde luego fue ignorado por los yanquis.
La vibrante descripción de Snow sobre un pueblo en revolución, más allá de su valor como registro histórico, inspiró alzamientos anticoloniales en Filipinas, India, Birmania y Malasia. Cientos de chinos leyeron Estrella Roja sobre China y se unieron a las fuerzas de Mao.
“Las revoluciones no las provocan los revolucionarios ni su propaganda”, escribió Snow. “Las revoluciones son causadas por condiciones intolerables bajo gobiernos malos, incompetentes y corruptos”.