ESCARAMUZAS POLÍTICAS

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Gloria Analco

  • México entre dos fuegos: de la presión estadounidense al reordenamiento con China

Lo que comenzó como una amenaza directa de Donald Trump -aranceles punitivos que buscaban imponer subordinación- terminó por revelar algo más profundo: México ya no es una pieza pasiva del engranaje comercial estadounidense, sino un actor que aprendió a administrar la interdependencia y a convertir la presión en margen de maniobra.

Ese giro no fue improvisado. Es el resultado de una estrategia de Estado que tiene un punto de partida claro en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador y una continuidad política y operativa en el gobierno de Claudia Sheinbaum.

Aquí aparece la congruencia de fondo. Así como México defendió su lugar en la cadena de suministro norteamericana frente a Trump, también defiende su capacidad productiva frente a una avalancha de importaciones que profundizan la dependencia.

No hay contradicción entre dialogar con China y, al mismo tiempo, fijar reglas que protejan sectores estratégicos.

La soberanía económica no consiste en elegir un bloque, sino en decidir cómo, cuándo y en qué condiciones se participa en cada relación.

Incluso antes de asumir la presidencia, López Obrador intervino en las negociaciones del T-MEC con una lógica poco habitual en la política mexicana de entonces: proteger sectores estratégicos antes de que la inercia de los tratados los volviera irreversibles.

En el capítulo energético, esa intervención temprana evitó concesiones que habrían debilitado la soberanía sobre el petróleo y sentó un precedente decisivo: México no negociaría desde la resignación, sino desde la defensa de sus intereses estructurales.

En un acto de alta política, AMLO fue explícito frente a Donald Trump, en su primer viaje a Washington. Le advirtió que la única forma realista de competir con China no era mediante aranceles aislados ni presiones unilaterales, sino a través de la construcción de un bloque económico ampliado hacia el sur, que integrara a Centroamérica en una misma arquitectura productiva.

En esencia: si como bloque se quería hacer frente a China, no era rompiendo el comercio, sino integrando el Sur, extendiendo el pacto y ampliando el espacio productivo.

No se trataba de una consigna política, sino de una visión estratégica: extender la cadena de valor de Norteamérica para fortalecerla frente al peso creciente de Asia.

Donald Trump hizo caso omiso a ese planteamiento, y las consecuencias están hoy a la vista.

Años después, Claudia Sheinbaum ha debido enfrentar un escenario distinto, pero conectado: un Trump nuevamente proteccionista, errático y dispuesto a utilizar los aranceles como arma política.

La presidenta no se sumó a la guerra comercial, pero tampoco se dejó arrastrar pasivamente. La respuesta no fue estridente ni reactiva. Fue quirúrgica.

Sheinbaum entendió que el verdadero campo de batalla no estaba solo en la retórica bilateral, sino en las cadenas de suministro. En definitiva, no está eligiendo bando; está gobernando en un mundo donde los márgenes se han estrechado y México ya no puede darse el lujo de una ambigüedad comercial absoluta.

Hay que aceptarlo: Claudia Sheinbaum no hereda un mundo estable, sino uno en disputa. Sus primeras decisiones comerciales no hablan de alineamientos ideológicos, sino de administración de daños en un sistema que ya no ofrece neutralidad gratuita.

Su estrategia fue reconocida en el exterior. Dialogó con las grandes corporaciones estadounidenses asentadas en México -en particular del sector automotriz-, aseguró estabilidad productiva y dejó claro que romper la interdependencia tendría costos inmediatos para Estados Unidos.

Ese episodio dejó al descubierto una verdad incómoda para Washington: con una base industrial erosionada y cadenas de valor hiperespecializadas, Estados Unidos no puede permitirse disrupciones abruptas sin dañarse a sí mismo.

México, en cambio, mostró mayor resiliencia, capacidad de diversificación y una economía menos financiarizada.

Cuando comenzaron las tensiones con Trump, Sheinbaum insistió en un punto central: afectar la cadena de suministros entre ambos países sería un error estratégico. El comercio estaba funcionando, beneficiaba a ambas partes y tenía un dato irrefutable a su favor: México es hoy el principal socio comercial de Estados Unidos. Desde esa convicción actuó, dando continuidad a la política soberanista iniciada por AMLO.

Así, la relación tradicional de vulnerabilidad se invirtió, y México emergió como un pivote geoeconómico imprescindible para Norteamérica.

Es en ese contexto -y no en el vacío- donde debe leerse la reciente reforma a la Ley de los Impuestos Generales de Importación y Exportación y el aumento de aranceles que ha provocado el reclamo de China.

Presentar esta medida como un giro abrupto o como una alineación automática con Estados Unidos es una simplificación interesada. En realidad, se trata de una secuela lógica de la misma estrategia: proteger la arquitectura productiva nacional y administrar la inserción de México en una economía global en tensión.

Los nuevos aranceles no están dirigidos exclusivamente contra China, aunque sea el país más impactado por el volumen de su comercio con México. Afectan a múltiples economías con las que no existen tratados comerciales y apuntan a sectores estratégicos -automotriz, textil, electrodomésticos, plásticos- que han sufrido procesos de desarticulación productiva desde la pandemia.

Sheinbaum ha sido explícita: no se busca el conflicto, sino fortalecer la producción nacional y corregir desequilibrios estructurales.

Este movimiento dialoga, además, con una realidad mayor: el reordenamiento del comercio global:

Estados Unidos intenta contener la influencia china en América Latina; China busca preservar mercados, y países intermedios como México se ven obligados a ejercer política, no inercia.

La diferencia es sustancial: esta vez México no actúa como simple territorio de paso, sino como un Estado que fija condiciones.

La advertencia china y la respuesta de Sheinbaum -prudente, dialogante y firme- confirman esa línea. No hay ruptura, pero tampoco sumisión. Hay negociación desde una posición construida durante años, no improvisada en semanas.

Conviene, además, desconfiar de ciertas narrativas mediáticas que presentan cada decisión gubernamental como signo de “incertidumbre” o “riesgo”.

Más que análisis, suelen reflejar intereses que añoran un México dócil, previsible y sin política industrial. La experiencia reciente demuestra lo contrario: la estabilidad no nace de la pasividad, sino de la capacidad de administrar conflictos sin perder rumbo.

México se mueve hoy entre dos fuegos -Estados Unidos y China- en un mundo sin pax americana y con tensiones crecientes. La diferencia respecto al pasado es sustancial: ya no se limita a reaccionar, sino que defiende, negocia y decide.

La estrategia iniciada por López Obrador y continuada por Claudia Sheinbaum demuestra que la interdependencia puede ser un activo y no una condena, siempre que exista visión de Estado y voluntad política.

La prueba mayor no está en haber resistido una amenaza ni en haber impuesto un arancel. Está en sostener esa coherencia en el tiempo. Porque, en geopolítica económica, lo verdaderamente histórico no es un gesto aislado, sino la persistencia de un proyecto.

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