Gloria Analco
China movió una pieza… y tembló Wall Street
Donald Trump llegó a Medio Oriente con una fuerte carga sobre sus hombros. Horas antes había enfrentado, quizás, el momento más crítico de su presidencia: la constatación de que Estados Unidos ya no tenía el monopolio del poder.
Hasta el viernes 10 de octubre, los inversionistas ignoraban qué acontecimiento geopolítico podría provocar el derrumbe del inflado mercado de Wall Street. Había guerras, tensiones y conflictos, pero nada había logrado mover la aguja de manera decisiva. Ni el ataque de Israel a Irán ni los vaivenes del conflicto en Ucrania habían estremecido la estructura financiera estadounidense.
Ese viernes, sin embargo, lo entendieron. Descubrieron que China era el único país con la capacidad real de hacer tropezar -y fuerte- a Wall Street.
Trump preparaba su viaje -primero a Israel y luego a Egipto- para protagonizar el inicio del proceso de paz en Gaza cuando Beijing anunció restricciones a las exportaciones de tierras raras y controles más estrictos sobre equipos y licencias. Un solo anuncio fue suficiente para que las alarmas se encendieran en las bolsas de valores.
Aquí estaba el nudo de la cuestión: Estados Unidos no solo dependía de China para minerales estratégicos, sino para componentes críticos de alta tecnología que sostienen su industria armamentista, la producción de microchips y su capacidad de innovación en el centro mismo de su poder económico y militar.
No era una vulnerabilidad periférica, sino un punto neurálgico que, al ser presionado, podía sacudir la hegemonía estadounidense hasta sus cimientos.
Trump estalló: amenazó a China con imponer aranceles del 100 % y hasta insinuó cancelar la reunión prevista con Xi Jinping. Pero esa reacción, encendió una tormenta perfecta en Wall Street.
La realidad golpeaba de frente a la economía estadounidense: tomaría al menos una década alcanzar algún grado de autonomía en el abastecimiento de tierras raras, incluso acelerando la apertura de minas en Groenlandia, Australia o Luisiana.
Washington no podía fabricar misiles, aviones o microchips sin esa base material que China domina desde hace años.
Wall Street lo sabía perfectamente. Y al conocer la respuesta impulsiva de Trump, la caída de los mercados fue vertiginosa, un desliz que en minutos borró miles de millones de dólares en capitalización bursátil y despertó el fantasma de una recesión global.
En un intento desesperado por contener la sangría, Trump envió al vicepresidente J. D. Vance a calmar a los medios y, con ellos, a los mercados.
Pero los inversionistas seguían vendiendo a manos llenas. La desconfianza se instalaba en cada clic de venta. Solo cuando el propio Trump apareció en público para decir que todo estaba “bien con China” y que el encuentro con Xi seguía en pie, la caída frenó en seco. No porque hubiera un cambio de fondo, sino porque quedó claro que Trump no tenía más remedio que reconocer la dependencia estructural.
La escena era clara: China no necesitaba un portaaviones, ni una bomba, ni una guerra para demostrar su poder. Le bastó mover una pieza estratégica -las tierras raras- para recordarle al mundo quién tiene el control de los insumos críticos que sostienen la tecnología, la industria armamentista y la aviación estadounidense.
Con el ego reducido a retazos, Trump aterrizó en Tel Aviv y luego en la cumbre de Egipto, donde más de veinte jefes de Estado y de Gobierno posaron para la fotografía de la paz. Pero la sonrisa no lograba disimular la herida. Washington tenía que actuar como mediador sin la fuerza aplastante que durante décadas había impuesto con facilidad.
En esa cumbre, mientras los flashes captaban apretones de mano, Trump caminaba consciente de la magnitud de los desafíos: equilibrar la paz en Gaza, sostener la credibilidad estadounidense y gestionar la presión silenciosa pero contundente de China. Cada gesto diplomático tenía un peso específico en un tablero global donde la fuerza ya no se mide solo en bombas, sino en recursos estratégicos, cadenas de suministro y velocidad de reacción política.
El viernes 10 de octubre quedará marcado como un hito: Estados Unidos experimentó lo que en México llamamos “recibir agua de su propio chocolate”. Por primera vez, el país que dictaba reglas y movía palancas sintió el peso directo de otro poder que no necesita gritar para hacerse escuchar.
Trump llegó a la cumbre con esa lección grabada en el rostro: que la hegemonía ya no es un monólogo, sino un concierto de fuerzas donde China ha afinado su instrumento con precisión quirúrgica. La paz en Gaza era la agenda formal; la nueva correlación de poder, la agenda real.
¿O acaso Estados Unidos elegirá la guerra como medio para seguir ostentando la hegemonía? Eso está por verse.