Por Gabriel Pereyra
Conocí a Luis Arturo Cárcamo en la Escuela Nacional Preparatoria número 1, en la vieja casona de San Ildefonso, hace más de 60 años, él tenía una vocación de maestro que ponía en práctica siempre. En una ocasión me pidió – que fuera al salón 402, donde nuestro querido maestro Vicente Magdaleno daba clases de literatura-. Como don Vicente no se presentaba los primeros días, Cárcamo había tomado la tarea de representarlo, claro, sin consentimiento del maestro. Me dijo sonriendo “llega y salúdame, me preguntas si este es el grupo que voy a tener”. Lo hice y el después de hacerme unos comentarios se metió al salón 402 del histórico edificio a impartir la primera e histórica clase de Literatura Latinoamericana. Una de las primeras tareas que le dejaba a sus alumnos era comprar los 10 libros más importantes de la literatura mexicana y latinoamericana, en la lista estaba Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Agustín Yáñez, Martin Luis Guzmán, José Vasconcelos, la poesía de Federico García Lorca, algunos textos de Mario Benedetti y de Jorge Luis Borges. A los alumnos les comentaba que si la próxima clase llevaban los libros con su nombre escrito, con ese solo hecho tenían seis de calificación. Cárcamo volvía dos o tres clases más y desaparecía del salón. Porqué se presentaba Vicente Magdaleno quien tomaba con muy buen humor la iniciativa y elogiaba el apostolado de Luis Arturo Cárcamo, que sin tener el título de maestro soñaba con serlo. Les comentaba a los alumnos que esos libros se utilizarían al impartir la materia y lo más importante, que con ese valioso acervo deberían de iniciar su propia biblioteca.
Luis Arturo despertaba pasiones, lo amaban o lo odiaban, en una ocasión organizó un recital denominado “Voces en el templo” donde vistió a todos los participantes de negro e limuno con velas el escenario declamaron poemas de Federico García Lorca, de Manuel Acuña, de Santa Teresa de Jesús, el recital desperto diversas y encontradas posiciones de apoyo o condenación. En una ocasión di una conferencia en el auditorio Simón Bolívar y al tomar la palabra para felicitarme, metió un tema tan controvertido, que enemigos suyos y míos se nos fueron encima, ya mero no salíamos vivos del auditorio. Constantemente nos veíamos en funciones de teatro, conciertos. “Nos vemos”, “Te busco”, “Nos hablábamos “, “La próxima semana”. Nunca llego ese día. En ese tiempo no había celular. Le perdí la huella y años después me enteré que tenía una oficina de representación de artistas.
Hace algunos años en mis horas de vagancia por la colonia Roma, en el Defiéndete, me encontré al maestro Cárcamo sentado en un café sobre la calle de Insurgentes, piropeando y admirando a las mujeres que transitan por esa avenida, no tuve menos que alegrarme, me senté con él, me invito un café y pase unas de las horas más divertidas de mi estancia en esa ciudad por los recuerdos de amigos, anécdotas de las etapas de la vida revolucionaria. Me entere que tenía un hijo y una hija y había amado cien veces como se puede amar una vez en la vida. Cada vez que iba a México buscaba al maestro Cárcamo que siempre merodeaba por restaurantes y cafés semielegantes, semicómodos y con excelente café. Estaba pendiente de las ofertas de los “descorches gratis” de los vinos en algunos restaurantes que utilizaba como despacho y donde periódicamente le gustaba comer. Siempre que hacíamos una cita, se presentaba con un libro o un disco como presente; algunas de las últimas veces sostuvimos una gran discusión sobre el papel que teníamos en las calles de la colonia Roma como galanes desfasados de la realidad, a los dos nos gustaban las mujeres jóvenes, sin importarnos que algunas de ellas podrían ser no solo nuestras hijas sino nuestras nietas. Diversas horas de nuestro tiempo consumimós buscar el tono de un piropo que no llegará a la agresión, que no nos hiciera vernos ridículos, pero que demostrara toda la pasión que despertaban esas bellísimas mujeres. “Ya no estamos para eso maestro”, le decía con esa complicidad que nos había acompañado casi toda la vida. Cuando sabía que me ausentaría algunas semanas de la ciudad de México opte por dejar una serie de “cafés pendientes” pagados de antemano y que él iba utilizando conforme a su costumbre y sus compromisos sociales. Muchas de las damas que le acompañaron disfrutaron un “café pendiente” que iba acompañado de una explicación sobre lo que es la amistad y la solidaridad de dos gentes que se conocieron en la adolescencia y que siguieron siendo amigos a pesar de la distancia, de los encuentro y desencuentros, de las pasiones ya no tan juveniles, de los puntos de vista políticos que no siempre concordaban.
Cárcamo tenía una información de primera sobre películas y música, lugares de lujo en el mundo, viajes, bebidas, comidas y sobre todo mujeres, las más bellas y sorprendentes me las mandaba por WhatsApp, Su bonhomía le permitía tener amigos judíos ortodoxos, anarquistas de izquierda y de derecha, proletarios y trabajadores manuales, atendía los trabajos de sus amigos que por cuestiones religiosas no podían hacerlo los sábados. Tenía citas fijas para comer con unos, con otros desayunaba, sus amigos eran intelectuales con mayor o menor éxito, escritores publicados o sin publicar, artistas de la farándula, cantante de ranchero, bolero, artistas de varios rangos que él contrataba para organizar caravanas, o presentaciones. En una ocasión lo encontré en San Buena Ventura Coahuila, en pleno desierto Sahariano, con un cantante y una serie de actrices que generaron una serie de sueños e ilusiones en los habitantes de este paramo olvidado de la mano de Dios.
Escribía sobre cine y teatro, sobre grupos musicales y músicos, cuando se estrenó “Amor sin barreras” hizo una de las crónicas más llenas de adjetivos a favor de la música y la actuación de John Travolta. Siguió escribiendo porque en el Instituto Nacional de Bellas Artes y en el Auditorio Nacional lo tenían registrado como periodista y asistía a los lugares que están dedicados a este gremio. Ahí nos encontramos varias veces.
Siempre que nos veíamos me recordaba que tenía yo que demandar a una de sus mujeres para que le pasara una pensión por la tortura mental que le había infringido. Indirectamente me enteré que había provocado en una mujer llena de sensibilidad, la factura de algunos poemas. Una de estos decía: “Para no dejar de disfrutar la cena, ni apresurar el desayuno, hemos inventado reencontrarnos a la mitad de la noche”. Siempre admiré a Cárcamo por la capacidad de despertar en la mujer esas pasiones.
Nuestro tono de plática era de medio tono, también de un humor negro corrosivo, unas bromas inocentes que a nadie lesionaba, unos adjetivos bien puestos que describían a la gente que conocíamos, siempre solidario con mis filias y mis fobias, tomaba mi partido sin cuestionar mucho mis motivos y cuando yo ya me había olvidado del agravio o del obsequio, él me lo recordaba. Comentábamos que era importante tener a nuestra edad pequeños proyectos de vida, escribir un artículo, tomarnos un café, fijarnos la meta incansable de conquistar a una mujer joven, guapa y seductora, pero sobre todo escribir, ahora que se podía publicar en Facebook, WhatsApp o tener un periódico para dar a conocer nuestros pensamientos. Los escritos que hago semanales para El Imparcial, se los mandaba. Hice tres o cuatro reseñas de amigos comunes que, para decirlo en término cursi se nos adelantaron en el camino Mario Moya Palencia, Gonzalo Martínez Corbalá, Marco Antonio Calleja, Enrique Romero Fuentes, Cárcamo después de leerlos me dijo que escribiera su Nota de despedida, para que él pudiera corregirla y no tuviera ningún error. “Me gusta como escribe esas reseñas maestro” decía.
Para él era un disfrute la vida, sentado en un café en la avenida de los Insurgentes o en la calle de Medellín se convirtió en un personaje legendario de la colonia Roma que resistió temblores, divorcios, desamores, abandonos y muertes. En septiembre después del temblor que le clavo la puntilla a las colonias Roma y Condesa, mientras disfrutábamos de un americano ligero, levanto el brazo y declaró que no se iría de la colonia Roma, que era un romano enamorado de la vida. “Resistiré” dijo finalmente.
La muerte de Cárcamo es un poco la muerte de parte de una generación que disfruto y vivió el último medio siglo XX. Nos enorgullecimos del boom literario latinoamericano, vivimos y disfrutamos los últimos años del desarrollo estabilizador y padecimos el encontronazo con el neoliberalismo económico que desapareció esa clase media a la que pertenecíamos y empobrecido al pueblo. Descubrimos y nos deslumbraron, los teléfonos celulares y las redes sociales, hicimos el esfuerzo de utilizarlos, aunque debemos de reconocer que son nuestros nietos los que mejor las manejan. Ahora para producir nuestros textos ya no utilizamos la tinta, ni el lápiz, mucho menos la máquina de escribir, escribimos en letras electrónicas, liquidas, que se van formando en una espacio insondable, desconocido, no sabemos ni como se construyen, ni como se trasforman y envían. Lo más grave nos impone sus leyes y nuestro cerebro tiene adaptarse a ellas
Nuestra Ciudad de México creció de tal forma que fuimos extraños en nuestro propio espacio territorial, los ejes viales, los centros comerciales centros de reunión familiar en estos tiempos de consumismo desenfrenado, los nuevos cafés, los restaurantes, que emergieron, nos fueron separando y marginaron, se perdieron esos sitios, como las bibliotecas públicas o los parques en los que como pandilla nos reuníamos a platicar.
Hoy todo tiene un tono menos dramático, seguimos buscando el sentido del humor de la vida, tratamos de reinterpretar nuestro paso en estas épocas, y agradecemos que dentro de tantos mundos, tanto siglos, tantos momentos hayamos coincidido con gente como Luis Arturo Cárcamo, que alimento nuestra existencia con nuevas ideas y nos lleno de alegría, del que disfrutamos sus ocurrencias y pensamientos.
Maestro. Siempre habrá un “café pendiente” para usted.