viernes, abril 19, 2024

DE ENCANTOS Y DESENCANTOS: Titín

*Mónica Herranz

Nació una soleada y plácida tarde, se veía tan pequeño, tierno e indedfenso que mamá pensó que Alberto era un nombre demasiado rudo y adulto para llamarlo así por ahora, entones comenzó a llamarlo Albertito, luego Tito y posteriormente Titín. La cuestión es que no fue algo temporal, fue, es y será Titino por siempre.

Cuando nació, mamá supo que nunca más estaría sola, que valdría la pena cualquier sacrificio por él, y desde ese momento se prometió que lo cuidaría y protegería de todo aquello que pudiera exponerlo, dañarlo o lastimarlo. En esa tónica, el único trayecto que hizo el pequeño durante sus tres primeros meses de vida fue el del hospital a su casa. Mamá pensó que lo más conveniete era que durante ese lapso de tiempo el niño no saliera de casa para evitar cualquier enfermedad. Durante el primer mes y medio de esos tres, casi no se recibieron visitas en casa, únicamente los familiares más cercanos quienes tenían que llevar a cabo un estricto ritual de limpieza y desinfección estipulado por mamá para poder acercarse al bebé.

Desde el día que llegaron a casa Titín dormía con mamá, primero por que  a ella le angustiaba que él pudiera sufrir muerte de cuna, luego porque le daba temor que los barandales de la cuna no fueran protección suficiente para él y después por que no se fuera a caer de la cama. De ese modo las noches estaban cubiertas, pero de día…¡de día mamá sufría!.

El nene comenzó a gatear y luego a caminar y ella pensaba que podría golpearse con cualquier cosa y causarse un gran daño, por lo que decidió forrar todas las esquinas de los muebles, comprar protectores para todos los enchufes eléctricos, poner alfombra en toda la casa, cambiar el lugar de almacenamiento de limpiadores y detergentes y asegurar puertas y ventanas. En la comida era muy cuidadosa también y aun cuando Titín ya podía comer sólidos, ella prefería seguirle haciendo papillas para que el niño no se fuera a ahogar. 

Cuando Titín cumplió tres años, mamá decidió que no era necesario llevarlo al kinder; con ella en casa el nene tendría todo lo necesario para su desarrollo, ella se encargaría de enseñarle lo que en la escuela podría aprender, asegurándose de que el niño estuviera a salvo, porque en el kinder, las maestras pueden ser descuidadas, atienden a otros niños y el pequeño podría tener un accidente en cualquier momento y ella desde luego no quería que su bebé la pasara mal. Se convencía a sí misma y pensaba, “finalmente, ¿quién lo va a cuidar mejor que yo, que soy su madre?”.

Pero no hay día que no llegue ni plazo que no se cumpla y como diría el comercial, a los seis años cumplidos a la primaria debes ingresar. A regañadientes y con un monto de angustia considerable mamá accedió a llevarlo a la escuela. Iba, se estacionaba en la puerta del colegio, entregaba a Titín a alguna maestra, regresaba al coche y esperaba ahí las seis horas en las que el niño estaba en la escuela. ¡¿cómo podría irse?!, ¿qué tal si un robachicos se brincaba la barda de la escuela y se llevaba a su pequeño?. ¡De ninguna manera!, ella tenía que permanecer en la puerta del colegio durante toda la jornada.

Titín fue creciendo, cumplió los ocho, los nueve y los diez, sin embargo, no se le permitía realizar ninguna labor en casa, ni siquiera aquellas adecuadas a su edad, tampoco se le permitía hacer algún deporte que no contara con la aprobación y estrecha supervisión de mamá, y cuando le dejaban mucha tarea, como mamá no quería que su pequeño se saturara prefería hacerla ella. Evidentemente era notorio a ojos de los profesores quienes en distintas ocasiones le solicitaron que fuera el niño y no ella quien realizara las tareas, a lo que ella respondía argumentando que los deberes que le encargaban al  pequeño era demasiados y que por eso tenía que ayudarlo.

Así Titín, con ayuda de mamá, ingresó a la secundaria y posteriormente a la preparatoria. Con estas etapas llegaron las de las primeras reuniones, fiestas o salidas con amigos, a las que el chico podía acudir siempre y cuando mamá permaneciera cerca del luegar y fuera ella quien lo trasladara de ida y de regreso. En el fondo mamá prefería que los amigos de su hijo fueran a casa y ahí se entretuvieran. Finalmente ella pensaba que la calle no dejaba de ser un peligro para los “niños” y ni que decir del transporte público. Su hijo no conocía y mientras de ella dependiera no conocería un microbús, un camión, el metro o el metrobús, y aunque un taxi o un uber pudieran resultar más apropiados para él, no dejaban de representar un gran riesgo.

A sus casi veinte Titín no sabía bien a bien desplazaese por sí mismo, no conocía gran parte de la ciudad, no sabía ubicarse en ella. Muy rara vez había dormido fuera de casa, no sabía preparar un huevo estrellado o cocido, en realidad nunca había cocinado nada, alguna vez había colaborado con mamá en la preparación de algún pastel o galletas, pero fueron ocasiones especiales, porque el uso de los intrumentos que se requerían para la preparación y el horno, se traducían en peligros inminentes a ojos de mamá.

Cuando Titín se graduó de la universidad mamá sintió aquel logro como propio y ¡cómo no!, ella había hecho buena parte de las tareas, además había llevado a su hijo cada día a la universidad, lo había llevado también al servicio social y posteriormente a las prácticas profesionales, asegurándose en cada ocasión de que su retoño estuviera seguro. En definitiva -pensó- él no lo hubiera logrado sin ella.

En esas circunstancias, el ahora adulto Titín, comenzó su vida profesional, pero poco duró la experiencia. Al platicar con mamá sobre las vicisitudes de la vida laboral, ambos coincidieron en que el amiente y el trato hostil por parte de sus compañeros ameritaban su renuncia, él no merecía ese trato por parte de nadie y ningún trabajo lo valía. En el siguiente trabajo duró un mes más que en el anterior, y de nuevo el ambiente laborar y la hostilidad de sus compañeros fueron los causantes de su renuncia. Mamá sugirió a Titino volver al ámbito académico y así cursó su maestría. Tras tres años de formación hubo otro frustrado intento laboral.

Mamá decidió entonces que no quería presionar a Titín, por lo que no le exigía dinero para la casa y más bien por el contrario, le daba dinero para que él tuviera para sus gastos. ¡Pobre Titín! -pensaba mamá-, suficiente tiene ya con lo que tiene. 

Así Titín llegó a las treinta y ocho, soletero, desempleado, con escasa experiencia laboral, muchos proyectos en puerta pero ninguno listo para realizarse y viviendo con mamá. Papá, cansado de la sobreprotección que mamá dispendiaba hacia Titín, había optado por el divorcio hacía mucho tiempo.

Leído todo lo anterior preguntémonos entonces, ¿por qué un padre/madre desearía incapacitar a un hijo?, ¿por qué un hijo lo permite aún cuando ya es adulto? Uno de los motivos es, como lo pensó la mamá en esta historia…”nunca más estar sola”. Los padres que crían hijos inútiles en cierta forma se estarán asegurando de que ese hijo sea dependiente de ellos y por lo tanto no abandone el nido, claro que eso tiene un precio para el hijo y los padres se encargarán de cobrarlo más adelante. En cuanto al hijo, éste o ésta quedan colocados en una postura de franco confort en dónde todo les es dado sin esfuerzo alguno, casi a cambio de su vida, no en sentido literal por supuesto, sino en un sentido simbólico. Claro que pueden existir muchos más motivos, éstos son sólo por mencionar algunos.

La crianza, sin duda, es un tema delicado, no hay un manual que indique los pasos a seguir con lindas y divertidas ilustraciones que lo ejemplifiquen. Todos los padres tienen aciertos y desaciertos en la crianza, sin embargo hay algo que queda claro: sobreproteger a un niño pequeño y ojo, destaco la palabra sobreproteger, y posteriormente proteger a un hijo adulto como si fuera un niño, es en realidad  perjudicarlo. Resolverle la vida no es ayudarlo, es incapacitarlo.

*Mónica Herranz

Psicología Clínica – Psicoanálisis

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