miércoles, abril 24, 2024

Así asesinaron a Trotski

Luis Alberto García / Moscú, Rusia

* Mercader cultivó la amistad de Sylvia Ageloff.
* Bombones y chocolates para Natalia Sedova.
* Reservado al principio, el reo se adaptó a la cárcel.
* Sentencia: 19 años por homicidio, un año por portación de armas.
* Alfabetizó a 500 reos y le dieron una medalla de latón.
* De Lenin a Putin: los jerarcas de la URSS de 1922 a 2020.

En 1940, Ramón Mercader no mostraba el menor interés por conocer a Lev Trotski y, sin embargo, cuando se le presentó la ocasión de ir a la casa del antiguo dirigente de la Revolución de 1917, la familia lo aceptó de buena gana y él se muestra excesivamente cortés y amigable.

Su presencia llegó a adquirir tal familiaridad en las diez veces que estuvo ahí que, por supuesto, para hacerse confiable, no se olvidaba de llevar chocolates y bombones a doña Natalia Sedova, la dueña de casa, conquistar a los guardias estadounidenses y así dejar pasar varias semanas para alcanzar su objetivo.

Ramón siempre acudía acompañado de su novia Sylvia Ageloff; pero en una ocasión se acercó a Trotski y le dijo que había escrito un artículo sobre economía francesa y que le gustaría su opinión y que se lo corrigiera: logra una cita para el día siguiente.

Llegó puntual a la casa 19 de la calle de Viena en Coyoacán, lleva bien puesta la sonrisa sobre la cara y, bien sujeta también, el arma de mango recortado bajo la gabardina beige: entran al despacho, Trotski toma su lugar, se sienta a leer dándole la espalda a Ramón y lo que en ese momento tenía que suceder sucedió, tal como lo relató Mercader a la policía de la siguiente manera:
“Cerré los ojos y enterré el piolet. Sentí cómo se hundía entre sus cabellos, cómo brotaba el chorro de sangre manchándolo todo de rojo. No pensé que después del impacto tuviera fuerzas para levantarse. Oí su grito que me pareció interminable”.

Tres meses después del asesinato, Ramón Mercader del Río escuchó su condena: “19 años por homicidio y uno por portación ilegal de armas” (sin especificarse si era de fuego o de otro tipo); pero a pesar de la hostilidad que lo caracterizó durante sus primeros días de prisión, con el tiempo llegó a convertirse en un personaje afable.

Resultaba tan agradable a los celadores y custodios, empleados del penal y hasta a los abogados de sus compañeros de infortunio que, sorpresivamente, gozaba de algunas libertades, circunstancia pocas veces alcanzada por un preso en Lecumberri.

Empezó a leer ávidamente cuanto libro caía en sus manos, especialmente si el tema era de electricidad o mecánica, por lo cual y por otros conocimientos, lo nombraron jefe del taller de reparaciones.

Varios actos lo hacen destacar de sus compañeros, y asociado amistosamente con el periodista Florencio Zamarripa -asesino de su primo, Ignacio Herrerías-, creó una revista de nombre por demás ingenioso y elocuente: “Crujía”.

Poco después, las autoridades del penal convocan a un concurso: quien alfabetice a otros reos verá reducida su sentencia, algo cercano a la libertad. Situación que Mercader aprovecha trabajando horas extras y, al final del concurso, pone en un aprieto serio a los convocadores: él y un reo de apellidos Cortés Pizá alfabetizaron a más de medio millar de presos, y ante la imposibilidad de liberarlo como deseaba, le entregan una medalla de latón que no hace feliz.

En virtud de su conducta ejemplar, el entonces subsecretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, respondió a su petición: salir silenciosamente del país bajo libertad condicional para librarse de la prensa que tanto había esperado para devorarlo.

El 6 de mayo de 1960, Mercader por fin abandonó el país y con un pasaporte checoslovaco –no se sabe si era falso- se dirige a Cuba primero y luego a Praga, en donde trabaja como ingeniero en una estación de radio.

En 1962, se da la noticia de su muerte; pero después se comprueba la falsedad de la misma cuando un periodista lo localiza dos años más tarde en Moscú, a donde se refugia de todos, contrae matrimonio con una mexicana de nombre Roquelia Mendoza, trabaja en una fábrica de bulbos y es anónimo coronel del Ejército Rojo.

Cuando la periodista mexicana Julieta Montelongo publicó algunos aspectos sobre su vida en junio de 1977 en la revista Génesis, Ramón Mercader vivía en la capital de la Unión Soviética, y hay la versión no confirmada de que por esos días se le rindió un homenaje.

La reportera cuenta que en el país quiso agradecer así sus servicios, y que no por ser admirable dejaba de ser el asesino de Lev Davídovich Trotski, ofreciéndose la evidencia más que palpable de su militancia en el NKVD, la agencia de espionaje que antes fue la Cheka, luego la GPU y finalmente la KGB, de 1954 a 1991.

“Sin embargo, a 37 años de distancia –escribió Julieta Montelongo en junio de 1977-, los detalles y aún la actitud de Mornard-Jacson-Mercader se pierden ante una realidad aún latente: el NKVD es un organismo policiaco, y de espionaje”.

Nadie estaba seguro de que la agencia de las cuatro letras continuaría eliminando a todo aquel que significara un peligro por disentir de los gobiernos soviéticos como en el pasado, que bien podría ser, como lo designaba Lev Trotsky, “una gran traición a la lucha del proletariado”.

¿Hasta dónde ha variado la metodología criminal de los regímenes rusos o soviéticos? Ahora se usan venenos como el aplicado en una taza de té al político opositor Alexei Navalny o se asesina a tiros en algún elevador moscovita como ocurrió a Anna Politkovskaya por denunciar las atrocidades en Chechenia.

Existen múltiples formas de dejar este mundo, pero recuérdese lo que decía Leonardo Sciacia, novelista italiano: los crímenes políticos nunca se esclarecen, y que cada quién cargue con su culpa, trátese de líderes opacos o brillantes.

Sin que alguno se responsabilizara –en los homicidios de alto impacto nunca hay responsables-, debe mencionarse a la docena de hombres que han despachado desde el Kremlin: Vladímir Ilich Uliánov, Iósif Stalin, Gueorgui Malénkov, Nikita Khruschev, Leonid Brezhnev, Yuri Andrópov, Konstantin Chernenko. Mijaíl Gorbachov, Guennadi Yanáyev, Borís Yeltsin y Vladímir Putin y los que sigan hasta que la nómina se agote.

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