CIUDAD DE MÉXICO, 22 de enero (AlmomentoMX/SemMéxico).- “Como toda mujer, nos enseñan que debes esperar nuestro príncipe azul y no esperas esto”, dice Maru, sentada en la sala de su casa, con su cuerpo adolorido todavía, a causa de las secuelas por las siete puñaladas que le dio su esposo, al atacarla afuera de su trabajo.
El 24 de noviembre del 2017 cambió su vida. La violencia que vivió durante cuatro años de relación, aún después de su separación, llegó a su máximo grado ese día, cuando su esposo y papá de su hijo fue detenido tras intentar matarla.
En su reportaje para SemMéxico, Ana Alicia Osorio señala que todo ese tiempo vivió una violencia que no podía ver; una violencia que confundía con amor; una violencia de la que intentó huir; una violencia que solo identificó plenamente, tras separarse de su esposo, tramitar el divorcio y buscar apoyo psicológico. Violencia que reconoció con certeza cuando sintió la sangre correr por su garganta.
“Sí”, responde tajante al preguntarle si vivió violencia antes de terminar la relación. “Llevaba más de un año intentando separarme él; pero, normalmente, cada vez que tocaba el tema del divorcio […], él me comentaba que […] el divorcio no era una opción […], que donde quiera que yo fuera, siempre me iba a seguir”, narra.
Para evitar la separación, su ex pareja, Antonio, amenazaba con demandarla penalmente por abandono de hogar, secuestro o cualquier otro cargo, cuenta María Eugenia Cruz Mejía. Sin conocer de leyes, solo recurría a su suegra, quien apoyaba la versión de su hijo y la disuadía de la anhelada separación.
Como ingeniera mecánica, Maru sabía de números, álgebra y certificaciones de calidad, pero en ese momento no conocía la Ley General de Acceso a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV), ni ninguna otra parecida. No sabía que en ese instrumento se considera violencia económica, el que estuviera obligada a trabajar y pedir ayuda a sus familiares para la subsistencia de su hijo, su esposo y de ella.
A Maru nadie le había dicho que los gritos, las amenazas, los menosprecios que le hacía su esposo, eran violencia psicológica. Inclusive, tampoco nadie le ha dado a conocer sus derechos ni los instrumentos para su garantía como la Ley de Víctimas, la LGAMVLV o cualquier otra ley que la ayude.
Pero sobre todo, nunca imaginó ser del 11.1 por ciento de veracruzanas que sufrieron violencia familiar, tan solo en el último año, de acuerdo con reportes del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), pues, para ella, solo tenía una relación deteriorada con su pareja, y creía que juntos podrían componer.
“Uno de los cuchillos de cocina que yo había comprado”
La relación terminó el día que —durante una pelea— el esposo de Maru la dejó en casa de sus papás, junto con su hijo y sus maletas. Llevaban solo 15 días viviendo juntos en un cuarto con muebles prestados, pero la pelea fue suficiente para separarse. Tras el incidente, Maru buscó ayuda. Tenía la oportunidad de conseguir el divorcio que había querido desde hace mucho. Su mamá y su papá la apoyaron para contratar una abogada y comenzar legalmente el proceso de separación y custodia; mientras, los mensajes de su ex pareja continuaban llegando, hasta que lo bloqueó. Entonces percibió que vivía violencia.
Maru recuerda que no tuvieron comunicación hasta aquel 24 de noviembre, mientras se acomoda un poco en el sillón, por el dolor en la espalda. Muestra cómo la mano derecha no la puede cerrar, pues una de las puñaladas le dio cerca de la médula espinal, por lo que perdió movimiento.
Sus ojos se llenan por ratos de melancolía; en otros, de rabia contenida que ahuyenta rápidamente y se recompone para fingir comer la galleta que su hijo le ofrece jugando.
Fue por su hijo, asegura, que permaneció durante mucho tiempo con Antonio, pues creía que era lo mejor. Ahora está convencida que no era así.
“Ese día estaba yo trabajando […] Vino mi jefe a comentarme que me buscaban en la entrada de mi trabajo. Normalmente nadie va a mi trabajo a buscarme, solamente si sucede algo con mi hijo. Pensé que era una emergencia y salí. Al llegar a la entrada lo vi a él y me asusté”, cuenta.
Su ex pareja le pidió hablar lejos de su trabajo, pero ella accedió hacerlo solamente frente al lugar, en la banqueta, donde hablaron sobre la custodia de su hijo, las convivencias y un posible convenio al que Maru se negó.
“Se molestó, y cuando vi esa reacción en él, le dije que ya no teníamos nada de qué hablar […] Me di la media vuelta y fue cuando él me jaló del brazo. Me jaló hacia él por la espalda y me comenzó a acuchillar. Me giró hacia su derecha y comenzó a hacerme la herida del cuello”, recuerda, mostrando el corte cocido en la barbilla que es visible por la reconstrucción de la faringe que le tuvieron que realizar los doctores. En ese momento, sus compañeros salieron y evitaron que el ataque continuara.
“No sabía con qué me había herido. Sentí toques eléctricos todo ese tiempo, hasta que mi jefe pisó su mano para que soltara el arma con el que me estaba lastimando. Me di cuenta que era uno de los cuchillos de cocina que yo había comprado”, detalla antes de suspirar para recomponerse, como con la fuerza de voluntad que tuvo y que la ayudó a llegar viva en una batea de camioneta a la Cruz Roja y soportar una intervención quirúrgica que requirió de 10 médicos en un quirófano.
Eso le evitó ser una más de las víctimas mortales de feminicidio, que en Veracruz, de acuerdo con el proyecto Asesinatos de Mujeres y Niñas por Razón de Género, de la Universidad Veracruzana, ocurrieron 177 en el 2017, a los que se suman 84 homicidios de mujeres.
No siempre fue un cuento de horror
Maru y Antonio se conocieron en el Instituto Tecnológico de Veracruz. Eran estudiantes de carreras similares por las que coincidían en pasillos de ese centro educativo.
Compartían algunos gustos en común, como videojuegos y cómics. El tiempo que pasaban juntos y un amor veintiañero hicieron lo suyo para que comenzaran una relación que más tarde los llevó a casarse, vivir juntos en casas de sus padres y tener un hijo.
Su relación era a simple vista como cualquier otra, y como en cualquier otra, pensaba, había problemas, pero en realidad era violencia: “Uno de los principales problemas que teníamos es que el dinero no alcanzaba y él no quería trabajar […] Mi universidad me la pasé vendiendo dulces para poder tener dinero para cualquier cosa que necesitaba mi hijo y, mientras me iba a la escuela, él a veces se quedaba durmiendo hasta medio día”, dice, al recordar tres años atrás.
Como en otros casos, cuenta Maru, la familia y amigos fueron los primeros en reconocer esa violencia. Se lo dijeron, pero ella no lo creyó. Algunas amistades se alejaron y otros, como sus papás, le insistían en señalar que las cosas no estaban bien. Eso pasó un día cuando se fueron juntos a la escuela en bicicleta, pero ella pasó antes con su abuela para arreglar asuntos de la guardería del niño. Cuando salió, ya no estaba Antonio, ni las mochilas que traían sus útiles escolares y los dulces que vendía ni su dinero, por lo que se quedó sola, sin poder moverse. “Era algo tan cotidiano que ya lo sentía normal”, sentencia.
“En una ocasión, uno de sus amigos —enfrente de él— me dijo que yo no valía nada, que yo no servía para nada, ni para estudiar ni para trabajar ni para ser madre ni para ser esposa, y yo le reclamé a él que cómo permitía que sus amigos me insultaran así, y él me comentó: ‘Pues es que es la verdad. De hecho, él lo dijo porque yo siempre lo he dicho’,” recuerda.
Del amor al miedo
Lo que ella creía que era amor, le bastaron unos años para convertirse en temor. La separación no era viable. Aunque la deseaba, Maru temía que eso implicara quedarse sin su hijo.
El niño, explica, tiene alergias y un problema en las rodillas, por lo que no podía ni remotamente pensar que se quedara solo con su papá, quien en algunos momentos optó por jugar videojuegos, antes que darle de desayunar.
“Tenía mucho miedo, mucho miedo, porque me daba cuenta que la mamá de él tiene muchas amistades, muchas amistades, y me he dado cuenta que parte de lo que me dijo es cierto: que este es un país muy corrupto”, afirma.
Las amenazas de violencia de su esposo para obtener la custodia, se mezclaban con los intentos de recomponer una relación y tener esa familia ideal en la que su hijo creciera al lado de su madre y padre.
“Un amigo me contó que me iban a poner un cuatro: que su amigo iba a decir que cuando yo salía de mi trabajo me iba con hombres y [que] mi esposo tenía pensado decir que no atendía a mi hijo, que —de hecho— tengo muy mala relación con mi hijo […] Otro amigo me mandó una captura de pantalla de las conversaciones que tenían. Hablan sobre hacerme photoshop y tener imágenes mías donde apareciera desnuda […] para hacerme quedar mal”, narra.
El miedo no termina. Antonio está preso pero Maru teme que quede en libertad a causa de algún recoveco legal. Ese día del ataque, cuando estaba por ser detenido y ella sostenía su cuello intentando parar la hemorragia, él prometió volver a terminar lo que había comenzado: asesinarla.
“Temo que intente terminar lo que empezó y que intente quitarme a mi hijo”, advierte, mientras baja la voz, cansada de los recuerdos y agotada por hablar, pues la lengua le quedó dañada tras el ataque.
“A veces se agrede tanto a una mujer, que ya no nota uno cuando la están agrediendo”, lamenta. Durante la conversación, uno de sus amigos vigila al hijo de Maru y a su hija que llevó para jugar; otro intenta darle ánimos.
Ahora, asegura, quiere superarlo, recuperarse físicamente, darle apoyo a su hijo para el momento en que se entere de todo. Quiere hacer aquello que en algún momento su pareja le dijo que nunca podría.
“Quiero cerrar este ciclo de mi vida. Espero que sea dentro de muy poco […] Deseo lograr todo aquello que en algún momento él me dijo que jamás podría hacer. En su momento, me dijo que una mujer como yo no sirve para manejar, no sirve para hablar más de dos idiomas, no sirve para muchas cosas. Y eso es lo que quiero hacer. Quiero demostrarme a mí misma que sí puedo”, sostiene esta joven de 24 años, segura, decidida, dispuesta a sobrevivir a los recuerdos.
AM.MX/fm