Francisco Medina
CIUDAD DE MÉXICO, 18 de noviembre (AlmomentoMX).-La literatura de Rafael F. Muñoz, se caracteriza por un estilo objetivo, sin temblores y sin angustias. Narra las hazañas y atrocidades, las desventuras y sufrimientos de los hombres de la Revolución. Todos los sucesos que narra son verídicos, como en alguna ocasión los confesó el propio autor.
En 1941 publicó su según da novela “Se llevaron el cañón para Bachimba”, que es en gran parte autobiográfica y en la cual de nuevo el autor y narrador recoge sus recuerdos, sensaciones y aventuras.
Esta semana, hablaremos de esta segunda novela de Rafael F. Muñoz, “Se llevaron el cañón para Bachimba”, en donde plantea la misma situación que en “Vámonos con Pancho Villa”, pero esta vez haciendo más sutiles los actos psicológicos y volviéndola más compleja, incluso atenuando los signos iníciales, hasta el punto de poder pasar desapercibidos para el lector, al quitarles la inhumana exageración de la novela de Tiburcio.
Álvaro Abasolo desde el primer momento se siente deslumbrado por el jefe, que habla, se comporta y ordena como jefe. Su padre se ha ido y lo ha dejado como protector de la casona: tiene 13 años de edad. La única figura familiar que destaca en la narración ‑es contada en primera persona‑ es Aniceto, que, “desde que mis recuerdos comenzaban, él ya estaba ahí, en la casa. Llegue a imaginar alguna vez que también había sido plantado por mi abuelo”; era el sirviente que le contaba historias de brujas, lo hacía dormir y le enseñó a montar a caballo. Él es, en cuanto afectos, lo más cerca que tiene en la casona cuando irrumpe el general orozquista Marcos Ruiz.
Días después, mientras enseña a Álvaro a disparar, el general mata de un disparo casual a Aniceto. Álvaro llora y sufre, ante la indiferencia de Marcos Ruiz, pero sólo es una reacción momentánea; su admiración al jefe, la fidelidad y el cariño que le dispersará a lo largo de la campaña, carece, en todo momento, de la sombra de este asesinato. Y al final, como Tiburcio, recuerda a Aniceto, pero esta vez no habrá odio, ni deseo de vengarse, ni siquiera la posibilidad de traicionar: Marcos Ruiz se ha ido, pero antes lo ha educado, le ha dejado un mensaje moral y lo ha hecho un “hombre completo”. La fidelidad, transformada en alegría y agradecimiento, sobrevive entre el orgullo de lo alcanzado.
Pienso que este es un tema que, si no preocupaba a Rafael F. Muñoz, por lo menos le intrigaba: ¿qué había tras esas fidelidades que existieron durante una revolución en que las traiciones también se dieron en abundancia? Se ha dicho infinidad de veces que la personalidad de Pancho Villa subyugaba hasta límites inconcebibles a sus seguidores. Esto podría explicar el caso del Tiburcio Maya de ¡Vámonos con Pancho Villa!, y tal vez, por eso mismo, el Marcos Ruiz de la segunda novela es un general orozquista que ‑de haber existido‑ no tiene nombre en la historia, que mata casualmente a Aniceto y adopta, lleno de cariño, a este niño de 13 años. Pero si esta modificación de la dimensión de los personajes es significativa, también lo es la reducción de la crueldad y el parentesco con el asesinado en Se llevaron el cañón para Bachimba. Da la impresión de que la prueba imaginativa de Rafael F. Muñoz en torno al problema de la fidelidad, necesitó ser sutilizada y aminorada en la segunda novela para que fuera posible crear ante sí una ilustración más humana de un asunto que no llegaba a entender del todo.
Podría indicarse al margen, que este tema de Rafael F. Muñoz se halla también en algunos de sus cuentos desde diferentes puntos de enfoque. Es un mundo de sentimientos, actos y respuestas afectivas que no resultan comprensibles para el lector común ni para el lector especializado. Si ya la crítica ha resaltado la extrañísima actitud de Toribio Maya después del asesinato de su mujer e hija, es válido alinear a su lado la del personaje femenino de “La marcha nupcial”, cuento en el que se bosqueja el principio de una probable fidelidad desde un escenario similar al de las novelas. En esta narración, Pancho Villa irrumpe en un hogar acomodado en busca de Roberta, la hija de la casa, a fin de casarse con ella. Cuando los padres niegan su presencia, Villa desenfunda la pistola e inicia la búsqueda de la novia matando a quienes lo estorban o pretenden detenerlo. A lo largo de su recorrido, asesina a un niño que se esconde con una vieja carabina, y mata a balazos al padre, a la madre y a la tía. Evidentemente, Villa encuentra a Roberta escondida, le anuncia que se casará con ella, que un cura está al llegar, y la arrastra a través de los patios en que se hallan tirados los cadáveres de sus familiares más próximos. Mientras se celebra la boda ante el cura, llegan los federales al poblado. Villa huye con la muchacha a caballo. Mientras se alejan, ella, colgada con los brazos del cuello del general, le dice bajito, al oído: “¡Eres lindo!”.
Es imposible saber hasta dónde habría llegado Rafael F. Muñoz en la elaboración de este tema tan desconcertante de haberlo seguido trabajando. Su última actividad literaria fue la escritura de una biografía histórica: la del general Santa Anna, el más repudiado de los militares, presidentes y políticos mexicanos del siglo XIX. Tal como él lo cuenta, su interés por este personaje surgió de la pregunta “¿quién es este traidor abominable, tal como lo llama Vasconceles?”. De haberlo querido, pudo haber agregado para completar su intriga: “y que tantas fidelidades despertó en todos los niveles de la sociedad mexicana desde 1821 hasta 1854”.
La actividad literaria de Rafael F. Muñoz duró apenas doce años. Su primer trabajo para un libro, fue el encargo del periódico El Universal para que completase unas memorias de Pancho Villa que, hasta 1915, le había dictado al médico y escritor Ramón Puente. Él debía prolongarlas hasta la muerte, ocurrida en esos mismos días de 1923. Lo hizo en un momento, de prisa, sin consultas y recurriendo sólo a sus recuerdos. Se publicó en ese mismo año. Sin duda, un trabajo de encargo, de oportunismo periodístico y sin acercarse a la literatura o la historia.
Desde entonces comenzó a publicar narraciones breves en El Universal y El Gráfico, que giraban en torno a hechos de la Revolución Mexicana. Por esos finales de los años veinte ‑la edición no trae fecha‑ dio a conocer, en edición privada, “El hombre malo”; en 1928 reunió diez de sus cuentos y los publicó con el título de El feroz cabecilla y otros cuentos de la revolución en el Norte; en 1930 junto otros trece cuentos bajo el título de El hombre malo y otros relatos, o también, más correctamente ‑tal como figura en la cubierta y en la portada‑ El hombre malo, Villa ataca Ciudad Juárez y La marcha nupcial; en 1931 se editó en Madrid, España, ¡Vámonos con Pancho Villa!, novela que consolidó la reputación de la que ya disfrutaba como escritor; en 1934 (?) reunió nuevamente cuentos suyos y publicó doce en la editorial Botas, con el título de Si me han de matar mañana…; en ese mismo año de 1934, terminó de escribir su segunda novela, Se llevaron el cañón para Bachimba, que no se publicaría hasta 1941, en Argentina, en la colección Austral de la editorial Espasa Calpe, por haberla enviado a Madrid en las vísperas del inicio de la guerra civil española, y sin guardar copia de ella. Harto, cansado de que le pidieran que volviera a escribir sobre Pancho Villa, Rafael F. Muñoz trabajó durante 1934 y 1935 en la preparación de una biografía del general Santa Anna, la cual se publicaría en 1936, mutilada y con título cambiado, en España, y se reeditaría en México, completa, en 1937. No volvió a publicar nada más, salvo, en 1967, una recopilación que tituló Obras incompletas dispersas o rechazadas con notas del mismo autor y, en 1969, el guión cinematográfico Traición en Queretaro, que no agregaron algo significativo a su obra ni sirvieron para que se le volviera a valorar.
Emmanuel Carballo, que lo conocía desde 1958, publicó en 1965 una entrevista con él, como parte de su libro sobre los protagonistas de la literatura mexicana, que en la segunda edición de 1985, en los comentarios finales, incluye un triste retrato de Rafael F. Muñoz que, es de lamentar, podría aplicarse por igual, y sin alteraciones, a muchos otros escritores nacionales: “Periodista, burócrata bien renumerado a lo largo de varios sexenios, Muñoz vivió los últimos años de su vida (años de soledad y ninguneo) con alegría, gracia y patetismo. Los jóvenes no lo conocían y los adultos lo habían olvidado. La crítica no lo tomaba en cuenta y los lectores ignoraban su existencia. Como ya no vivía del presupuesto, y le era imposible conceder empleos o prebendas, las personas que antes lo festejaban lo abandonaron”. Más amable, en su simplismo, es la conclusión del escritor español Max Aub a su comentario sobre la obra de Rafael F. Muñoz: “… prefirió el hecho al dicho. Su estilo es puro, desnudo, sin cuidados femeniles. Escribió lo que tenía a pecho, luego calló, dedicándose a jugar dominó”.
En el interesante prólogo que Roberto Suárez Arguello y Marco Antonio Pulido escribieron para le edición de Promexa, en 1979, de ¡Vamonos con Pancho Villa! y Se llevaron el cañón para Bachimba, señalan que a Rafael F. Muñoz no le interesaba que los datos y fechas de su historia personal se conocieran. Por esto, dicen, la familia dispone de un “amplio y divertido anecdotario pero de escasísimos documentos”. Tal vez sea lo correcto.
Sin embargo, se saben diversos hechos y fechas de su vida. Nació en Chihuahua el 1 de mayo de 1899, en una familia de fortuna, que contaba entre sus antepasados a un vicegorbernador, gobernador y senador de los tiempos de Benito Juárez. La familia poseía ranchos y en ellos pasó parte de su infancia el futuro escritor. Después estudiaría en el Instituto Científico y Literario, y sería testigo de las entradas y salidas de Pancho Villa en Chihuahua, conforme a sus venturas y desventuras durante la Revolución. A la familia Muñoz no le fue bien en esos años de 1911 a 1920: muchos se refugiaron en los Estados Unidos y mermó bastante el patrimonio familiar. Se cuenta que Rafael F. Muñoz viajó a la capital a estudiar, pero que tuvo que regresar a su estado natal por el asesinato de Madero y Pino Suárez, dedicándose desde entonces al periodismo. Esto se interrumpió brevemente por una exilio político en los Estados Unidos, pero al poco tiempo se reincorporó al periodismo capitalino. Tuvo una carrera fulgurante que se desenvolvió en El Gráfico, El Universal y El Nacional. En 1929 se casó con Dolores Buckingham, con la que tuvo dos hijos: Leonor y Rafael.
A finales de los años treinta, viró hacia la burocracia, trabajando en el equipo de su amigo, el poeta y alto funcionario gubernamental, Jaime Torres Bodet. Con él como secretario de estado, ocupó, de 1943 a 1951, altos puestos en la Secretaria de Educación y en la de Relaciones Exteriores. En 1951 presentó su renuncia para apoyar la candidatura presidencial del general Miguel Henríquez Guzmán. Esta experiencia, sumada al fallecimiento de su hijo por esas mismas fechas, lo retrajo al silencio de su biblioteca, a la tertulia con los amigos más íntimos, y, más tarde, a asesoramientos cinematográficos y la redacción de algunos guiones. En 1958, con la llegada de Adolfo López Mateos a la presidencia, Torres Bodet lo reincoporó a la burocracia en la Secretaría de Educación, donde estuvo hasta 1968 ‑dos sexenios‑ en un alto puesto de cierta intención cultural. Se cuenta que sus excentricidades y ocurrencias crearon una leyenda en torno a su vida familiar y sus peculiares actividades bohemias. En ese 1968, después de su renuncia, volvió a retraerse a su biblioteca, pero manteniendo, salvo en lo del cinema, iguales actividades a las de 1951.
Desde entonces, su vida transcurrió en un tenue anonimato. Como ya se indicó, a pesar de que se realizaron antologías de sus cuentos, e incluso se publicó la totalidad de ellos en un volumen, su valía como escritor no volvió a recordarse. En 1972, la Academia Mexicana de la lengua lo designó para ocupar el sillón vacante por la muerte de Julio Torri. Preparó con cuidado su discurso de ingreso. Tres semanas antes de la fecha en que debía leerlo, falleció de un derrame cerebral que lo sorprendió con las fichas de dominó en las manos y rodeado de sus amigos. Fue enterrado al día siguiente, domingo, tal como siempre había querido, sin molestar a nadie obligándolo a asistir a las honras fúnebres. Tenía 73 años de edad; desde entonces han pasado 28 años. Ya es tiempo de volver a leer a Rafael F. Muñoz, revalorizar sus novelas y cuentos, y darle de nuevo el lugar destacado que merece en la historia de la literatura mexicana.
AM.MX/fm