viernes, abril 19, 2024

Rusia en 1839, para entenderla como es hoy

Luis Alberto García / Moscú

*Mirada al pasado por sugerencia del gran Honoré de Balzac.

*El marqués de Astolf de Custine y la imagen de ese país en un libro.

*Clásico de viajes que se ha rescatado y traducido al español.

*Paisajes y pasajes lejanos y desconocidos llevados a Europa occidental.

*Cartas sobre el conocimiento de un Imperio inmenso.

*Lo explicó y llevó en una maleta en metáforas breves y bellas.

Existe un fotograma de la película “El arca rusa”, que se desarrolla en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, en el que aparece el personaje del marqués Astolf de Custine, quien marcó en Europa occidental la imagen de una nación lejana y desconocida en un libro de viajes que ha sido rescatado al traducirse al castellano.

Se trata de “Rusia en 1839”, influyente clásico de la literatura de viajes del marqués Astolf de Custine (1790-1857), publicado por primera vez en Francia en 1843, polémico texto de esa época, cuya huella perdura aún en la imagen de Rusia acuñada en Occidente, que ha rescatado la Editorial Acantilado bajo el título de “Cartas de Rusia”.

Menos de tres meses pasó el aristócrata en territorio ruso, desde principios de julio a fines de septiembre de 1839, en un viaje animado por Honoré de Balzac, después de leer el libro que el marqués publicó tras recorrer la España de Fernando VII.

Las cartas desde Rusia de Custine se basan en un recorrido de corta distancia por ese inmenso país y en un conocimiento limitado de un Imperio inmenso y de su vida cultural de entonces, y es que el mismo autor admitió que en el tiempo dedicado al viaje no pudo ver bien las cosas: “Es cierto: no las he visto bien, pero las he intuido”, afirmaba en defensa de sus implacables puntos de vista.

La Rusia que Custine dibuja es un mundo asiático con pretensiones y falsas apariencias europeas, que ocultan su verdadera naturaleza desmesurada y brutal; se trata de un escenario de déspotas y esclavos: por una parte, el zar autócrata, con su corte, sus estructuras administrativas, policiales y militares.

Y por la otra, el pueblo, y entre estos dos polos un vínculo religioso, masoquista e irracional: Rusia, a los ojos del viajero, es una cárcel administrada por bárbaros crueles y poblada por súbditos resignados y apáticos dispuestos a dejarse matar antes de desobedecer al zar y a los popes de la sacrosanta Iglesia Ortodoxa Rusa.

Custine consideraba a los rusos como burdos imitadores de Europa, que recurrían a la astucia y a la mentira como forma de supervivencia frente a unas clases dirigentes que recurrían al exhibicionismo y al derroche como forma de afirmarse y deslumbrar al extranjero.

Los rusos, vistos por el autor, forman una sociedad conquistadora y militarista que se vale de la guerra como forma de realización de la misión en el mundo, y así, el marqués no deja títere con cabeza en el imperio de Nicolás I, con el cual departió en varias ocasiones durante los festejos a los que fue invitado en San Petersburgo.

Sus descripciones de lo visto y vivido se entrelazan con los relatos de sus informantes, cuya identidad protege por miedo a la represión policial, y también se mezclan con sus juicios moralizantes, interpretaciones psicológicas y visiones premonitorias del futuro.

“O el mundo civilizado volverá a encontrarse, antes de medio siglo bajo el yugo de los bárbaros, o Rusia sufrirá una revolución más terrible aún que aquella de la que el Occidente de Europa acusa todavía los efectos”, escribe el marqués, que compara a Rusia con una “caldera de agua hirviendo”.

En la Rusia de Custine, donde el pueblo está “encuadrado” y no “civilizado”, triunfan la mentira, la hipocresía, el secreto, los malos tratos “regulados como una tarifa de aduanas” e incluso el espíritu vengativo del zar Nicolás I sobre los llamados “decembristas”, personajes de espíritu liberal que se atrevieron a pedir una Constitución en 1825.

Las cartas de Rusia son un mosaico en el que se advierten contradicciones entre los sentimientos de repugnancia, predominantes con el placer suscitado en ocasiones por los mismos objetos de su observación, y ejemplo de ello es San Petersburgo, “imitación de lo occidental ejecutada a modo un campamento militar, contrapuesta al orden urbano occidental”.

El aristócrata regresa a Francia transformado: “Tras dirigirme a Rusia en busca de argumentos contra el gobierno representativo, regreso siendo partidario de las Constituciones”, escribe ingenuamente en ese texto que reveló una realidad hasta entonces ignorada.

Traducida al inglés y al alemán, la obra fue prohibida en Rusia; pero circuló en versión francesa y también por medio de traducciones fragmentarias o abreviadas y, por ello, reducidas a panfletos en los que se concentraban los juicios más fustigadores y más escandalosos.

Para neutralizar el daño causado por el libro a la imagen del zar Nicolás I, el autócrata ruso se planteó contratar a una escritora francesa de renombre para que firmara otra obra para publicar en Francia, pero preparada en San Petersburgo.

La primera publicación completa de la obra de Custine en Rusia data de 1996, y en España, la Editorial Acantilado ofreció una selección que abarca entre un tercio y un cuarto del conjunto, formado por 36 cartas dirigidas a un amigo.

Custine, a quien la aduana rusa confiscó todos sus libros, las escribía a escondidas y las guardaba en su ropa por temor a que cayeran en manos de la policía secreta, la temible Okhrana, creada para reprimir, encarcelar y asesinar a quienes cuestionaran al Imperio.

Las relaciones entre Rusia y el resto de Europa, la descripción de lo visto y lo vivido por el viajero son menos importantes que el papel desempeñado en Occidente por su libro, como conjunto de claves interpretativas sobre el país de las nieves, la taiga y la tundra.

Independientemente de las radicales conmociones históricas que han afectado a Rusia y al mundo desde 1839, las interpretaciones de Custine siguen siendo aplicadas no solamente a esa época, sino a otros periodos posteriores como el estalinista e incluso a aspectos de la actualidad con Vladímir Putin en primer término.

“El libro de Custine es fuente para el estudio de nuestra relación con Europa y sería tendencioso no tenerlo en cuenta, pero también lo sería basarnos solo en esta obra que recoge y acuña una importante parte de los mitos occidentales sobre nuestro país, especialmente de carácter rusófobo”, puntualiza el escritor Alexander Arjángelski.

“Es un libro del que no se puede prescindir, pero también es un libro que no puede ser tomado como única base para conocer Rusia”, agrega el especialista, versado y erudito en la vida y obra de numerosos literatos rusos clásicos.

Parte de la “rusofobia” de Custine viene de los propios rusos europeizados, que cuando no se sentían vigilados contaban al extranjero el horror que les producía el régimen del que se evadían y al que no estaban dispuestos a combatir, excepto contados casos como el de los “decembristas”.

El trágico destino de esos sublevados y sus familias hizo que el marqués considerara a Nicolás I un déspota vengativo, nada de extrañar cuando su estirpe –los Romanov- tuvo como principal característica el autoritarismo en todas sus vertientes.

“La Rusia de hoy no es la del siglo XIX y tampoco es la de Custine, pero leer hoy al marqués es un buen ejercicio”, dice Arjangelski, pues cuando se lee el episodio en el que el marqués, pese a las prohibiciones encubiertas, logra astutamente penetrar en una fortaleza y descubre que hay presos en sus mazmorras, ¿cómo no pensar en las visitas de responsables de derechos humanos?”

“Y se pregunta también: ¿cómo no pensar en los temores propiciados por la anexión de Crimea en 2014 o por las supuestas interferencias en campañas electorales occidentales? Ante párrafos como este: Rusia ve en Europa una presa que tarde o temprano le será entregada debido a nuestras discordias”.

Curiosa y paradójicamente, Custine ha sido integrado en la cultura rusa actual, como en el caso del director de cine Alexander Sakúrov, quien lo convirtió en un personaje (el “europeo”) en su cinta “El Arca Rusa” (2002), única en su género por constar de una sola toma de 90 minutos.

A lo largo de una hora y media, en la cual el marqués europeo recorre las espléndidas salas del museo del Hermitage de San Petersburgo, ve todos los tesoros de la cultura rusa y universal.

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