viernes, abril 19, 2024

Relación de hechos, versión 1977

Luis Alberto García / Moscú, Rusia

* Nadie logró arrancar la verdad al asesino de Trotski.
* Condecoración de Iósif Stalin por su “heroico pasado”.
* “No lo maten, investiguen quién lo envía”.
* “Señores, Trotski ha muerto”: Leandro Sánchez Salazar
* Su cuerpo fue exhibido en los funerales Alcázar.
* La mano criminal de Stalin llegó hasta Coyoacán.

Ramón Mercader del Río tenía 62 años en junio de 1977, cuando algunos fragmentos de la siguiente historia fueron escritos por la periodista mexicana Julieta Montelongo en la revista Génesis de la Ciudad de México, que dos años después compraría los derechos de reproducción de la italiana Storia Ilustrata bajo el título de Historia Ilustrada, traducida al español.

“Como una de las más grandes ironías de la historia, Ramón Mercader, asesino de León (castellanizado de Lev, en ruso) Trotski, acababa de recibir del gobierno soviético un galardón que premia su heroico pasado”.

Así empieza su texto Julieta Montelongo, quien describe al personaje como un hombre entero, robusto y de impecable salud. Nadie, después de aquel sombrío 20 de agosto de 1940 en que atacó con un zapapico a Trotski, logró arrancarle la verdad;

“Durante los veinte años que permaneció preso en Lecumberri –prosigue la periodista- demostró una excelente aunque introvertida conducta; pero se sabía que había sido el actor del macabro plan de José Stalin, el asesino del organizador del Ejércitos Rojo, el ejecutor del crimen que sacudió a la historia.

“Génesis reconstruye, con las noticias de Mercader y las declaraciones de Esteban Sedov, nieto de Trotski, los acontecimientos suscitados a partir de aquel 20 de agosto”, añadía en su crónica la periodista mexicana en junio de 1977.

Faltaba casi un año y medio para que Ramón Mercader-Jacques Mornard-Frank Jacson muriese de cáncer óseo e un hospital de La Habana, en donde vivió poco tiempo tras cumplir su sentencia de veinte años de prisión En la ciudad de México.

Residió en la capital cubana, se trasladó a Moscú para reunirse con Luis, su hermano menor –que ofreció un testimonio valioso poco conocido acerca de los últimos días de Ramón en Moscú, y de extraño reconocimiento que le hicieron los gobernantes soviéticos, si así se le puede llamar a lo que ocurrió en fines de 1978.

El 20 de agosto de 1940, el piolet no se hundió en la nieve de las montañas suizas, donde Jacques Mornard practicaba el alpinismo de joven y manejaba con destreza el instrumento, sino en el cráneo de Trotski inclinó a la cabeza y un golpe seco del zapapico mortal penetró en su cerebro.

El cuerpo se desplomó ruidosamente; pero Trotski aún tuvo fuerzas para incorporarse, gritar, luchar hasta el último momento, encajar los dientes en la mano izquierda del atacante y tener la claridad para comprender lo que sucedía: aquel extraño y dadivoso amigo, que no era más que un miembro de la GPU estalinista, cuya única consigna era matarlo.

Todo ocurrió con rapidez sorprendente: cuando los guardias llegaron, el asesino estaba de pie en un rincón, con el piolet en la mano, asustado y con la perplejidad embarrada en el rostro, en estado de shock al momento en que saltaron sobre él y lo golpearon para capturarlo.

Trotski, en un último acto reflejo ordenó: “No lo maten, investiguen quién lo envía”.

Después de que los agentes de la policía capitalina y de los gendarmes de Coyoacán, aparecieron los paramédicos y camilleros de la Cruz Verde, y al tiempo que el asesino era conducido ante las autoridades, con el cuerpo paralizado de Trotski rumbo hacia el recinto hospitalario, al que un tumulto se acercaba, luego de saberse la noticia.

Ana Luisa Luna, autora de La nota roja: murió Trotski a consecuencia de un atentado (Grupo Editorial Siete, México, 1996), destaca en el capítulo inicial que, tras su traslado urgente desde Coyoacán, Trotski fue operado por los doctores Rubén Leñero, Joaquín Mass Patiño y Everardo García Espino, supervisados por el doctor Gustavo Baz, rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Se efectuó la intervención craneana delicada, con un resultado aparentemente satisfactorio: pero Lev Trotski entró en coma y murió el 21 de agosto a las 07.25 de la tarde: el certificado de defunción consignó que “falleció a consecuencia de herida contusa penetrante de cráneo, con lesión cerebral profunda”.

Al quirófano no solamente se habían intentado introducir Eduardo “El Güero” Téllez Vargas, afamado reportero de policía, sino que también intentaban entrar otros periodistas, con el viejo edificio de la sexta delegación rodeado por una muchedumbre incontenible.

Trotski luchó contra la muerte durante más de 25 horas, hasta que el jefe de la Policía Secreta, el coronel Leandro Sánchez Salazar, salió de la sala de operaciones y con el rostro casi transparente, secamente dijo: “Señores, Trotski ha muerto”.

El cadáver fue expuesto a lo largo de tres días en el vestíbulo de la empresa funeraria Alcázar de la esquina de Jalapa y la avenida Insurgentes, en la colonia Roma, en la que hubo una fila permanente ante el ataúd, expresión de respeto y culto a los muertos que se acostumbra en México.

Así se enaltecía la memoria de un personaje ilustre, y se confirmó que la nación mexicana fue la única que le ofreció asilo cuando la mayoría lo rechazaron: hubo lágrimas, manifestaciones de pésame, corridos musicales improvisados y arreglos florales colocados hasta en la calle.

Mientras la prensa nacional e internacional notificaba a ocho columnas el fallecimiento de Trotski, el gobierno de la Unión Soviética se limitaba a publicar una frase de cinco palabras: “El culpable –resumía-, un trotskista desilusionado”.

¿Mercader era un trotskista desilusionado? Este débil argumento defendió el asesino prestando su boca a la Administración Política del Estado Soviético (Gosudatstvennoe Politicheskoe Upravlenie en ruso), la GPU, policía política al servicio del padrecito Stalin que mataba a control remoto.

Esta vez quien mandó matar a Trotski ofrecía una evidencia evidentemente falsa a los ojos del más ingenuo; pero había que probar lo contrario, y tuvieron que transcurrir muchos años para que esto sucediera.

Ramón murió el 18 de octubre de 1978 en La Habana, sus cenizas regresaron a Moscú, sin los homenajes que creía merecer y ni siquiera hubo una esquela fúnebre que lo recordara, como lo contó Luis Mercader en una entrevista con Ana Luis Luna, reproducida en un documental biográfico apenas conocido sobre el fin de su hermano mayor, al que quiso y admiró mucho, no obstante los silencios y los enigmas que siempre mantuvo.

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