Federico Berrueto
El debate en curso ha generado confusiones lamentables y especialmente una analogía que no aplica: quienes están a favor de militarización están a favor de las fuerzas armadas; quienes se oponen, en contra. El diputado Rubén Moreira llega al extremo todavía peor e inadmisible: militarización o narco. Deterioro no solo conceptual o del lenguaje; ruindad utilizar el prestigio y ascendiente social de las fuerzas armadas para justificar el oportunismo y la traición políticas.
Oponerse a la militarización no significa estar contra las fuerzas armadas, sino rechazo a emplearlas en labores propias de los civiles, incluyendo a la seguridad pública. A las fuerzas armadas hay que respetarlas y cuidarlas, por lo mismo no se debe desnaturalizar su esencia y exponerlas a riesgos que afectan su misión fundamental e insustituible con el país: salvaguardar la seguridad nacional.
Los mexicanos agradecen y reconocen el contar con fuerzas armadas profesionales, leales y comprometidas con la Constitución. Lamentablemente el sentido de Estado, característico de su propia naturaleza queda en entredicho por el ejercicio militante de la presidencia de la República, que resuelve utilizarlas en tareas ajenas a su responsabilidad constitucional. El ejército, sin margen para desentenderse de las instrucciones del presidente, obedece, cumpliendo con su código de lealtad.
Retórico y propio del populismo es acreditar valor a las fuerzas armadas bajo la idea de que son pueblo uniformado. Para tales efectos todas las fuerzas de seguridad lo son, incluso las policías municipales y estatales, muchas de ellas al servicio del crimen organizado. Su valor no está en los antecedentes sociodemográficos de su tropa o sus mandos, sino en los principios, profesionalismo y eficacia para actuar en situaciones extremas o de emergencia.
En la misma vena populista, el presidente ahora propone consulta/encuesta para presionar a la oposición de allanarse a su postura militarista, como ocurrió en la decisión más desastrosa de su gobierno de cancelar el hub aeroportuario de Texcoco. Una consulta ilegal, organizada con los dados cargados y resultado anticipado. Una farsa, pues.
El fracaso de los civiles ha obligado a los presidentes recurrir a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, que la Constitución prevé solo se desplieguen de manera temporal, limitada a cierto territorio y con una tarea específica. Es inadmisible que lo temporal se vuelva indefinido, lo territorial generalizado y en tareas que corresponden a instituciones civiles, la Guardia Nacional.
La confusión sobre la responsabilidad de las fuerzas armadas está en el corazón del gobierno. Ejemplo es el informe del gobierno de la República preparado por el subsecretario de Gobernación, Alejando Encinas, sobre los lamentables hechos de Iguala de septiembre hace ocho años, al atribuir responsabilidad penal a mandos y tropa del 27 batallón de Iguala por no actuar en tareas propias de seguridad pública, cuando su cometido, misión y tarea no eran esas. Una afrenta es que el testimonio de un delincuente confeso sirva de fundamento para la acusación contra general José Rodríguez Pérez.
Las fuerzas armadas no son inmunes al error, como ocurrió con el mensaje del general secretario, Luis Cresencio Sandoval, el pasado 13 de septiembre, tampoco al efecto corruptor del crimen organizado o de las veleidades de los presidentes en ejercicio estricto de sus responsabilidades constitucionales. En el pasado, acciones represivas y afectación a los derechos humanos fueron responsabilidad del comandante supremo de las fuerzas armadas. En el presente, la omisión en sus tareas de vigilancia del orden jurídico y social es imputable a López Obrador, a grado tal de ser objeto de deshonrosa humillación y de dejar expuestas y en estado de indefensión a las personas y sus familias.
En la militarización de la vida civil en curso, el presidente abusa de las fuerzas armadas al desvirtuar su misión constitucional. La perspectiva civilista es para cuidar a las fuerzas armadas y para que así cumplan con la elevada misión que nuestra historia y Constitución les asigna.