jueves, abril 25, 2024

Para entender la Semana Santa

Francisco Medina

CIUDAD DE MÉXICO, 18 de abril (AlmomentoMX).- La Semana Santa es el momento litúrgico más intenso de todo el año. Sin embargo, para muchos católicos se ha convertido solo en una ocasión de descanso y diversión. Se olvidan de lo esencial: esta semana la debemos dedicar a la oración y la reflexión en los misterios de la Pasión y Muerte de Jesús para aprovechar todas las gracias que esto nos trae.

Para vivir la Semana Santa, debemos darle a Dios el primer lugar y participar en toda la riqueza de las celebraciones propias de este tiempo litúrgico.

A la Semana Santa se le llamaba en un principio “La Gran Semana”. Ahora se le llama Semana Santa o Semana Mayor y a sus días se les dice días santos. Esta semana comienza con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Pascua o Resurrección.

Vivir la Semana Santa es acompañar a Jesús con nuestra oración, sacrificios y el arrepentimiento de nuestros pecados. Asistir al Sacramento de la Penitencia en estos días para morir al pecado y resucitar con Cristo el día de Pascua.

Lo importante de este tiempo no es el recordar con tristeza lo que Cristo padeció, sino entender por qué murió y resucitó. Es celebrar y revivir su entrega a la muerte por amor a nosotros y el poder de su Resurrección, que es primicia de la nuestra.

La Semana Santa fue la última semana de Cristo en la tierra. Su Resurrección nos recuerda que los hombres fuimos creados para vivir eternamente junto a Dios.

La Semana Santa es la sexta semana de la Cuaresma con la cual se da inicio a la celebración anual de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Su estructura busca introducir al pueblo cristiano, principalmente a través de las celebraciones litúrgicas, en el recuerdo de la Pasión de Cristo desde su entrada mesiánica en Jerusalén.

Por una parte, es importante tener en cuenta que “el tiempo de Cuaresma va desde el miércoles de Ceniza hasta la Misa de la Cena del Señor exclusive” (Normas Universales sobre el Año litúrgico y el Calendario, n . 28), mientras que “el Triduo Pascual de la Pasión y de la Resurrección del Señor comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor, tiene su centro en la Vigilia pascual y acaba con las Vísperas del domingo de Resurrección.” (NUALC, 19). Esto quiere decir que lo que llamamos tradicionalmente “Semana Santa”, comprende en realidad la última semana de la Cuaresma y el Triduo Pascual.

Por otra parte, también es necesario resaltar que cada celebración litúrgica está marcada por el recuerdo del misterio pascual del -Señor; sin embargo, en estos días, además se da una cierta recreación o imitación de los acontecimientos de la última semana de Jesucristo antes de su Resurrección.

Domingo de Ramos

 

Así, esta Semana se abre con el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor: este es su “nombre” completo, ya que conmemora tanto la entrada solemne de Jesús en Jerusalén, como el inicio ya de su Pasión que tendrá lugar precisamente en la Ciudad santa. Esta es la razón por la que en este Domingo iniciamos la celebración con el Evangelio de la Entrada en Jerusalén y, usualmente, la procesión que imita precisamente esta Entrada. Por lo mismo, se bendicen los ramos y las palmas, para que, como los habitantes de Jerusalén, aclamemos jubilosos al Hijo de David, al que viene en el nombre del Señor (por lo mismo, los ramos y palmas se bendicen exclusivamente al inicio de la celebración justo antes de iniciar esta conmemoración).

No obstante, la Palabra de Dios en este día se centra en la Pasión del Señor, preparada por los textos de Isaías y Filipenses, culminando por la lectura de la Pasión del Señor. Puede sorprender que se lea la Pasión antes del Viernes Santo: el motivo es que la Iglesia no quiere que nadie se pierda la Pasión, pues es el camino de la Resurrección, y ya que el Viernes Santo no es de precepto, ocho días antes de celebrar la Resurrección del Señor celebramos su Pasión. Por lo tanto, tal Domingo estamos llamados a contemplar que el Señor Jesús encuentra su auténtica glorificación en su Pasión: esa es su Hora y para esto ha venido.

La celebración de estos tres días inició, como imitación, en Jerusalén, donde los fieles acudía anualmente a los lugares donde la trdición situaba los eventos de nuestra salvación. En Palestina, en ese entonces, para el pueblo el día iniciaba no a la medianoche sino al atardecer, según el modo hebreo (cf. Gn 1, 5. 8. 13. 19. 23. 31). Eso significa que el viernes iniciaba con la tarde del jueves y acababa con la tarde del viernes, dando inicio al sábado, que concluía la siguiente tarde, que daba comienzo a su vez al Domingo que concluía al siguiente atardecer. Así, a cada día del Triduo correspondía un acontecimiento:

 

Mensaje del Jueves – Viernes Santo

 

El primer día del Triduo corresponde a la Pasión del Señor, que incluye las celebraciones desde la tarde del jueves hasta el atardecer del viernes. La primera de estas celebraciones es la de la Cena del Señor, la cual ya es parte de los acontecimientos de la Pasión, ya que en ella Cristo mismo se entrega primero sacramentalmente diciendo “tomen, esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes” y “tomen, esta es mi sangre que se derrama por ustedes”, para después llevarlo a cabo en toda su realidad al entregar su cuerpo y derramar su sangre en la cruz.

Esta celebración está marcada por dos mandamientos de Cristo: “les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros” y “tomen… coman… beban… hagan esto en memoria mía”; ambos son expresión del único mandamiento: “amense los unos a los otros como yo los he amado”, es decir “lávense los pies” y “ofrézcanse ustedes mismos como una ofrenda viva, santa y agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero culto” (Rom 12, 1).

Se trata de celebrar el sacramento del Amor, del que hizo que Dios enviara a su único Hijo al mundo (Jn 3, 16), del amora más grade, del que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13), del amor que ha sido infundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha dado (Rom 5, 5), o sea, de Dios que es Amor (1 Jn 4, 8). Esta impostación da sentido a las demás de este día marcado por la Pasión: es una celebración sacramental del amor de Dios, que nos invita a participar y a compartir lo que él mismo es: “hagan esto en memoria mía”. Todo esto hace que esta celebración tenga un tinte festivo.

Más aún, estamos llamados a arrodillarnos delante de Cristo en dos momentos y de dos maneras: delante de Cristo presente en la Eucaristía en adoración, y delante de Cristo presente mi hermano para lavarnoslos pies los unos a los otros. Estos dos ritos nos quieren llevar a la más profunda contemplación que abre el sentido de estos días santos, porque no vemos una tragedia, sino que “cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32).

Esta primera celebración nos introduce a la segunda celebración de este primer día del Triduo: la Pasión del Señor. Este día, tendrá un carácter totalmente sobrio, contemplativo, como el de María, al pie de la cruz. Estamos ciertamente ante “lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino jamás a la mente del hombre” (1Cor 2, 9), miramos a aquel que “se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Fil 2, 8), a aquel que fue “traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes” (Is 53, 5), y que se “convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen” (Heb 5, 9). Es la conmemoración del acontecimiento donde el universo entero se estremece hasta sus cimientos porque ha muerto aquel que es la Vida.

No obstante, la Cruz no es para el cristiano un instrumento de muerte, es “el arbol dond estuvo clavado el salvador del mundo” (Adoración de la Cruz), un árbol glorioso y de grandes frutos, frutos de salvación, para que “el que en un árbol venció, fuera en un árbol vencido” (Prefacio de la Exaltación de la Santa Cruz). En un día donde la presencia sacramental por antonomasia – la Eucaristía – no está presente (el Sagrario está vacío), contemplamos el signo del Amor, del más grande, del que no tiene límites, del que da la vida por sus amigos: el árbol de la Cruz. Y podemos hacer esta analogía: si la Cruz es el signo del Amor, y Dios es Amor, luego entonces, la Cruz es signo de Dios. Por esta razón, somos llamados a postrarnos para adorar a Dios, en el único signo que el día nos permite, mientras aclamamos “Tu Cruz adoramos, Señor,
tu santa resurrección alabamos y glorificamos, pues del árbol de la Cruz
ha venido la alegría al mundo entero” (Antífona de la adoración de la Santa Cruz), porque “¡Oh Cruz fiel, el más noble entre todos los árboles! Ningún bosque produjo otro igual: Ni en hoja, ni en flor ni en fruto” (himno).

Importante notar que estamos todavía en el primer día del Triduo, es decir, antes de la caída de la tarde, por eso, la rúbrica del Misal nos recuerda que la Celebración de la Pasión del Señor tiene lugar “Después del mediodía, alrededor de las tres de la tarde”, esto es, antes de que llegue la tarde.

 

Mensaje del Sábado Santo

El segundo día del Triduo, que va desde el atardecer del viernes hasta la tarde del sábado, es todavía más contemplativo: “Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos. En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él” (2a lectura del Oficio de lectura). Es un día durante el cual la Iglesia contempla uno de los artículos de nuestra fe: “Creo en Jesucristo… descendió a los infiernos” (Símbolo de los Apóstoles).

Aunque suele decirse que se trata “alitúrgico”, en realidad es un día para que la Iglesia, toda ella, cada fiel, clérigo, religioso o laico, en una profunda contemplación, escuche la voz del Señor: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo” (2a lectura del Oficio de lectura). Es un día singular para que los fieles puedan reunirse y orar ayudados por la Liturgia de las Horas. Es también un día donde la piedad popular juega un rol importante en esta contemplación: el pésame a la Virgen y la Procesión del silencio (realizados comunmente el viernes por la tarde, que ya corresponde a este segundo día).

 

Mensaje del Domingo de Pascua

 

El tercer día del Triduo, incia al atardecer del sábado. Es el día que nos recuerda el anuncio del Señor: “tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21-23; cf. Mt 17, 22-23; Mc 8, 31; etc.). Hemos llegado al tercer día, en el “muerto el que es la Vida, triunfante se levanta” (Secuencia). Este día se abre, pues, con una solemne Vigilia: la Iglesia, como María Magdalena, está aguardando la promesa del Señor. Así, apenas obscurece, “Cristo, luz del mundo” se levanta y con su claridad ilumina a toda la comunidad que reunida vela esperando este momento. Apenas obscurece es invitada: “Alégrense, por fin, los coros de los ángeles, alégrense las jerarquías del cielo
y, por la victoria de rey tan poderoso,
que las trompetas anuncien la salvación. Goce también la tierra, inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero. Alégrese también nuestra madre la Iglesia
revestida de luz tan brillante;
resuene este recinto con las aclamaciones del pueblo” y la razón es que “Ésta es la noche en que,
rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo” (Pregón pascual).

En efecto, “ésta es la noche que a todos los que creen en Cristo, por toda la tierra,
los arranca de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado, los restituye a la gracia y los agrega a los santos… esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio,
trae la concordia, doblega a los poderosos” (id.). En esta noche es el momento por excelencia para celebrar los bautismos así como para que cada cristiano renueve su propio bautismo, porque celebrar la resurrección de Cristo es celebrar nuestra propia resurrección, ya que “todos los que hemos sido incorporados a Cristo Jesús por medio del bautismo, hemos sido incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva… considerense ustedes muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6, 3-4.11).

Algunas cosas importantes a notar. La celebración de la Vigilia Pascual NO es Sábado Santo, es ya Domingo de Pascua, tercer día del Triduo; es significativo hacerlo notar también en los programas que se exhiben en las parroquias y demás iglesias. También es de gran relevancia volver a encontrar el sentido de los signos que usamos en nuestras celebraciones; uno particularmente descuidado es el Cirio pascual. No se trata simplemente de una vela grande e importante: ES EL RESUCITADO. Esta es la razón de que se diga: “Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos… Por sus santas llagas, gloriosas, nos proteja y nos guarde Jesucristo, nuestro Señor” (Preparación del Cirio); por eso, igualmente, al introducirlo solemnemente en la iglesia se lo presenta cantando “Luz de Cristo” (Lucernario). Por este motivo, es que el Misal Romano dice: “Al llegar ante el altar, el diácono, vuelto hacia el pueblo, eleva el cirio y canta por tercera vez: ‘Luz de Cristo.’ Y todos responden: ‘Demos gracias a Dios.’ A continuación el diácono pone el cirio pascual en el candelabro que está preparado junto al ambón o en medio del presbiterio. Y entonces se encienden las luces de la iglesia, con excepción de las velas del altar” (n. 17 de la Vigilia Pascual). La razón teológica es muy sencilla: habiendo entrado Cristo, la luz del mundo, y habiendo sido iluminada toda la tierra “inundada de tanta claridad radiante con el fulgor del rey eterno” y la Iglesia “revestida de luz tan brillante”, no es posible regresar a las tinieblas después de que “esclareció las tinieblas del pecado” y a todos los que creen en Cristo “los arranca de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado”.

Por la misma razón encendemos, como el día de nuestro bautismo, nuestras velas de él: si él es la luz de mundo, también nosotros fuimos llamados, regenerados por el agua y el Espíritu Santo, para ser luz del mundo. Oramos, entonces, diciendo: “Que la luz de Cristo resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu” (id.), porque la Iglesia se ve “radiante con el fulgor del rey eterno” (Pregón pascual). Esto quiere decir que no necesitamos otra imagen ni entronización del Resucitado: ya lo hemos hecho con el Cirio pascual. Se trata del Cristo resucitado, aunque figurativamente no represente el cuerpo de Cristo. Muy ligado a esto, es el subrayar que estará presente la figura de la Cruz con el Crucificado: “Porque éstas son las fiestas de Pascua,
en las que se inmola el verdadero Cordero, cuya sangre consagra las puertas de los fieles” (Pregón pascual). En efecto, en esta Celebración eucarística “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”. Así, nuestra iglesia muestra las dos imágenes de Cristo, muerto y resucitado, figurativamente representado de maneras diferentes. Por lo que, antes de proclamar el Pregón pascual, se inciensa el Cirio Pascual, pero en todas las demás ocasiones se incensará solamente la Cruz con la imagen de Cristo crucificado.

En estas fiestas que estamos por celebrar, recordemos que “en verdad es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón,
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su Hijo único, nuestro Señor Jesucristo”; por eso oremos, diciéndole: “aviva en tu Iglesia el espíritu de adopción filial, para que, renovados en cuerpo y alma,
nos entreguemos fielmente a tu servicio”.

AM.MX/fm

(Con información de la Cionferencia del Episcopado Mexicano)

 

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