Pablo Cabañas Díaz
Ni el narcotráfico ni la lucha de los gobiernos mexicanos para erradicarlo o contenerlo son nuevos. Por el contrario, todos los presidentes han intentado resolver el problema del tráfico de drogas con diferentes medios y con menor o mayor fortuna. Sin embargo, ninguno había apostado por hacerlo mediante un ataque frontal, en todo el territorio, durante todo el tiempo, a las organizaciones traficantes como hizo Felipe Calderón al declararle la guerra al “narco” e iniciar el Operativo Conjunto Michoacán, primera de las acciones en que se manda a más de 5 mil soldados, marinos y policías al sureño estado mexicano a librar una “batalla” contra el crimen organizado.
A más de 11 años de aquél toque de trompeta, es difícil salir en defensa de esta estrategia, que entiende al “narco” más como un problema de seguridad que como uno de salud pública al que hay que atajar por medios eminentemente policíacos y militares. No sólo porque la información disponible hoy demuestra que los argumentos que en su día se manejaron como justificaciones de esta estrategia son cuestionables, sino porque las medidas adoptadas, además de no haber cumplido los objetivos señalados, han tenido una serie de consecuencias como efectos colaterales y unos costos materiales y humanos. Se trata de una “guerra fallida”
En primer lugar, hay que decir que el aumento de la violencia anterior a 2006 es falso. Como demuestra Fernando Escalante, la tendencia antes de la “guerra” de la violencia en México era el descenso. Tomando en cuenta el aumento de población, se calcula que los homicidios habrían caído en una proporción del 20% en la década anterior a 2007, en una tendencia claramente decreciente en términos nacionales, en la que las tasas mexicanas son, otra vez, relativamente bajas en términos regionales. De nuevo, los números del gobierno refutan la idea que justificó su guerra.
Aunque la inseguridad sentida por la población era real, lo que ocurrió fue que el Gobierno la interpretó de forma equivocada y definió mal sus causas: la espectacularidad de ciertas escenas violentas y su repetición en los medios de comunicación durante 2006 crearon la ficción de que la inseguridad padecida por la población general estaba imbricada principalmente con el narcotráfico, cuando esto no era así.
La inseguridad venía causada esencialmente por el auge de otros delitos de carácter económico, cuyos principales exponentes eran el robo, el asalto, y el secuestro; no por las ejecuciones entre traficantes. Si el sustento de la guerra consistía en abatir la inseguridad y la violencia procedente del crimen organizado, los resultados son indefendibles, ya que la violencia procedente del narco y provocada por la propia estrategia de guerra no ha hecho más que aumentar. Hay una suma mayor de ejecuciones, una cada hora desde 2006, y más temor en la población que nunca, debido al clima de enfrentamiento permanente. Hablar de las consecuencias negativas generadas por esta estrategia, llevaría cientos páginas, lo grave es que una vez que mostró sus efectos negativos fue seguida en su mayor parte por el gobierno de Enrique Peña Nieto.