Pablo Cabañas Díaz.
La VII Asamblea Nacional del PRI realizada en octubre de 1972 introdujo importantes modificaciones en sus documentos básicos. Aunque fueron interpretados como una recuperación parcial de los principios enarbolados por Lázaro Cárdenas, los cambios en realidad puntualizaron el carácter reformista que, desde la Asamblea anterior, se había logrado imprimir a la ideología de ese partido. Como uno de los resultados de estas transformaciones la retórica izquierdizante de manera particularmente notable en los documentos de 1979 fue llevada más allá de lo expresado en los documentos del PRI “anteriores a 1953”.
Otro rasgo singular de aquella Asamblea fue la crítica, expuesta por el propio partido en la Declaración de Principios, a la estrategia de desarrollo seguida por los gobiernos anteriores todos ellos priistas. Tras reconocer que “la formación o acumulación de capital ha hecho que en México se había sacrificado el desarrollo social, difiriendo necesidades primordiales de las grandes mayorías nacionales”, el Revolucionario Institucional propuso realizar “profundas transformaciones” que condujeran a una sociedad en la que “todos los mexicanos tuvieran un mínimo de bienestar”. Para ello, aseguraba, se requeriría de “formas amplias de intervención estatal” en la economía a través de la política fiscal y social y, sobre todo, en las empresas estatales que el partido pretendía entonces extender a sectores de “alta rentabilidad”.
El PRI consideró necesario aclarar que su meta no era “una sociedad estatizada”, ni mucho menos la “colectivización de todos los medios de producción”, sino la racionalización de la economía a través de una intervención que “ordene la actividad económica a favor de las grandes mayorías” y de una “economía mixta” que subordine el lucro “al uso y a la utilidad social”.
En su momento, los documentos emanados de la X Asamblea Nacional de octubre de 1979 reforzaron más las atribuciones del Estado en materia económica. El Estado nacional revolucionario fue, en efecto, dotado de una gran variedad de funciones y, por lo tanto, de un amplio margen de intervención. Además de asumir la función de “rector y promotor del desarrollo económico nacional”, éste debía ser propietario y administrador de los recursos naturales, “productor, inversionista, comercializador y distribuidor de bienes y servicios” y, finalmente, garante del bienestar de las mayorías, asegurándose de que los salarios y las jubilaciones aumentaran por encima de la inflación y de que el sistema de seguridad social “otorgue protección de la concepción a la muerte”.
Aunque no se oponía a la “libertad en materia económica”, el PRI argumentaba en esos tiempos la conveniencia de rechazar las “corrientes del retroceso que reclaman manos libres en el campo de la economía para el inversionista, el financiero y el empresario”. Para el partido de gobierno, el Estado debía fijar límites al libre juego de las fuerzas del mercado. Así, por ejemplo, para garantizar la “disponibilidad suficiente de satisfactores que exige el bienestar de las mayorías populares”, el Estado podía excluir del juego de la oferta y la demanda los “artículos necesarios para asegurar la alimentación, el transporte, el vestido, la habitación y la recreación social, cuyos precios deben de mantenerse acordes con los ingresos reales de las clases populares”.