Por Pablo Cabañas Díaz
Todo comenzó, como suelen hacerlo estos horrores, con una queja mundana: cañerías obstruidas en un edificio de la calle Salamanca el 8 de abril de 1941. El propietario llamó a un plomero, quien, al excavar el piso del almacén, desenterró un bloqueo de pesadilla: carne humana putrefacta, gasas empapadas en sangre, algodones ensangrentados y el frágil cráneo de un niño. El hallazgo deshilachó la fachada de Aguillón. La policía irrumpió en sus aposentos, revelando un antro de los condenados: agujas brillando bajo una luz tenue, pilas de ropa infantil, velas parpadeantes, docenas de fotografías de rostros querúbicos y otro cráneo de bebé, preservado como una reliquia.
Nacida en la década de 1890 en Cerro Azul, Veracruz, la infancia de Aguillón fue un crisol de rechazo. El desdén de su madre la marcó profundamente, concluyeron los psicólogos después, alimentando una veta sádica que se manifestaba en envenenar animales callejeros por diversión. Se formó como enfermera, se casó con Carlos Conde y dio a luz a gemelas, solo para intentar venderlas por dinero rápido, rompiendo la unión. Reinventándose como partera en la capital alrededor de 1910, se aprovechaba de las desesperadas: madres solteras, mujeres de la alta sociedad en busca de discreción. Sus servicios escalaron de adopciones a abortos ilícitos, las ganancias financiando una apariencia de normalidad.
Aguillón huyó tras la redada, pero su cómplice, el plomero Salvador Martínez, se quebró bajo interrogatorio, revelando los detalles de su sombría asociación. Capturada en ruta a Veracruz con su amante, fue encarcelada, donde blandió su arma más potente: amenazas de exponer a su clientela de élite. Un juez, influido por el escándalo potencial, la liberó con una mera multa de seiscientos pesos, un cachetazo que subrayaba la justicia sesgada por clases de la época.
La libertad resultó intolerable. Rechazada e incapaz de reanudar su oficio, Aguillón ingirió una dosis fatal de sedante el 16 de junio de 1941, su suicidio un acto final de control. Décadas después, su guarida en Salamanca atrae a los curiosos morbosos en tours de fantasmas, una nota espectral en el folclore de la Ciudad de México.
