Pablo Cabañas Díaz.
El 18 de junio de 2016 , Enrique Peña declaró el inicio en todo el país del nuevo esquema, el sistema de justicia penal acusatorio. Cuatro años después, el fracaso de la reforma penal en México -en términos de los escasos resultados obtenidos, la ausencia de autonomía política del sistema de justicia y la masiva simulación de procesos muestra el problema que enfrenta el país en esta materia.
La subordinación política del Poder Judicial, de la procuración de justicia y de las policías ha generado una institucionalidad precaria -cuya operación es altamente informal-, ha creado un sistema que funciona con base en la corrupción sistémica y ha desarrollado una cultura conservadora tanto en los mandos institucionales como en los operadores jurídicos.
La crisis de violencia e inseguridad que vive México desde hace diez años ha conducido a que la opinión pública haya desarrollado un interés creciente en las instituciones de justicia, que en los últimos años han experimentado múltiples reformas. Sin embargo, el fracaso de la reforma penal y de la profesionalización de las policías, y el agravamiento de la crisis de seguridad y justicia indican que es necesario un cambio que de respuesta al fracaso de la reforma judicial que puso en marcha Peña Nieto.
La inoperancia del sistema de justicia ha tenido en la historia contemporánea de México consecuencias dramáticas, pues es por su medio que los regímenes democráticos deben garantizar los derechos de ciudadanía en su integralidad, es decir, el ejercicio efectivo de los derechos civiles, políticos, sociales y culturales. De nada sirve aumentar los derechos ciudadanos en la Constitución, como se ha venido haciendo en México en el ciclo de veinte años de la transición a la democracia, si no hay forma de exigirlos. La “inflación de los derechos” no garantiza su debida aplicación y protección, puesto que las instituciones que deben materializarlos pueden ser inexistentes o existir para mediatizarlos. Los derechos de papel no contribuyen a la modificación del orden político y social dentro del cual se produce la injusticia.
Es preciso revisar críticamente los análisis que toman la crisis de inseguridad y de justicia que padece el país como una crisis sectorial, derivada de la incapacidad de los operadores para poner en práctica los acuerdos técnicos derivados de la reforma penal. Debemos avanzar, en cambio, hacia una interpretación integral que coloque al sistema de justicia dentro del marco analítico del régimen político y de sus formas de relación con la sociedad en su conjunto.
El lugar secundario y subordinado que el sistema de justicia ha tenido en el régimen político mexicano es bien conocido. Esta condición se refleja en la bajísima institucionalidad y notable incapacidad operativa del Poder Judicial, de las procuradurías de justicia y de las policías. Esa pesada herencia sigue impactando el funcionamiento del sistema de justicia y, por tanto, vaciando de contenido la reforma penal acordada en 2008 y la reforma constitucional al artículo 1º de 2011, que consagró los derechos humanos como eje del ejercicio de la justicia en México.