OTRAS INQUISICIONES: El operativo que cambió al narco mexicano

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Pablo Cabañas Díaz

La captura de Miguel Ángel Félix Gallardo, el 8 de abril de 1989, no fue una operación aislada ni producto del celo judicial mexicano. Como ocurrió con otros grandes capos de la época, el detonante real provino de Washington. Tras el asesinato del agente de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena, y el deterioro acelerado de la relación bilateral, el gobierno estadounidense exigió al presidente Carlos Salinas de Gortari una detención inmediata. La presión fue directa: sin Félix Gallardo no habría cooperación ni tregua diplomática. Salinas giró la orden a su secretario de Gobernación, Enrique Álvarez del Castillo, y éste recurrió a quien conocía mejor que nadie los entresijos del narcotráfico y de la Policía Judicial Federal: el comandante Guillermo González Calderoni. Le instruyó que usara su cercanía personal con el capo. No era sólo una misión: se trataba —le advirtió— de una orden presidencial, y por lo tanto, no podía fallar.

Paradójicamente, apenas una semana antes, el propio Félix Gallardo había departido tranquilamente con altos mandos de la Policía Judicial en un restaurante de lujo en la Zona Rosa de la Ciudad de México, una escena que retrataba la profundidad de las complicidades de la época. No era un secreto que el “Jefe de Jefes” mantenía relaciones fluidas con mandos policiales, gobernadores y figuras políticas. Su captura, por ello, tenía que ejecutarse con velocidad quirúrgica antes de que algún aviso filtrado hiciera fracasar la operación.

El 6 de abril de 1989, con más de un centenar de agentes, Calderoni salió rumbo a Guadalajara. En el fraccionamiento Los Arcos, conocido por los propios vecinos como “Los Narcos” debido a su ostentación arquitectónica y a los apellidos de quienes lo habitaban, los agentes acordonaron la zona, cerraron accesos y tomaron la residencia de Félix Gallardo por asalto. Hubo exceso de fuerza y teatralidad; había que dejar satisfechos a los socios estadounidenses. Sorprendido y furioso, Félix Gallardo reclamó a Calderoni. La respuesta fue tan seca como humillante:
Compadre, me va a perdonar, pero son órdenes del presidente. Los gringos están encima. No hay de otra. Así es que me lo voy a llevar.

La traición era doble: institucional y personal. Sabiéndose perdido, Félix Gallardo pidió únicamente que su esposa no fuera lastimada. Para garantizarlo entregó 8 millones de dólares a su compadre. Calderoni aceptó el dinero sin pudor y, aunque cumplió la promesa mínima, permitió que sus agentes realizaran el tradicional “botín de guerra”: relojes, alhajas, obras de arte, armas personalizadas, ropa fina, todo lo que pudiera cargarse. La corrupción no era un accidente sino el combustible habitual de la corporación.

Tras la llegada de Jorge Carpizo como procurador y la reconfiguración de la PGR, Calderoni entendió que su suerte había cambiado. El 15 de octubre de 1992 pidió licencia y huyó a Estados Unidos. Su intuición estaba fundada: el 12 de febrero de 1993, la PGR anunció una orden de aprehensión en su contra por falsedad en declaraciones patrimoniales. Para entonces se estimaba que su fortuna superaba los 400 millones de dólares, acompañada de propiedades en Tamaulipas, Texas y la Ciudad de México, además de una empresa transportista con una flotilla completa de tractocamiones.

El final llegó el 7 de febrero de 2003. Un tirador desconocido disparó contra el Mercedes Benz que conducía en McAllen, Texas. González Calderoni murió con muchos secretos todavía vivos: nombres, rutas, acuerdos, silencios comprados y favores que costaban millones. Su estilo de vida —coches de lujo, fiestas con amantes, relojes italianos, viajes, propiedades— era la prueba más visible de una época en la que la línea entre el Estado y el crimen organizado era apenas una sombra difusa. Tenía oídos en todas partes, incluso donde nadie imaginaba que alguien escuchaba. Su muerte, como su vida, quedó envuelta en la misma penumbra que terminó moldeando al México del narcotráfico contemporáneo.

 

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