sábado, septiembre 7, 2024

OTRAS INQUISICIONES: Anécdotas del poder: El destape de Echeverría

Pablo Cabañas Díaz

El 8 de noviembre de 1969, fue designado Luis Echeverría, candidato del PRI a la presidencia de la República. Su destape se produjo en un momento en que la punta de la bonanza económica y de la estabilidad política situaban al país ante un auténtico fin de época. Echeverría construyó gran parte de su discurso de campaña, en la crítica que había guiado la política nacional durante las décadas anteriores. El candidato se propuso visitar planteles universitarios. Aunque fue el secretario de Gobernación con Gustavo Díaz Ordaz, y seguramente con él –y otros conspicuos hombres de la administración– tramó lo ocurrido el 2 de octubre; sin embargo, Echeverría, ya en campaña proselitista, comenzó a dar muestras de que, aparentemente, no continuaría con la línea de Díaz Ordaz. Durante todo ese tiempo aprovechó cuanta oportunidad tuvo para cuestionar a su antiguo jefe. Incluso llegó al grado de que, en un mitin en Morelia, pidió guardar un minuto de silencio por los caídos el 2 de octubre.

Echeverría asumió la presidencia el 1 de diciembre de 1970, y de inmediato quedó planteada su principal contradicción: su política exterior se inclinaba hacia los gobiernos latinoamericanos y a otras regiones del mundo; es decir, enfatizaba su interés por los países del entonces llamado Tercer Mundo; hablaba y no dejaba de hablar de apertura democrática, pero su equipo de trabajo más próximo anunciaba una continuidad de la política –autoritaria y represiva– de Díaz Ordaz. De ahí que le urgiera encontrar una manera de convencer a todos los mexicanos –sobre todo a los intelectuales de izquierda– de que él era demócrata, de que estaba abierto al diálogo, de que era solidario de las mejores causas nacionales e internacionales. Necesitaba un golpe de timón efectivo y convincente.

El excarcelamiento de los líderes del movimiento del 68 facilitaría el asunto, recurrieron a la figura de “libertad bajo palabra”. El gobierno chileno se ofreció a recibirlos y esa fue la opción para muchos. De esta manera salió de Lecumberri un buen número de presos políticos, pero otros –entre ellos el ingeniero Heberto Castillo– permanecieron tras las rejas porque no aceptaban firmar la libertad bajo palabra y mucho menos irse del país. A la postre poco importó su resistencia, pues de todos modos los pusieron en libertad.

Echeverría propugnó un nuevo esquema económico: el definido como “desarrollo compartido” pero el abandono de la contención presupuestaria y su sustitución por una actitud expansiva no repercutieron –como se esperaba– en una mejora de las condiciones de vida de los mexicanos. Por el contrario, hubo un empobrecimiento de las clases medias. Entre 1970 y 1976 hubo una creciente animadversión entre el presidente y el sector privado. Echeverría impulsó varias reformas del sistema tributario orientadas a ganar progresividad (1971-1972) o una Ley para promover la inversión mexicana y regular la extranjera (1973). Aunque estas medidas no eran en absoluto radicales, fueron en su mayor parte bloqueadas por las asociaciones empresariales, recelosas de la retórica izquierdista esgrimida por el presidente.

El rechazo del ‘populismo’ gubernamental condujo a un retraimiento de la inversión privada y a su sustitución por capital estatal con el consiguiente endeudamiento público. Campo abonado para que los empresarios denunciaran el ‘socialismo’ encubierto del presidente y este la falta de patriotismo de los empresarios.

n el destape de José López Portillo las palabras presidenciales estuvieron permeadas del lenguaje enigmático que hizo famoso a Luis Echeverría. Durante un acuerdo de rutina, Echeverría invitó ceremoniosamente al “señor secretario López Portillo”, su amigo entrañable de la infancia, a sentarse en un sillón distinto al acostumbrado “y señalando con sus manotas la bandera que ahí estaba y algunos otros símbolos de poder” (la descripción es de José López Portillo), el presidente le preguntó con desparpajo: “señor licenciado, ¿se interesa usted por esto?” (¡una manera nada halagüeña de referirse al futuro de los mexicanos!).

 

López Portillo, el culto maestro de Teoría del Estado, recurrió a los refranes populares: “oiga Miguel (le dijo al sucesor), en estos asuntos del plato a la boca se cae la sopa (…), sea muy reservado y trate de no exhibirse (…); ni a su esposa se lo comente”. Y De la Madrid, quien desoyendo el consejo presidencial se lo comentó a su familia un día antes (¡vaya, por fin alguien con debilidades humanas!), fue presentado posteriormente ante las “fuerzas mayoritarias del partido” para oficializar la decisión. De la Madrid, por su parte, repitió el formato de su propio destape con Carlos Salinas, advirtiéndole que “tenía muchas posibilidades y que estuviera tranquilo (…), pero que no (le) podía dar ninguna seguridad” (esta parte del diálogo parece una desangelada entrevista de trabajo, en la que el joven aspirante recibe de su jefe palabras de aliento sobre la promoción solicitada). Las entrevistas confirmaron la existencia de otros hacedores de presidentes: ¿el poder tras el trono?: José Ramón López Portillo en la sucesión de Miguel de la Madrid, Emilio Gamboa en el caso de Salinas, y José Córdoba Montoya en la selección del candidato Ernesto Zedillo.

 

Aunque el autor convenció a los ex presidentes apelando a su ego (haciéndoles ver la importancia de que escribieran sus memorias o de alguna forma dijeran su verdad), lo cierto es que las historias sobre la sucesión presidencial resultaron más inverosímiles que las fábulas de Esopo. Castañeda, sin embargo, bordando fino, extrajo tras bambalinas una historia decepcionante: el precio que hemos pagado por “la herencia” (nuestro mezquino y enfermizo proceso sucesorio). Para él, es claro que Echeverría pudiese haber dejado correr el problema estudiantil del 68 para forzar la mano presidencial, y que Salinas pudiese haber preparado su propia sucesión doce años antes (maquillando las cifras económicas en beneficio de la candidatura de Miguel de la Madrid, y posteriormente en beneficio propio). El libro termina con una “visión de los vencidos” (las entrevistas con los perdedores) y un interesante apéndice sobre la elección fraudulenta de 1988. A pesar de las ficciones presidenciales, el gran mérito de la obra es que estos temas se discutan ahora públicamente.

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