Pablo Cabañas Díaz.
En la madrugada del veintiuno de mayo de 1920 perdía la vida el presidente de México, Venustiano Carranza, en un jacal del poblado de Tlaxcalantongo, en el estado de Puebla. Acababa así un largo proceso político que se había iniciado un año antes, cuando el general Álvaro Obregón se postuló a la Presidencia de la República y, unos meses después, lo secundaba el general Pablo González. La autoridad de Carranza, indiscutida hasta este momento, fue sufriendo desde entonces un incesante deterioro, como consecuencia de un cúmulo de circunstancias que culminaron con la pérdida efectiva de su poder entre finales de 1919 y primeros meses del año siguiente.
Carranza no era un revolucionario, pero la caída en picada de los salarios y las continuas huelgas obreras de 1919 atestiguan la creciente intranquilidad de los obreros mexicano y el estado de agitación social que caracterizó el final de su mandato. La pérdida de contacto con las masas provocó que muchos trabajadores vieran en Obregón una esperanza de mejora real y depositaran en él su lealtad.
Simultáneamente los diversos proyectos de reforma agraria se habían paralizado de hecho, como consecuencia de los numerosos privilegios que habían surgido a la sombra de la administración de las tierras confiscadas, o de bienes intervenidos, y de las múltiples cláusulas restrictivas que su gobierno había dictado para restringir al máximo la petición de tierras por parte de los campesinos.
El afán permanente de Carranza por congraciarse con los miembros del ejército que le simpatizaban desembocó en un compadrazgo que posibilitaba el que muchos generales se lucraran de forma ilegal con la connivencia del presidente. La corrupción en el ejército creció de manera exponencial, a la par que el grado de impunidad de los generales en sus acciones, que habían mantenido su independencia efectiva respecto del ejecutivo, en esos momentos llegaron a creer que ellos —y no el gobierno— eran los verdaderos representantes de la voluntad nacional. Paralelamente, y de forma insensible, fue acentuándose en el seno de la sociedad mexicana la idea de que el carrancismo constituía una verdadera lacra social.
El verbo «carrancear» se convirtió en sinónimo de «robar», hasta el punto de que, en un intento de salvaguardar la figura del presidente, sus allegados acuñaron la célebre frase de que «El Viejo deja robar, pero no roba. El giro en su política exterior, a favor de un estrechamiento entre las relaciones comerciales con los Estados Unidos, sorprendió desagradablemente a muchos de sus seguidores nacionalistas. Es verdad que este hecho vino impuesto por las circunstancias.
Con todo, su autoridad se hubiera mantenido hasta el final de su mandato si no hubiera intentado imponer la candidatura del Ignacio Bonillas como su sucesor a la Presidencia de la República, contraviniendo su promesa de que las elecciones de 1920 serían justas y abiertas, y a pesar de la enorme impopularidad de su candidato, posiblemente porque creía en la necesidad de fomentar un candidato civil. Es verdad que en una proclama Carranza había pedido calma a la nación y había afirmado que al término de su Presidencia se retiraría a la vida privada; pero a los ojos del país sus actos mostraban que estaba decidido a mantener el control del poder.
El final de la tragedia lo constituyó un doble movimiento de parte de Carranza: por un lado, intentó encarcelar a Obregón, por otro, la fricción con el gobierno del estado de Sonora, presidido por Adolfo de la Huerta, uno de los más decididos partidarios de Obregón, que concluyó con el envío de tropas federales al mando del general Diéguez, con la pretensión de cerrar la frontera con Estados Unidos. Ambos movimientos resultaron fallidos. En el primer caso porque Obregón salió tranquilamente de México con la ayuda de los ferrocarrileros para, ya en Guerrero, unirse al movimiento insurreccional y dirigirlo. En el segundo caso porque el general De la Huerta consideró la actuación de Diéguez como una violación de la soberanía de su estado y, con la ayuda de Calles, publicó el Plan de Agua Prieta, en el que desconocía a Carranza y lo culpaba de los numerosos intentos de manipular las serán las próximas elecciones electorales.