miércoles, abril 17, 2024

Las cifras del hambre al morir la antigua URSS

Luis Alberto García / Moscú

* Las repúblicas socialistas soviéticas se desprendieron una por una

* Las independencias llegaron con el peor invierno en muchos años

* Los malos tiempos empezaban a cernirse sobre las grandes ciudades.

* Devaluación, carestía y caída del PIB, malos augurios.

* Estadísticas negativas para una economía y finanzas en quiebra.

* Resultaban insuficientes e inútiles las ayudas y subsidios estatales.

En sus últimos años de existencia, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) dejó de estar integrada por quince entidades territoriales fuertes, sólidas, potentes y riquísimas en recursos de todo orden, como pocos Estados sobre la Tierra, con notables poderes políticos, económicos y militares.

Los anhelos independentistas hicieron desprenderse inicialmente a siete de ellas: Letonia, Estonia y Lituania, Kazajistán, Azerbaiján, Ucrania y Uzbekistán, en tanto que otras ocho estarían más solas que nunca cuando llegara el Invierno sobre la nueva Comunidad de Estados Independientes (CEI), origen y residencia de cerca de 300 millones de seres humanos, la tercera población más grande de la Tierra.

Después de China y la India, en la Federación Rusa -que tuvo como primer presidente a Borís Yeltsin al dejar el cargo de Primer Ministro de Mijaíl Gorbachov- vivía la mitad de un disímbolo conglomerado protagonista de batallas y guerras milenarias, con escenarios que, geográficamente, abarcaron, desde la península de Kamchatka, hasta los mares Báltico y Glacial Ártico con su extraño Sol de medianoche.

Colegas corresponsales que ejercían su profesión en diferentes medios que dejaron de pertenecer al Estado soviético temían que, con el gobierno que suplantó al antiguo régimen creado por Vladímir Ilich Ulianov, Lenin, entre 1917 y 1923, el Invierno del primer año de la última década del siglo XX, sería el peor ante la insuficiencia de combustibles y alimentos.

Vladímir Paramonov, de la agencia informativa “Novosti”, dijo que recordaba el tiempo nublado que entonces empezaba a oscurecer las ciudades, la taiga, la tundra y las estepas más allá de los impresionantes montes Urales que dividen la Rusia europea de la asiática.

En términos figurados –cuenta Paramonov- la penumbra sobrevino en 1989, cuando el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) se detuvo como resultado de una baja en las cosechas y, en esa lógica, del consumo de alimentos, traficados en el mercado negro, desaparecidos y guardados en los depósitos clandestinos por los especuladores.

Las exportaciones bajaron el 30 % entre 1989 y 1991 y, al descender los ingresos estatales, también las compras en el extranjero se redujeron el 45 %, con una caída del 4 % del PIB, con un déficit presupuestal que alcanzó los 123 mil millones de dólares y una deuda externa que, en septiembre de 1991, llegaba a 78 mil millones de dólares.

La inflación creció el 11 % entre 1986 y 1989, mientras el rublo se devaluaba como divisa oficial a niveles sin precedente en 70 por un dólar y la convertibilidad pasó a 110, de tal suerte que el dinero costaba más en Moscú, San Petersburgo, Kiev o cualquiera de las grandes ciudades.

En ellas y en otras poblaciones medianas y lejanas, ya empezaban a verse escenas patéticas y dramáticas que afectaban la condición de las clases medias y pobres de una nación que tuvo como premisa mayor y objetivo la búsqueda de la igualdad.

Y sin ocultar su tristeza, Vladímir Paramonov narra que, mientras los ministros de Finanzas de los siete países más opulentos del mundo se reunían en Moscú con los representantes de once repúblicas autónomas, el pan subía diez veces su valor en espera de que, después del 2 de enero de 1992, el gobierno de Borís Yeltsin repartiera cupones alimenticios para millones de sus ciudadanos.

El presidente, aconsejado por sus gurúes Anatoli Chubáis y Yegor Gaidar, autorizó la liberación de precios; pero, magnánimo, ordenó al mismo tiempo que se diera una ayuda de 36 dólares mensuales, para que con ellos se pagara el aumento del precio del pan, subsidio que permitiría que cada habitante pudiese adquirir 400 gramos de mantequilla, 500 gramos de salami, diez huevos y medio kilo de carne.

En sus recuerdos, Volodia –así le dicen sus compañeros de “Novosti”- tiene presente aquella ración de 400 gramos de pan, algo que había leído en “Vida y destino”, el gran reportaje convertido en clásico de Vasily Grossman que, crudamente, narra el hambre que padecieron los habitantes de Leningrado durante el sitio de 900 días a esa ciudad por los nazis en 1943.

También Slava Kisielov, ex corresponsal de “Radio Red” de México en Moscú en la década de 1990, dejaba ver en sus reportes que, en materia económica, no había producto más caro en la agonizante Unión Soviética que el que no se encontraba.

En un Invierno helado como pocos en un siglo, millones de habitantes de Moscú, Kiev, San Petersburgo, Ekaterinburgo, Kalinin, Ekaterinburgo, Nizhni-Novgorod, Simbirks –población natal de Lenin- y otras capitales tuvieron que encarar con aplomo, valentía y estoicismo las nieves y la apocalíptica guadaña de la hambruna y la desnutrición.

Había quienes se acercaban a la catedral de San Basilio y a la iglesia de Cristo el Salvador en reconstrucción, lo mismo al túmulo de Lenin embalsamado en las murallas del Kremlin, para rogar por el milagro de hacer resucitar al caudillo de 1917; pero para creyentes o no, la doctrina redentora dedicada a los obreros y los campesinos no alcanzó a hacer justicia a todos.

Semanas antes de su dimisión y de la desaparición definitiva de la Unión Soviética el 25 de diciembre de 1991, en entrevista para la revista alemana “Stern”, Mijaíl Gorbachov advertía que un mayor deterioro de la situación en el país podría llevar a una rebelión de las masas empobrecidas, a una convulsión social si no se controlaba la carestía, con una amargura y una ira posiblemente incontrolables.

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