Por José Luis Camacho.-Las elecciones de la reforma judicial de este domingo 1 de junio coloca a la sociedad electoral, de cerca de cien millones con credencial de elector de las 32 entidades del país en serios dilemas: votar o no votar en unos comicios con un alto grado de complejidad para darle un nuevo e impredecible giro a uno de los tres poderes de la República en los que ha reinado la oscuridad: el poder judicial.
Se trata según los propagandistas del partido Movimiento de Regeneración Nacional y sus satélites del Trabajo y Verde, de llevar a cabo democratización del poder judicial a través de la elecciones en urnas de titulares de los juzgados de primera, segunda y tercera instancia, una elección que tiene el objetivo de acabar con la corrupción de un sistema con una larguísima historia de abandono, insuficiencia de recursos, corrupciones, nepotismos, incapacidades para resolver la máxima de darle a la justicia el carácter de pronta y expedita.
Las condiciones de todo el aparato judicial que el abogado José Luis Soberanes Fernández, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de 2005 a 2009, al justificar las causas de la reforma judicial de 1994, las resumió en un “abandono sistemático, atraso, falta de recursos humanos y materiales”, pero sobre todo por la corrupción que convirtió el aparato de justicia en “un verdadero aparato de injusticia”.
La reforma de Ernesto Zedillo de 1994 pretendía, en palabras de Soberanes: dignificación y moralización de los cuerpos de seguridad pública; mejorar la administración de los cuerpos de seguridad pública, una eficiente coordinación policial, una gran campaña de prevención del delito; una lucha firme y permanente contra el narcotráfico y los secuestros; modernización de la función del Ministerio Público; una forma integral del Poder Judicial; independencia de los jueces y calidad en la impartición de justicia; garantizara todos el acceso a la justicia; y establecer mecanismos para controlar los actos de autoridad.
Pues ni uno ni otro. A la luz de la calle, a más de dos décadas de la reforma zedillista, las condiciones de todo el aparato de justicia en México no se modificaron: una corrupción representada por el nepotismo; multiplicidad de expedientes en los juzgados y tribunales; el terrible rezago para las sentencias penales por delitos culposos u dolosos; la espantosa saturación de las cárceles y penitenciarias; la violación del derecho constitucional que obliga al debido proceso; la ausencia del cumplimiento de resolver con prontitud, oportunidad y puntualidad los juicios orales; las indolencias burocráticas y la excesiva concentración de expedientes en los juzgados civiles y penales.
Estos son algunos de los elementos conspirativos para que la sociedad mexicana hasta ahora aspire a un poder judicial limpio, vigoroso, de confianza, donde impere su principal función: la de una independencia judicial verdaderamente autónoma, con gente del Derecho con un conocimiento fundado en lo teórico y práctico y conductas libres de influencias políticas, económicas o ideológicas.
Lamentablemente en estos días de exposiciones de personas aspirantes a cargos de la extraordinaria importancia en la Suprema Corte de Justicia se han difundido casos de expedientes con dudas sobre su honorabilidad y prestigio de aspirantes para ocupar esas altas funciones en el poder judicial. Nos ha faltado mayor información y conocimiento fiables para las decisiones en las urnas.
Para los abogados penalistas y civiles la corrupción en sus diferentes variables es uno de los obstáculos en las litigadas. En casos de delitos culposos la recomendación de abogados a sus clientelas es arreglarse con las policías y ministerios públicos antes de llegar a las barandillas de los juzgados en los reclusorios, donde se entra al mundo más oscuro de la pesadilla, donde se pasan los años sin procesos y sin sentencias.
El caso más escandalosos que argumenta el peso del estrepitoso fracaso de la reforma judicial de 1994 es la colusión probada en los juzgados de Estados Unidos de Genaro García Luna, del exsecretario de Seguridad Pública del gobierno de Felipe Calderón entre 2026 y 2012. El crecimiento exponencial del narcotráfico con sus extremas violencias y criminalidades desatadas por la incapaz guerra de guerra de Calderón contra las organizaciones altamente criminales del narcotráfico, que acarreó las múltiples desapariciones; con el dolor y desolación dejadas en miles de familias además de un permanente temor y hasta terror por la normalización de las violencias en la sociedad mexicana.
La nueva reforma del poder judicial planteada por el ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador, en su objetivo principal, propone la elección en urnas de los y las integrantes de los ministerios del Poder Judicial, de las magistraturas y juzgados; reducir de once a nueve el número de quienes integran la Suprema Corte de Justicia de la Nación; disminuir sus excesivos estipendios; hacer efectivo el derecho a la justicia pronta y expedita con plazos específicos y lo más difícil: restituir las confianzas públicas de la ciudadanía en todos los funcionarios de los aparatos judiciales.
Ni la reforma zedillista al Poder Judicial devolvió la confianza pública en todos los ministerios judiciales por no llegar hasta el fondo de todos los infiernos de las barandillas de los juzgados, pero tampoco aún lo será con la reforma de López Obrador si solamente se trata de resolver una reyerta con los anteriores titulares de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Si la actual reforma judicial prospera con las elecciones del domingo 1 de junio de 2025, aun con el abultado abstencionismo anunciado y reconocido por las propias autoridades electorales, nuestra obligación ciudadana es estar pendientes de que prevalezca uno de los principios esenciales de una sana democracia: una ley y una justicia completamente separados del poder económico y político.
De otra manera será una reforma maniatada por los rencores, desavenencias, desentendimientos, la falta de privilegiar lo dialógico sobre lo ideológico, como señaló en una ocasión la actual diputada Olga Sánchez Cordero cuando era ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Esta jornada de un proceso electoral para sancionar a las y los aspirantes a ocupar cargos, que no encargos, en el Poder Judicial, se tiñe de oscuridades cuando desde el Instituto Nacional Electoral y los organismos similares en las32 entidades del país cuando se reconoce la fatalidad del abstencionismo.
Como organismos públicos estas instituciones tienen la culpa del previsible abstencionismo. No lograron crear, por sus honda carencias de conocimientos de mecanismos idóneos de comunicación política con la diversificada ciudadanía del padrón electoral. Han fracasado en una de sus funciones sustantivas para asegurar un Derecho a la Información ampliamente público y efectivo en una sociedad socialmente compleja en todo el país. Han negado a la sociedad ciudadana un derecho básico de la democracia, la información por esta insuficiencia crónica de los aparatos electorales.
Han depositado solamente en los espacios mediáticos de tiempos oficiales esa sensible responsabilidad de comunicar para el ejercicio de un Derecho a la Información que es el pilar de una democracia avanzada.
El manejo de la comunicación política, aún con la dispensa que se dio para que el poder ejecutivo compartiera la responsabilidades de comunicación con la sociedad, ha sido un completo fiasco al que tienen la obligación de responder como una falta grave de incompetencias que deriva ya desde ahora en una democracia electoral frustrada.
Si desde ahora será el abstencionismo será el que reine en un proceso democrático de tal envergadura para una reforma que no quede solamente en el papel y en el fin de una reyerta, simplemente estaremos muy lejos de lo que expresó como Ministra la ahora diputada Sánchez Cordero en una búsqueda de eficacia y eficiencia del poder judicial para que se proclame: “Estado de Derecho, Democracia, Derechos Sociales, Justicia”.