Miguel Ángel Sánchez de Armas
“Janet Cooke es una hermosa y vital negra con aire dramático y un extraordinario talento para escribir. También es la cruz que el periodismo -especialmente el Washington Post y en particular Benjamin C. Bradlee- llevará a cuestas para siempre. A los 26 años escribió una vívida y dolorosa historia sobre un heroinómano de ocho años a quien el concubino de la madre inyectaba periódicamente. La información se publicó en primera plana el domingo 28 de septiembre de 1980 y tuvo en vilo a la ciudad durante semanas. El 13 de abril de 1981 ganó para Cooke el Premio Pulitzer.
“En las primeras horas del 15 de abril de 1981, Janet Cooke confesó que era una invención: Jimmy no existía, y tampoco el concubino. Desde ese momento la expresión ‘Janet Cooke’ se hizo sinónimo de lo peor en el periodismo estadounidense, tal como la palabra ‘Watergate’ significó lo mejor.”
Así recordó Ben Bradlee, el legendario director del Washington Post, un doloroso capítulo de su vida profesional, antecedente en línea directa del “caso Jason Blair” que apaleó al arrogante New York Times, el cotidiano que anuncia publicar sólo aquellas noticias “que lo ameritan”.
Janet Cooke y Jayson Blair fueron protagonistas de episodios que se han dado y se darán en todos los medios de comunicación del planeta, pero se resguardan como penosos secretos de familia. Los conocemos cuando su naturaleza explosiva impide confinarlos a las redacciones.
Los medios se cabrean como gatos acorralados cuando sienten amenazado su derecho a recabar informaciones de todos los actores sociales … mas protestan como demonios ante el más leve intento de penetrar su opacidad.
Pero vayamos a los relatos. Bradlee fue un héroe de mi generación. Después del estreno de Todos los hombres del presidente muchos reporteros queríamos emular a Woodward y Bernstein. Y luego supimos de Janet Cooke.
Janet fue, en palabras de Bradlee, “el sueño del periódico”. Una mujer con inigualables prendas personales y académicas, políglota, vital, elegante y, por si fuera poco, espléndida reportera y gran escritora.
A mediados de los setenta el Washington Post estaba rezagado en su meta de aumentar el porcentaje femenino y de minorías raciales en la redacción y ella sola llenaba dos huecos al mismo tiempo. Una bendición.
“¡Contratémosla antes de que lo hagan el Times o Newsday!”, fue la consigna entre los mandos que la entrevistaron. Lo hicieron y en sus primeros ocho meses en el Post, firmó 55 notas … hazaña nada menor.
Proporcionalmente, cuando su falsificación fue descubierta apareció un rosario de mentiras: no se había graduado en Vassar, no había estudiado en La Sorbona, no hablaba más que inglés, no … vaya, aparentemente lo único cierto de su currículo fue que era de raza negra y que escribía como los ángeles.
¿Qué sucedió? En 1982 en una entrevista de televisión Janet confesó que había inventado a Jimmy por la terrible presión interna del Washington Post, en cuya redacción se seguía viviendo el ambiente de competencia generado a principios de la década anterior con los éxitos periodísticos del affaire Watergate.
Algún colega le comentó el rumor de niños drogadictos en Washington y el jefe de información le ordenó ponerse sobre la pista de un reportaje potencialmente explosivo … pero cuando sus pesquisas no produjeron nada decidió inventar a Jimmy para aplacar a los editores que la presionaban.
Janet se equivocó. El dramático artículo sí merecía el Pulitzer, pero de literatura. Tiempo después de que la verdad quedara al descubierto para la eterna vergüenza del diario y de su director, Janet se casó con un diplomático y se mudó a París. En 1996 vendió su historia a la revista GQ y los derechos cinematográficos por un millón y medio de dólares.
El Post ordenó una investigación interna que se publicó con entrada en primera y cuatro planas interiores. En sus memorias, Bradlee recuerda que tomó la decisión de que nadie revelaría más del asunto que el propio periódico. “De mis años en la marina aprendí que para salvar a un buque lo más importante es el control de daños.” Y el único control de daños era decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Veintitrés años después, el reportero Jayson Blair del New York Times protagonizó un escándalo parecido que desembocó en un libro con el sugerente título de Incendiando la morada de mi amo.
El affaire Blair fue alucinante. A los 27 años se decía que iba en camino de convertirse en la versión negra de George Polk, el legendario reportero asesinado en Grecia en 1948.
En breve tiempo transitó de la escuela de comunicación al periodismo estudiantil, a las prácticas profesionales, al trabajo en medios, al ascenso rutilante y al despeñadero.
Bastó que otra periodista detectara similitudes entre un reportaje suyo y uno de Jason para sacar a luz una pasmosa historia de decepciones, mitomanía, artificios, embustes, enredos e invenciones que reventó a los mentores del reportero, aniquiló sus largas y exitosas carreras y puso un ojo negro al legendario periódico que dio a conocer el Expediente del Pentágono.
Desde el desorden de su minúsculo departamento neoyorquino, Blair escribió reportajes y artículos sobre lugares que no visitó, con declaraciones de personas a las que nunca entrevistó y descripciones de paisajes que nunca vio, para las páginas de uno de los más influyentes rotativos del mundo.
¿El mayor fraude periodístico desde el escándalo de Janet Cooke? Sí y no.
Jason se convirtió en el protagonista de la nota roja del oficio y levantó una ola que aún no pierde del todo su fuerza. La zarabanda obligó al Times a ofrecer disculpas a sus lectores y conducir una extensa pesquisa sobre las prácticas y conductas del periódico para aplicar correctivos de fondo. Fue una amarga lección para la arrogante empresa periodística cuyo lema es “All the News That’s Fit to Print” (“Todas las noticias que merecen ser publicadas”).
Blair pertenecía simultáneamente a varias minorías: de raza negra, reportero excepcional, espléndido redactor, mitómano, drogadicto y alcohólico. Pero también era un enfermo bipolar a quien no se le diagnosticó a tiempo el cuadro maniaco-depresivo que se fue agravando bajo la presión de la brutal competencia y exigencias de la redacción … hasta que reventó.
En sus momentos de euforia podía trabajar día y noche, viajar por el país y producir literalmente docenas de reportajes. Cuando lo atrapaba la depresión, sus jornadas eran igualmente largas pero dedicadas al consumo de alcohol y cocaína, a la fiesta y al escándalo.
Un día inventó el nombre de un entrevistado y de ahí fue en caída libre: notas de otros diarios, reportes radiofónicos o de televisión y el archivo histórico del mismo Times, fueron los cotos en donde plagiaba para historias que hilaba y presentaba con su firma. Cuando los editores del Times lo interrogaron, sostuvo que, como es común en el oficio, citaba otras fuentes. Y realmente no tenía conciencia de las dimensiones de su desvío ético.
“Engañé a las mentes más brillantes”, diría en una entrevista poco después de su desafuero. Y así fue. También humilló y desilusionó a amigos, colegas y conocidos que lo defendieron cuando era investigado porque supusieron que se trataba de un caso de discriminación racial. En palabras de uno de los ofendidos, puso en peligro los logros profesionales de las minorías en el periodismo estadounidense.
Blair no pretende justificarse. Incendiando la morada de mi amo no es una diatriba contra el establishment blanco, anglosajón y protestante confabulado contra el negro que lo desafió. No. Jason acepta que él mismo destruyó “la morada de su amo” … es decir, su propia vida, en parodia del versículo bíblico.
Además, como lo hiciera el novelista William Styron en su conmovedor libro Memoria de la locura, da una voz de alerta sobre la amenaza de una enfermedad silenciosa que, como el cáncer, puede matar si no es tratada a tiempo: la depresión.