JUEGO DE OJOS: Mamitu Gashe

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Miguel Ángel Sánchez de Armas
Mamitu Gashe es una cirujana especializada en el tratamiento de fístulas ginecológicas, un mal que según estimaciones de Naciones Unidas afecta a más de dos millones de mujeres en países pobres, principalmente africanos, y cobra cada año cientos de miles de vidas. Aunque su tratamiento es sencillo y de bajo costo, sigue siendo una de esas enfermedades que la pobreza vuelve mortales.
La fístula obstétrica es un desgarramiento del tejido vaginal ocasionado por labores prolongadas de parto en jovencitas desnutridas y de pelvis inmadura que dan a luz sin atención médica adecuada. En esas condiciones es frecuente que pierdan al bebé y más frecuente que se desgarren y queden lisiadas. Por la fístula escapan heces u orina, y cuando no mueren de septicemia dejan de caminar. A esa tragedia se suma el rechazo de la familia y de la comunidad: son abandonadas, expulsadas, condenadas a vivir como parias.
Como la diarrea, las fístulas ginecológicas son de esos males que persisten no por falta de ciencia sino por falta de justicia. Son enfermedades del subdesarrollo, de la desigualdad, del olvido. En los países con parteras capacitadas y quirófanos equipados, la fístula es una rareza. Pero donde una niña desnutrida es obligada a parir sin asistencia, esa herida se abre también en la dignidad humana.
El dinero que se emplea para construir un solo misil, un avión caza o un pequeño navío de guerra, salvaría la vida de miles de esas mujeres. Pero creer que un gobierno desviará recursos de su “defensa” a una causa humanitaria es una fantasía. Por eso, como en tantos otros terrenos donde de ayudar al prójimo se trata, los únicos rayos de esperanza provienen de unos cuantos seres excepcionales, como Mamitu Gashe, que viven a diario lo que en las sesiones de catecismo se llamaba caridad cristiana.
Desde hace más de medio siglo Mamitu atiende a cuantas mujeres puede en el Hospital de Fístulas de Adís Abeba, en la capital de Etiopía. Ginecólogos de todo el mundo se entrenan a su lado en una técnica quirúrgica que ha dado a ese hospital un reconocimiento internacional.


Su sola entrega sería suficiente para darle un lugar de excepción. Pero el caso es que además de todo eso, Mamitu es ejemplo vivo de que no hay barrera que el ser humano no pueda superar. Aunque suene increíble, esta mujer que ha salvado tantas vidas aprendió a leer apenas hace algunos años, cuando ya era una cirujana reconocida.
Nació en una remota y empobrecida aldea del interior etíope. A los quince años la casaron; se embarazó y sufrió un trabajo de parto de tres días. Perdió al bebé y se le hizo una fístula. Casi moribunda, alguien la llevó a la capital y la internó en la clínica gratuita fundada por los ginecólogos australianos Reginald y Catherine Hamlin, pioneros en el tratamiento de esa dolencia.
Los Hamlin la operaron. Al sanar, Mamitu decidió quedarse a su lado. Primero se ocupó de la limpieza, luego del cuidado de las pacientes. Su empeño y su inteligencia no tardaron en notarse: pronto fue auxiliar de quirófano, después retiraba puntos, y más tarde comenzó a operar bajo supervisión. Así, sin haber pasado por la escuela, llegó a ser una de las principales especialistas del mundo en reparación de fístulas.
En 1989 recibió con los Hamlin la Medalla del Real Colegio de Cirujanos de Londres y en 2020 fue propuesta para el Premio Nobel de la Paz. Su historia recorrió el mundo y se convirtió en símbolo de la esperanza africana.
A partir del 2000 Mamitu comenzó a viajar a otros países para compartir su experiencia. Visitó Kenia, Tanzania, Uganda e India, donde formó a médicos locales en las técnicas quirúrgicas desarrolladas en Adís Abeba. También participó en misiones médicas a bordo del buque hospital Mercy Ship Anastasis, que brindaba atención gratuita en África Occidental. Gracias a su incansable labor se dice que muchos de los cirujanos de fístula ginecológica del mundo han sido formados directa o indirectamente por ella.
El hospital donde comenzó como paciente hoy es una red de seis centros regionales y una escuela de formación médica. Allí, Mamitu ha participado en miles de cirugías y sigue recibiendo mujeres que llegan después de caminar días enteros por desiertos o por pantanos y eriales. Para muchas de ellas, el primer rostro amable que ven después de años de sufrimiento es el suyo.
Su historia no incluye una educación médica formal. Fue una aprendiz práctica, formada por observación, disciplina y compasión. En 2007, el presidente del Real Colegio de Cirujanos la describió como “precursora del practicante no médico calificado”, un reconocimiento extraordinario para alguien que, sin diploma alguno, alcanzó el sitial de una maestra universal.
La red de atención integral -quirúrgica, psicológica y social- fundada por los Hamlin ha permitido que decenas de miles de mujeres recuperen la salud y la dignidad. Mamitu, que fue una de ellas, hoy enseña a jóvenes médicos de todo el mundo cómo devolverle a alguien el control de su cuerpo y su vida.
Su trayectoria encarna una lección universal: que la medicina no sólo cura tejidos, sino también vergüenzas y olvidos. Y que en un mundo que sigue gastando más en armas que en partos seguros, una mujer que aprendió a leer a los sesenta años continúa enseñando humanidad a quienes la han olvidado.
De niña, Mamitu no tuvo escuela; de adulta, construyó una con sus acciones. Su legado trasciende fronteras y recuerda algo elemental: que la compasión, la ciencia y la fe pueden, juntas, derrotar al destino.
Esta historia de vida ejemplar la conocí hace tiempo gracias a un artículo de Nicholas Kristof en The New York Times. La releo ahora, y compruebo que el milagro sigue: Mamitu Gashe sigue en pie, reparando vidas donde el mundo las daña.

 

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