lunes, noviembre 4, 2024

JUEGO DE OJOS: El mundo de Jimmy

Miguel Ángel Sánchez de Armas

Janet Cooke es una hermosa y vital negra con aire dramático y un extraordinario talento para escribir. También es la cruz que el periodismo -especialmente el Washington Post y en particular Benjamin C. Bradlee- llevará a cuestas para siempre. A los 26 años escribió una vívida y dolorosa historia sobre un heroinómano de ocho años a quien el concubino de la madre inyectaba periódicamente. La información se publicó en primera plana el domingo 28 de septiembre de 1980 y tuvo en vilo a la ciudad durante semanas. El 13 de abril de 1981 ganó para Cooke el Premio Pulitzer.

En las primeras horas del 15 de abril de 1981, Janet Cooke confesó que era una invención: Jimmy no existía, y tampoco el concubino. Desde ese momento la expresión ‘Janet Cooke’ se hizo sinónimo de lo peor en el periodismo estadounidense, tal como la palabra ‘Watergate’ significó lo mejor.”

Así inicia Benjamín “Ben” Bradlee, el legendario director del Washington Post, el capítulo de su autobiografíadedicado a otro de los grandes escándalos periodísticos del siglo, antecedente en línea directa del “caso Jason Blair” descrito aquí la semana pasada.

Bradlee fue uno de los héroes de mi generación. Después del estreno de Todos los hombres del Presidente, en donde Jason Robards, Robert Redford y Dustin Hoffman encarnan a los héroes periodísticos del caso Watergate, algunos de mis colegas y yo, después de ordenar la primera ronda de pálidos jaiboles en “La Mundial”,pedíamos a la Guadalupana que nos mandara un director como él, bajo cuya batuta pudiéramos emular, así fuera un poquito y en versión tercer mundo, a Woodward y Bernstein. Pero ese director nunca llegó. Y luego supimos de Janet Cooke.

William Faulkner sostuvo que el novelista puede ser amoral y no vacilar ante nada que le impida completar su obra, pues en la literatura el fin justifica los medios. Mas en el periodismo ni el mejor de los fines justifica la inmoralidad de los medios. Evidentemente, la Cooke no sabía de Faulkner, como tampoco Blair. Y, para ser justos, tampoco algunos de entre quienes hoy leemos en la prensa local.

Janet fue, en palabras de Bradlee, el sueño del Washington Post: una negra con inigualables credenciales académicas, políglota, vital, elegante y, por si fuera poco, gran escritora. A mediados de los setenta el Post estaba rezagado en su meta de cumplir con las cuotas femeninas y de minorías raciales en la empresa impuestas por las regulaciones de Washington, y ella sola llenaba dos huecos.

Una bendición. “¡Contratémosla antes de que la ganen el Times o Newsday!”, fue la consigna entre los mandos que la entrevistaron. En sus primeros ocho meses en el Post firmó 55 notas, hazaña no menor. Proporcionalmente, cuando su falsificación fue descubierta se reveló un rosario de mentiras: no se había graduado en Vassar, la exclusiva y elitista universidad femenina de Poughkeepsie, no había estudiado en La Sorbona, no hablaba más que inglés, no… vaya, aparentemente lo único cierto de su currículo fue que era negra, muy atractiva y que escribía como una diosa del Olimpo… de los dioses redactores, desde luego.

¿Qué sucedió? En la secuela del escándalo a fines de 1982 en una entrevista de televisión, confesó que había inventado a Jimmy como consecuencia de la terrible presión interna del Washington Post, en cuya redacción se seguía viviendo el ambiente de competencia generado a principios de la década anterior con los éxitos periodísticos del affaire Watergate.

Algunas de sus fuentes -los contactos informativos que todo buen reportero cultiva y poda esmeradamente a lo largo de su carrera- le habían hablado de la existencia de niños drogadictos en los barrios marginados de Washington, pero al no dar con ninguno decidió inventar a Jimmy para aplacar a los editores del periódico que la presionaban para escribir sobre esos casos.

Janet se equivocó. El dramático artículo sí merecía el Pulitzer, pero de literatura. Tiempo después de que la verdad quedara al descubierto para la eterna vergüenza del diario y de su director, Janet se casó con un diplomático y se mudó a París. En 1996 vendió su historia a la revista GQ y los derechos cinematográficos por un millón y medio de dólares.

Como lo haría el Times 15 años después con su propio tropiezo, el “caso Blair”, el Post ordenó una intensa y extendida pesquisa interna para clarificar cómo había sido que Janet hubiese podido burlar los rigurosos controles y normas editoriales que dieron fama al rotativo insignia de la capital estadounidense. En su libro, Bradlee recuerda que tomó la decisión de que nadie arrojaría más luz sobre el asunto que el propio periódico.

Para el efecto, reescribió las reglas de operación del ombudsman del periódicopara garantizarle acceso a todos los niveles de la empresa así como inmunidad laboral y editorial. Sus instrucciones fueron investigar a fondo, no dejar pista sin investigar ni funcionario o empleado sin interrogar.

El resultado fue un extraordinario documento que se publicó con entrada en primera y a lo largo de cuatro planas interiores

“De mis años en la marina aprendí que para salvar a un buque lo más importante es el control de daños”, dice Bradlee en su memoria. Y el único control de daños era decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Cooke y Blair dejan una gran enseñanza a todos los periodistas. Y a los cuentistas que se sienten reporteros.

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