Miguel Ángel Sánchez de Armas
Cierta noche de bohemia en un café de la ciudad de México con su amigo René Tirado, Jorge Cuesta escribió en una servilleta: “Porque me pareció poco suicidarme una sola vez. Una sola vez no era, no ha sido suficiente”.
Esas palabras, dice Rodolfo Mata, se convirtieron en profecía cumplida “pues efectivamente, el suicidio de Cuesta tiene que ser revivido por cada lector que se interna en su Canto a un dios mineral” con el ánimo de entender el poema.
Entre los espíritus excepcionales que pueblan nuestra vida e historia, Jorge Cuesta tiene un nicho especial. Aunque nombrarlos entraña el riesgo de establecer jerarquías, preferencias y calificaciones, confío en no correr riesgo alguno al estimar que Jorge Cuesta es uno sobresaliente.
Hace 76 años, el jueves 13 de agosto de 1942, en el sanatorio del doctor Lavista en Tlalpan, se quitó la vida este cordobés atormentado cuya deslumbrante inteligencia vivía protegida en una personalidad oscura y compleja, poliédrica diría yo, que en materia de letras se conducía con rigor científico y en la vida científica era muy capaz de utilizar su propio cuerpo como terreno experimental.
Cuesta nació en Córdoba en el seno de una familia dedicada al cultivo de la caña, el café y la naranja. A los 18 años se trasladó a la Ciudad de México a terminar sus estudios en la Escuela Nacional Preparatoria y cursar una carrera en la facultad de química de la UNAM. Conoció a Gilberto Owen y se integró al grupo Contemporáneos en donde fue la figura intelectual más poderosa e incómoda. En su obra podemos encontrar el germen de muchos de los pensamientos políticos y literarios de Octavio Paz, quien habría de polarizar la siguiente generación literaria mexicana, aquélla reunida en torno a Barandal, y que se veía a sí misma actuante en un mundo altamente politizado en el cual la revolución socialista de octubre marcaba un sendero a seguir.
Al analizar su personalidad no se debe perder de vista su formación científica que nunca dejó de ejercer. En su natal Córdoba trabajó en el ingenio “El Potrero” en donde perfeccionó un sistema para la destilación de ron; fue funcionario de una agrupación profesional de químicos y desarrolló diversas sustancias cuya efectividad probaba en su propio cuerpo, a la manera de los alquimistas medievales. En cierta ocasión quedó durante varios minutos en estado cataléptico después de ingerir una pócima destinada a provocar ciertos procesos de conservación vegetal.
Su otra persona, la literaria y artística, la encuentro en un pasaje de Octavio Paz, quien lo conoció en 1935 siendo estudiante y Cuesta ya un ensayista admirado: “Eran los días en que se debatía el tema de la ‘educación socialista’. La disputa llegó a la Universidad. El Consejo Universitario discutió con pasión el asunto. Los estudiantes nos agolpábamos en los patios y los corredores del edificio. La lenta marea humana me empujó hacia las puertas en el momento en que salía Cuesta. Alto, delgado, elegante, vestido de gris, rubio, ojos de perpetuo asombro, labios gruesos, nariz ancha, extraña fisonomía de inglés negroide. Comenzó, en medio de la multitud y los gritos, una conversación entrecortada. A los pocos minutos dijo:
“-¿Le interesa mucho lo que ocurre aquí?
“-No demasiado. ¿Y a usted?
“-Tampoco. Lo invito a comer.
“Salimos de San Ildefonso y Jorge me llevó a un restaurante. Mi emoción y mi nerviosismo deben de haberle divertido. Era la primera vez que yo comía en un lugar elegante ¡y con Jorge Cuesta! Hablamos de Lawrence y de Huxley, de Gide y de Malraux, es decir, de la curiosidad y de la acción. Esas horas fueron mi primera experiencia con el prodigioso mecanismo mental que fue Jorge Cuesta. Al hablar de mecanismo no pretendo deshumanizarlo; era sensible, refinado y profundamente humano. Pero su inteligencia era más poderosa que sus otras facultades; se le veía pensar y sus razonamientos se desplegaban ante sus oyentes como si fueran algo pensado no por sino a través de él. Una noche tuve la rara fortuna de oírlo contar, como si fuese una novela, uno de sus ensayos más penetrantes: El clasicismo mexicano. Luego me envió un ejemplar de la revista en la que aparecía el ensayo; al leerlo, el deslumbramiento inicial se transformó en algo más hondo y más duradero: una reflexión que todavía no termina. Desde aquellos días mis ideas sobre la literatura han cambiado pero, sin la conversación de aquella noche, tal vez yo no habría comenzado a pensar sobre estos temas. Tampoco habría logrado hacerlo con un poco de rigor e independencia.”
El grupo Contemporáneos tuvo el sello de la intelectualidad, lo cual no es un calificativo. Gracias a los Contemporáneos un reducido sector de la cultura mexicana dio entrada a la producción literaria mundial. Tuvieron la osadía de romper con la tradición artística mexicana del nacionalismo y, parafraseando a Fernando del Paso, obtuvieron legítimamente invitación al gran banquete de la cultura mundial contemporánea.
Este carácter es sumamente acusado en Cuesta. Pero podríamos señalar una subdivisión en su obra. Junto a los profundos ensayos como el que recuerda Paz y su breve obra poética –que por cierto no vio publicada en vida- vive una producción que a riesgo de parecer herejía, podría compararse con las habituales columnas políticas de los diarios. En ella abordaba temas cotidianos de la sociedad: lo mismo las consecuencias sociales y económicas de una campaña gubernamental contra el alcoholismo que reseñas sobre obras de teatro o asuntos político-sociales de la capital y los estados. Los textos de Jorge Cuesta son un híbrido entre la nota informativa y el artículo de fondo.
A comienzo de los años treinta la vida cultural mexicana encontraba ventanas a las que asomaba con sorpresa. Los Contemporáneos hicieron una gran contribución en este renglón. La cultura mundial se introducía a nuestro país, en buena medida gracias a ellos, con prevalencia de la cultura europea y específicamente la dedicación a la literatura francesa -aunque se debe recordar el interés de Tablada por los haikús. Así, una publicación como Examen fue no sólo el vehículo que daba cauce a las inquietudes de un grupo de artistas e intelectuales sino que fue el proyecto editorial adecuado e imprescindible para una importante causa de la cultura mexicana.
Jorge Cuesta asumió la defensa de la escritura de cara al poder. Su exigencia por el respeto a la libertad de expresión es digna de encomio en los anales del periodismo, sobre todo en relación con la época. Con una extraña mezcla de valentía e ingenuidad, pero con una firmeza sin réplica, se rebeló contra la censura, lo mismo frente a funcionarios guatemaltecos cuando Carlos Mérida sufrió los embates de la burocracia de ese país, que cuando luchó en los tribunales contra la censura de Cariátide, la novela de Rubén Salazar Mallén.
Salazar Mallén, autor de la novela, y Jorge Cuesta como director de la revista Examen en la que se publicó un fragmento, fueron acusados por el Excelsior de la época de ultrajes a la moral, acusación que debieron enfrentar en los tribunales.
La firmeza y las convicciones de su papel como periodista, como director de una publicación y como artista hacen de Jorge Cuesta no sólo un gran escritor sino un verdadero ejemplo para el periodismo mexicano. Se trata sin duda de una fuente en la que se debe abrevar más a menudo.
Cito, para terminar, a Rodolfo Mata: “Cuesta aparece en claroscuro como un ‘sueño de la razón’. Y si como escritor la oscuridad le era reprochada reiteradamente, cuenta Xavier Villaurrutia en su ‘In memoriam: Jorge Cuesta’, esto le divertía al grado de hacerlo sonreír y hasta reír. Después de todo, la muerte de ‘el más triste de los alquimistas’ dejó el rastro de una oscuridad multiforme, proteica –y por eso semi-demoníaca-, que se repite y se reescenifica en [su poema] Canto a un dios mineral”.
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