lunes, junio 2, 2025

JUEGO DE OJOS: Buendía: El poder de las palabras (II)

Miguel Ángel Sánchez de Armas
Héctor de Mauleón no está solo.

En el 41 aniversario de la ejecución nunca aclarada del autor de “Red Privada”, ofrezco en dos entregas una versión abreviada de mi prólogo al libro de Carlos Ramírez, Periodismo político. Antología de columnas de Manuel Buendía, que ha comenzado a circular. Y en una tercera entrega recupero el episodio “En defensa de la palabra”, la respuesta gremial a la amenaza de muerte que un cacique tropical lanzara a Manuel Buendía en 1979. Hoy los censores gozan de cabal salud y tienen en la mira a Héctor de Mauleón y a todo el pensamiento independiente: defender a la palabra es más urgente que nunca.

En la entrega pasada escribí:
“Manuel Buendía fue asesinado al atardecer del 30 de mayo de 1984 en la avenida más transitada de la Ciudad de México. De ese episodio nos quedan tres certezas: su muerte, la acción de un sicario profesional y cinco tiros de una pistola de alto calibre. Todo lo demás se difuminó en una bruma de conjeturas y sospechas no aclaradas al día de hoy.
“Buendía fue el periodista más leído e influyente de su tiempo, un columnista político de gran penetración y enorme popularidad. El asesinato se interpretó entonces como una advertencia a las voces críticas en un México que se debatía entre crecientes tensiones políticas, sociales y económicas internas, y en el ámbito internacional era uno de los escenarios de la guerra fría, la disputa entre Este y Oeste por la supremacía ideológica, política, militar y económica del planeta”.
Pero … ¿Cómo fue que un muchacho pueblerino de Michoacán se convirtió en el periodista más importante de su época y por qué, cuarenta años después, su obra sigue siendo relevante?
Desde que a los 15 años en su natal Zitácuaro fue maestro de primaria y publicó sus primeras notas en el periódico local Adelante y a lo largo de toda su vida, Buendía entendió que periodismo y magisterio van por un mismo sendero. Por ello nunca dejó la cátedra: así como formó lectores, formó generaciones de periodistas. Y sus alumnos lo vieron como un puente para su futuro profesional. Cuando lo ejecutaron era profesor de periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM.
Todavía adolescente, Buendía viajó de Zitácuaro a la Ciudad de México para revalidar la secundaria, cursar la preparatoria y estudiar una carrera. Los dos primeros pasos los dio becado en escuelas jesuitas y en circunstancias difíciles de marginación económica, social y académica. Por eso, a lo largo de su vida siempre estuvo dispuesto a dar la mano a jóvenes que gracias a él pudieron cursar una carrera.
Al concluir la preparatoria se inscribió en la Escuela Libre de Derecho: estudiar leyes en aquellos años era la opción para incursionar en el periodismo. Pero abandonó las aulas antes de concluir la carrera, ingresó a la revista La Nación y dio clases en la naciente escuela de periodismo “Carlos Septién García”. Después logró una plaza como redactor de guardia en el diario La Prensa, en donde tuvo una meteórica carrera que a los 33 años lo colocó en la dirección editorial del diario.
Al frente de La Prensa, Buendía puso en marcha una renovación profesional y técnica que pretendía alejar al periódico del ámbito populachero de la nota roja y acercarlo al centro del escenario del periodismo social y político. Para ello no sólo renovó la plantilla editorial con plumas que elevaran la calidad de los análisis, también se aplicó a mejorar la capacidad profesional de sus reporteros y a modernizar las condiciones de trabajo.
De aquellas jornadas sobreviven memorandos con los que el joven director espoleaba a sus colegas a seguir el camino de la excelencia profesional, en los que se percibe no sólo su propia vocación, sino la conciencia de que sólo se crece con el estudio y la disciplina intelectual:
“Hemos dicho: grandes notas, sí; notas grandes, no. Aun cuando el espacio nos sobrara, protesto a ustedes que jamás decidiría atiborrar el diario de notas descomunales; jamás revolvería yo sustituir la calidad por la cantidad. Quien carezca del poder de síntesis no puede ser llamado periodista. Es preciso, señores, que cada uno de nosotros admita francamente lo que, por otra parte, es realidad ineludible de nuestra profesión: el periodista no termina de hacerse. Nuestro perfeccionamiento es brega cotidiana. Hasta el último día de nuestra existencia estaremos transformándonos. Es un mentiroso ególatra el que afirme que ya alcanzó la cumbre de su perfección”.
Pero ese asalto la mediocridad atrincherada en la redacción tuvo una respuesta: se convocó a una asamblea y Manuel fue destituido acusado de conspirar contra la directiva que encabezaba con puño de hierro Mario Santaella, director general y gerente de la cooperativa.
Abandona La Prensa y encuentra espacio en El Día, en donde fundó el semanario Crucero y afinó su destreza como columnista. Después ejerció la comunicación institucional en el gobierno de la ciudad, en la Nacional Financiera y en el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, antes de regresar al periodismo de tiempo completo.
Muchos años después, uno de los “compadres” que en aquella revolución de las medianías en La Prensa tomó partido en contra de su amigo y director, me confió en un momento de debilidad: “Entendí que Manuel sólo quería mejorarnos profesionalmente … ¡y me pudo haber convertido en el mejor reportero de México! Me arrepiento de haber estado en su contra”.


Ese individuo, que se vendió al lado oscuro de la profesión, estuvo en la funeraria y en el entierro con semblante compungido y a lo largo de los años no ha perdido oportunidad para ensalzar a Manuel Buendía y machacar su imperecedera admiración por su ex jefe. El 31 de mayo de 1984 hubo muchos que, como él, amanecieron hermanos o hijos del columnista.
Como responsable de oficinas de prensa, Buendía redefinió el carácter de las que ocupó para quitarles la tarea de cantar las glorias de la dependencia, las de sus directivos y las del presidente en turno, y convertirlas en “laboratorios de comunicación social” y herramientas para la gobernabilidad.
Don Manuel detestaba el “ahí se va” y la mediocridad profesional, lo que le daba un aire de intransigencia. Pero era un hombre sensible, un caballero decimonónico que no toleraba palabras altisonantes en presencia de una dama, que discretamente costeaba los estudios de muchachos y muchachas sin recursos, que se dolía ante las dificultades de otros y siempre estaba dispuesto a escuchar a sus compañeros y colaboradores y ayudarlos en la medida de sus posibilidades.
Buendía publicó en vida dos libros, Red Privada para la “Editorial Marcha” que el luchador social uruguayo Carlos Quijano estableció en su exilio entre nosotros, y La CIA en México, cuando Carmen Gaytán y Andrés León de la “Editorial Océano” lograron vencer su resistencia fincada en la idea de que él era reportero, no escritor de libros.
Después del asesinato, cuando un grupo de amigos estableció la “Fundación Manuel Buendía” para preservar su legado profesional, se publicó una serie de libros temáticos con los materiales de la columna “Red Privada”, se creó la Revista Mexicana de Comunicación y la Fundación editó más de cien títulos especializados en comunicación en memoria del legado profesional del periodista al que se quiso silenciar.
Para don Manuel la amistad era una devoción y la solidaridad una de las virtudes cardinales. Durante años estuvo en una pared de su despacho la instantánea de un bebé. Al reverso, manuscrita, una leyenda sin firma asentaba: “Se llama Manuel, porque gracias a usted, vive”. Era el hijo de una refugiada argentina, militante de “Los montoneros”, que la policía federal mexicana había capturado a petición de la dictadura. Sería deportada a Buenos Aires, en donde le esperaban la tortura y seguramente la desaparición. Tenía ocho meses de embarazo.
Los dirigentes del exilio pidieron ayuda a Buendía y él tomó el caso a pecho. Hizo gestiones al más alto nivel y cuando fue necesario no vaciló en presentarse en la Dirección Federal de Seguridad y presionar para que fuera puesta en libertad. Hoy es una defensora de derechos humanos en su país y su hijo un compositor que sabe a quién le debe la vida. Don Manuel guardaba reserva sobre este y otros episodios que protagonizó a favor de causas y seres humanos concretos, con nombre y apellido.
Pero no vacilaba en unir su voz y su presencia en defensa del gremio y de sus integrantes. Entre otros episodios, cuando el periodista de UnomásUno Ignacio Rodríguez Terrazas fue asesinado por el ejército salvadoreño mientras reporteaba en ese país, Buendía estuvo en primera fila en las manifestaciones de protesta. Cuando en el gobierno de Martínez Domínguez en Nuevo León el reportero Manuel Altamira fue emboscado y brutalmente golpeado para silenciar sus denuncias sobre corrupción, Buendía asumió su defensa. Cuando el presidente López Portillo ordenó estrangular publicitariamente a la revista Proceso y a la Agencia Apro, Buendía desde un organismo descentralizado ejerció la desobediencia civil para que durante semanas los envíos de la agencia a sus suscriptores (no sé si todos, pero una buena parte sin duda) se hicieran desde los télex oficiales y con recursos del organismo.
Otro rasgo de su personalidad era su rechazo terminante a las dádivas, obsequios y canonjías que eran y siguen siendo moneda corriente entre algunos políticos y empresarios poderosos y algunos reporteros y columnistas.
En ocasión de una gira oficial por Estados Unidos y Panamá a la que fue invitado en octubre de 1979, supo que su nombre figuraba en una relación de periodistas a los que se había entregado una cantidad en efectivo y dirigió una carta al presidente López Portillo:
“Yo no hago juicios de valor sobre la conducta de mis colegas; pero dentro de mi ética personal me he dado la norma invariable de no recibir dinero ni obsequios de ninguna especie como compensación por el desempeño de mis tareas periodísticas. Me alarma que las inercias burocráticas sigan considerando normal incluir el nombre de Manuel Buendía en la lista de esos estipendios. Quedaría muy agradecido si por órdenes superiores, tales oficinas borrasen para siempre mi nombre. Ni antes ni ahora ni después, he recibido ni recibo ni voy a recibir, gratificaciones de ninguna especie por cumplir mi deber profesional”.
No juzgaba la conducta de sus colegas, pero sí se alejaba de quienes tomaban un camino éticamente incompatible con el suyo.
Buendía vivía consciente de la fragilidad profesional del periodista, quien a diferencia de otras actividades, tiene un “ciclo de obsolescencia” de 24 horas. La “autoconstrucción”, es decir, la permanente superación, era una obsesión cuyo valor no dejaba de pregonar a sus alumnos y a los colaboradores en quienes veía alguna posibilidad de redención intelectual. Así, decía:
“Justo en el instante de proclamamos dueños del saber y la perfección, se inicia la decadencia. Como ya somos perfectos, descuidamos la lectura, silenciamos la autocrítica y desdeñamos la crítica externa. Y entonces el lenguaje empieza a enmohecer; nos marginamos de las nuevas formas de expresión; nos quedamos a la zaga de los avances del periodismo que atañen a los redactores; dejamos que otros nos superen en aquellas especialidades en las que habíamos logrado destacar un poco […]. Se dice que los médicos no se preocupan mucho de sus errores porque los entierran. Pero los periodistas publicamos los nuestros. Aunque lo intentemos, no es posible esconder nuestra ineficacia”.
El estilo era otra de sus características. Entendía el estilo no únicamente cómo se presenta uno en la vida ante los demás, sino el conjunto de normas que nos diferencian, nos hacen únicos e irrepetibles. En esto comprendía la curiosidad intelectual y el rechazo a los tres grandes males del periodismo: la impunidad, la solemnidad y la mediocridad.
En esta conceptualizació del estilo, daba importancia al sentido del humor, rasgo que desde Aristóteles se asocia con la inteligencia. Además de la precisión y la claridad, los temas que Buendía abordaba en sus columnas con frecuencia eran servidos aderezados con una agradecible porción de ingenio.
Pero el salero era más que un recurso para sus columnas: lo vivía en su vida cotidiana. Bajo una apariencia que podía ser intimidante por su expresión seca tras gruesos lentes oscuros -padecía fotofobia-, habitaba una persona auténticamente alegre, lo que no disminuía su severidad en materia de trabajo.
Con el ecologista Iván Restrepo y el cronista Carlos Monsiváis tuvo una cercana amistad, sólida en el terreno de las reflexiones políticas y sociales y lúdica en cuanto a la vida. En una comida en 1975 inventaron el Ateneo de Angangueo, una peña que convocó a un grupo de periodistas e intelectuales a la manera de los salones europeos del siglo XVIII. No hubo político que no se creyera importante que no buscase ser requerido a una sesión en donde incluso los presidentes de la República debían sujetarse a un código de antisolemnidad.
Entre las ocurrencias que los ateneistas pergeñaron para oxigenar el acartonado y vanidoso ambiente político mexicano, fue otorgar galardones metafóricos a los logros literarios y administrativos de cierta clase en el poder.
Así nacieron La Gran Batea, reservada para discursos, proyectos de ley y textos escritos; la Pata de Plomo para premiar declaraciones a la prensa, televisión y radio; la Penca de Oro con Cordón de Jarcia y la Albarda de Plumas de Colibrí con Aparejo de Piel de Ninfa para galardonar obras literarias concebidas en los momentos de ocio de la clase pública.
La experiencia profesional acumulada desde su arribo a la capital permitió a Buendía entender y operar la lógica interna de los medios y el papel que tiene la comunicación como instrumento de gobernabilidad. Esto, sumado a una estricta disciplina de trabajo y una notable capacidad para el análisis social y político, lo colocó en los primeros lugares de la preferencia de los lectores de periódicos cuando a principios de 1977 tomó la decisión de alejarse de la comunicación institucional y volver al columnismo de tiempo completo.
La información privilegiada que ofrecía, la temática con la que se podían identificar diversos grupos, la claridad, ritmo y contundencia de su redacción y una privilegiada red de contactos y relaciones, pronto lo singularizaron entre el conjunto de los profesionales del análisis político y social.
La recepción del Premio Nacional de Periodismo y la afortunada alianza con la Agencia Mexicana de Información de José Luis Becerra para publicar “Red Privada” en veintenas de diarios en todo el país, colocaron a Buendía en un escenario privilegiado del periodismo político mexicano de la segunda mitad del siglo pasado.
Pero Buendía nunca ignoró los peligros de la profesión. En una entrevista dijo: “El miedo es una reacción lógica en un hombre más o menos sano psicológicamente, y yo sí lo tengo. Pero si uno escogió este oficio porque era el más hermoso, el más fascinante de todos y al que uno ama, pues debe aceptar que algunos riesgos conlleva. Tampoco debe uno andar exponiéndose o provocando. Yo no provoco, simplemente me resguardo hasta donde puedo”.
Con regularidad recibía amenazas por correo o en mensajes crípticos. Conocía bien el modus operandi de los grupos extremistas y tomaba precauciones razonables. Por eso andaba armado. Solía decir que nada más por la espalda podrían eliminarlo … como quedó comprobado el 30 de mayo de 1984.
Recordamos a Manuel Buendía de muchas maneras. Su cálida amistad y el sentido de humor con que engalanaba su trato. La solidaridad y el culto a la amistad. Su profunda convicción de estar transitando por el mejor de los caminos profesionales. Una vez escribió: “Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y la destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: Hoy he descubierto algo importante, pero… ¡lástima que ya no tenga tiempo para contarlo!”
La tentación del juego intelectual y emocional de imaginar quién sería hoy el autor de Red Privada y quiénes sus lectores asalta fácilmente. ¿Habría sido tolerado en los sexenios siguientes … puesto que el sexenio sigue siendo la medida inescapable de nuestra vida pública? ¿Tendría una pluma como la suya un espacio en nuestros actuales medios? Pienso que difícilmente.
El 20 de agosto de 1982 Buendía fue invitado de honor a la ceremonia de graduación de alumnos de periodismo de la Universidad del Valle de Atemajac en Guadalajara. Ahí dijo a los jóvenes que lo escuchaban con el aliento en suspenso:
“De vez en cuando, las balas no respetan la credencial de un periodista, y éste queda ahí, muerto […] Y creo que ésa es una forma apropiada de morir. Los periodistas no debiéramos morir de viejos, o así nomás […].”
Veintiún meses después esa profecía se cumplió. Y si a más de cuarenta años de su ejecución la obra de Manuel Buendía sigue siendo relevante, es por la sencilla razón de que el periodismo que propuso y los valores que lo animaron no han perdido vigencia. Hay hombres que forjan su propia leyenda y Manuel Buendía fue uno de ellos. En el periodismo de vez en cuando surgen figuras que rompen los moldes no como un reto, sino porque ello es parte misma de su naturaleza. Manuel Buendía fue de esa estirpe.
Buendía alguna vez se describió humorísticamente a sí mismo como “un pecador standard”, un hombre de claroscuros que no dejó de reconocer sus defectos. A mi juicio, más allá de sus faltas, pudo forjarse como una referencia profesional que no ha perdido vigencia. Quizá una anécdota nos ayude a entender mejor la compleja y brillante personalidad del periodista que dio un nuevo sentido a la columna política mexicana. El día que Iván Restrepo presentó a Carlos Monsiváis con Manuel Buendía, primero lo puso en guardia: “Ten cuidado. Es un hombre peligroso … ¡escucha lo que le dices!”. (Concluye el 8 de junio)

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