Miguel Ángel Sánchez de Armas
Sucedió un otoño en Nueva York en un figón de postín en los altos de un rascacielos de la Gran Manzana.
Por razones que entonces me eran importantes y que hoy recuerdo con risa, me trabé en una discusión de puño de acero y guante de seda con un arrogante conosureño que pretendía tomar por asalto un evento en que yo participaba.
En la mesa, a mi derecha, mi paisano que era el responsable y que no hablaba jota de inglés, atestiguaba el zipizape con un dejo de nerviosismo.
Los ojillos azul cruel del funcionario de protocolo, su pelo rubio y piel rosada me recordaron a Alfredo Astiz, el torturador de monjas y niños que se rindió en las Malvinas sin disparar un tiro y hoy anda lloriqueando por los rincones de Buenos Aires que sus derechos humanos fueron violentados.
La discusión llegó a un callejón sin salida. El conosureño entendió. Me lanzó una mirada burlona por encima de su copa y de vuelta al español murmuró, con el tono de quien se dirige a sus inferiores: “Lo que pasa… es que los mexicanos… vos sos… ¡globeros y guadalupanos!”
Mi paisano se puso cenizo e instintivamente buscó el arma que no llevaba pues iba de civil. A mi me ganó la risa. Otro papanatas encumbrado en su burocracia, cociéndose en la insolencia, incoloro, inodoro e insípido.
El domingo pasado recordé el incidente. Manejaba por la sierra alta de Puebla en medio de una neblina compacta y viscosa cuando di alcance a una peregrinación que avanzaba a vuelta de rueda.
En la palangana de una tosienta troca de los cuarenta, una parvada de criaturas revoloteaba de un extremo a otro para ver más allá de la bruma en cada curva al borde del precipicio. En su griterío no detecté la mínima señal de alarma.
A los lados y al frente, varias docenas de mujeres y ancianos avanzaban rítmicamente, cantando “La Guadalupana, la Guadalupana, bajó al Tepeyac”, en la canturía gustosa de dulces chasquidos, con vocales y consonantes licuadas, que describiera el gran Alfonso Reyes.
Pensé entonces en la caminata de relevos que por todas las carreteras de México miles de jóvenes, adultos y ancianos emprenden en diciembre para colocar la llama de una antorcha a los pies de imágenes de la Morena en cientos de santuarios.
¿Qué energía secreta anima a estos compatriotas, en su inmensa mayoría los menos favorecidos, por no decir los más jodidos, los que aparecen en el discurso y en la proclama de un cambio que no verán, que sin importar el clima o el cansancio van llenos de alegría entre globos multicolores a cantarle las mañanitas a la Guadalupana?
No hay más que verlos trotar, con la mirada luminosa y envueltos en un halo de secreta esperanza, o atestiguar, en la penumbra de un templo, el fervor de sus rezos ante la imagen, para comprender.
¡Globeros y guadalupanos! Sí. Ahítos de color, de vida y de fe. Ser guadalupano, me parece, es sentir que un mañana mejor siempre es posible.
No es algo necesariamente religioso, sino la convicción de que pese a todo, el futuro será mejor.
Muchos males han azotado a este pueblo, pero la gente a la que veo correr en el intenso frío y la bruma de la sierra sin duda tiene la certeza de que el día de mañana traerá cosas buenas.
Para ser guadalupano y participar en el milagro hay que amar profundamente a México. Ni siquiera hay que ser creyente, como sin duda no lo fueron muchos de los miles que siguieron el estandarte enarbolado por Hidalgo.
Por ello la imagen de mirada enigmática que se posa sobre una media luna a su vez sostenida por un querubín, aparece lo mismo cuando se expropia el petróleo que cuando un sismo hiere a la tierra.
Conocí a un hombre que acudía a la pequeña capilla lateral del templo de su pueblo y frente a la imagen se fumaba un cigarrillo. “Vine a platicar con ella”, le decía al párroco.
Esta sencilla y sorprendente fe popular ha sido secuestrada por un sistema que cada seis años ofrece un renacimiento, y que desde todos los colores y a partir de todas las aparentes diferencias ideológicas, se autoalimenta de la paciencia y esperanza del pueblo.
El nuevo sexenio, el nuevo presidente, los nuevos diputados, el nuevo alcalde… ¡las cosas van a cambiar!, se promete a la gente. Todos los llegados al poder marcan distancia con los anteriores y se anuncian como los heraldos inigualados del futuro.
Todos están convencidos de que serán elevados a la diestra de “Tata Lázaro” por los compatriotas más humildes, esos doce millones de mexicanos con nombre y apellido que sobreviven con diez pesos al día y que no se alzan en armas por la falta de medicamentos por que están resignados que tal es la voluntad divina.
Por eso mientras circulaba entre la neblina por esa carretera serrana, a pocos metros de unos ancianos que iban dando zancadas sin importar que sus huaraches estaban ya en trizas, pensé con un escalofrío que esa fe es como una corriente submarina cuya fuerza descomunal no es aparente a la vista, pero que ahí está, viva y presta a desbordarse en cualquier momento.