domingo, diciembre 15, 2024

José Agustín, el escritor que cayó a la tierra

Hermann Bellinghausen
Para la Jornada
(la foto es de Mónica González)
CIUDAD DE MÈXICO.- De mi generación en adelante todos los lectores nacimos en un mundo donde ya existía José Agustín (Augusteen, ese mi Agustiín). Nadie en la literatura mexicana encarna mejor que él nuestros roaring sixties.

Los vio venir antes que nadie mediante un puñado de libros que, considerados desde acá, son sólo sus primeros: la precoz y determinante novelita La tumba (1964), el campanazo de largo aliento De perfil (1966), la iniciación sicodélica en Inventando que sueño (1968), la intensa Abolición de la propiedad (1969), teatro-no teatro.

Ahí tenemos el Primer Momento del narrador más nuevo, el que da vuelta a la página, que se suponía nueva a partir de La región más transparente y la sucesiva obsesión por el poder de Carlos Fuentes. Acompaña en aparente liga junior a la generación renovadora, intelectualizante, anti novela, de Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Sergio Pitol, Juan Vicente Melo.

Desde la otra orilla, para nada europeizada aunque él cosmopolitée sin pudor, José Agustín (Ramírez) suelta la lengua de los chavos y afloja la puntuación en un periodo efervescente, experimental, desmadroso, rebelde y peligroso.Tanto así que uno de los protagonistas de este narrador tan natural que parece silvestre es el lenguaje. Tras De perfil cualquier palabra o palabreja resulta gozosamente literaria y se aviene al mejor retrato de quien habla. Troquela desde La tumba los incesantes monólogos joyceano-faulknerianos cargados de Miller y Kerouac, pronto con todo el rocanrol que en el mundo era y había sido. El “clic, clic, clic…” que rubrica la novelita nos hace merecedores del joven Werther, El extranjero de Camus y el Salinger de The Catcher In The Rye en clave mexicana para baby boomers y la banda gruexa aunque clasemediera del periodo. Misma que será inmolada sin quererlo en la Plaza de las Tres Culturas, y cuyos sobrevivientes se iniciarían más allá de los límites de la conciencia, trasponiendo las puertas de la percepción y se reirían de sí mismos tomándose en serio nada más lo estrictamente indispensable.

Tallereado por Juan José Arreola, saludan su obra Juan Rulfo y José Luis Martínez. En el 66, a los 22, publica su primera autobiografía bajo los auspicios de Emmanuel Carballo, quien lo retrata así: “A primera vista, parece el cantante de un conjunto musical a la moda. Pantalones ajustados, camisa esport y suéter (o saco que rompe bruscamente con la estética de las personas mayores). Su apariencia entre cautelosa y despreocupada impide, en los primeros momentos, que se vea en él a uno de los escritores recién venidos que posee mayor talento y personalidad”. Lo compara con el alguna vez joven Salvador Novo y sus novocablos.

Con Juan Tovar y Parménides García Saldaña se interna incondicionalmente en los senderos y abismos del rock, para resultar el primer traductor, divulgador y comentarista inteligente de la que él mismo llamaba desde entonces “nueva música clásica”.

Margo Glantz se ofrece a sistematizar esa “otra” literatura en Onda y escritura en México. Jóvenes de 20 a 33 (1971), antología snapshot del periodo que acuña coloquialmente “La Onda” hasta volverse un útil lugar común.

En 1971, el escritor tapatío pero de Acapulco estrena en el cine Regis su largometraje Ya sé quién eres (te he estado observando), que entroniza a la cantante pop Angélica María. De entonces data su Rockabulario para mayores de 1174 años (“onda no smog”=naturaleza; “hijo, hijín, galán, matador, maestro”=cuate; “Bardo Thodol”=muy buen patín; “patín”=onda, situación, aventura, plan; y así por el estilo).

Sin apartarse del camino anterior, tras una temporada en el infierno del Palacio Negro de Lecumberri, en 1973 publica Se está haciendo tarde (final en laguna) de ambiente acapulqueño, asumiendo la literatura “del lado moridor” (que dijera Evodio Escalante de Don José El Grande) con todo el ingrediente de sexo, drogas y rocanrol en grado acelerado, que alcanza crueles delirios burroughsianos en El rey se acerca a su templo (1975): cinismo, desgarramiento emocional, pachequez, mal sexo.
Stop. Todo esto, más periodismo cultural, divulgación sicodélica, Las enseñanzas de don Juan de Carlos Castañeda en traducción suya y prólogo de Octavio Paz, y el desenfado de una Olimpia de escribir y/o ametrallar a prueba de cansancio, le toma apenas diez años. Pisa la cárcel, faltaba más. En fin, es una figura arrasadora que sin embargo será progresivamente mal vista por el establishment político, la izquierda, la vertical y derechosa República de las Letras y academias que la cortejan.

Escritor sin igual, después de él la narrativa mexicana no vuelve a ser igual. Deja huella firme en los Rupestres, en los narradores de las generaciones siguientes (de Juan Villoro a Fernanda Melchor). Le debemos, en parte, la primera versión de las Obras Completas de José Revueltas, carnal suyo si alguno en nuestra tradición literaria.

Pero Agustín no es Parménides, no se deja arder de un flamazo en pasto verde ni deriva a la mera divulgación maniática de la contracultura. Se convierte en novelista y cuentista sólido, original, fortísimo. Se deja venir con Ciudades desiertas (1984), inmersión en el Gabacho real y sus hostilidades; Cerca del fuego (1986), que órale, clavadón existencial de primera; La miel derramada (1992) entre el erotismo y el terror; la renovadora Vida con mi viuda (2004), tan desafiante como Profesione: reporter (El pasajero) de Michelangelo Antonioni, y Armablanca (2006), duro regreso a unos años sesenta nada idealizados.

Cronista a su modo de nuestros días por el reverso, nunca aplaudido ni prologado por Carlos Monsiváis, retrata la Tragicomedia mexicana (1990-2013) en tres tomos y recoge sus escritos dispersos y necesarios en La contracultura en México, El hotel de los corazones solitarios (notas sobre rock y gritos) y sus biografías reescritas en El rock de la cárcel.

En 2002 junta sus locuaces Cuentos completos, a los que Luis Humberto Crosthwaite acomete “como si fuera una película de vaqueros y José Agustín fuera el gatillero más rápido del oeste, mejor que Clint Eastwood y John Wayne”. Y reflexiona el narrador tijuanense: “¿Por qué leerlo, por qué buscarlo, por qué razón arrojarse a sus páginas con la energía con que lo siguen haciendo sus lectores más devotos? Quizás porque adentrarse en su obra es entrar en los terrenos de un hombre que no ha sabido traicionarse.

Desde 1968, año en que la editorial Joaquín Mortiz introduce su primer libro de cuentos, hasta su historia más reciente, Agustín ha mantenido una congruencia de espíritu e ideas que no es fácil encontrar en otros autores mexicanos”. Agreguemos que eso es algo que no le perdonaron los cacicazgos culturales.

Un desafortunado y neurológicamente grave incidente en 2009, causado por el fervor irresponsable de algunos admiradores, interrumpió de golpe (y porrazo) la escritura sin límites ni miedos de José Agustín, aunque nuestro hombre haya sobrevivido lo suficiente para ver sus obras reunidas por Random House en una biblioteca propia, guiada por su hijo el escritor e importante editor Andrés Ramírez.

Locos y cool, bibliófilos, jipitecas, musiqueros, chavas destrampadas y rucas memoriosas, lectores nuevos, y los de su rodada que van quedando: todos tenemos un José Agustín que agradecer a la vida.
AM.MX/fm

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