Federico Berrueto
Andrés Manuel López Obrador dejará de ser presidente en no mucho tiempo, pero su legado, para bien o para mal, habrá de representar un momento de quiebre de la política nacional. La vehemencia del presidente y su visión de la sucesión hace pensar en una fórmula de continuidad al margen de la institución presidencial, un maximato desde la quinta en Palenque a donde ha dicho se retirará. El poder metaconstitucional es imposible, aunque se pretendiera. Ya en otro momento se abordará este asunto.
Es desproporcionado e inexacto adjudicar a López Obrador el envilecimiento, la degradación de la política; ocurre de mucho tiempo atrás. De hecho, la mala imagen del oficio y de quienes lo practican es una constante histórica. Las razones han variado en el tiempo y no siempre han sido únicas, además de fórmulas de cinismo social a manera de justificar lo inaceptable, tales como autoritario, pero garantizaba la paz social; roba, pero hace; corruptos, pero repartían; vivales, pero hacían.
Esto cambió y con el tiempo el descontento decantó en la corrupción. Ningún presidente, con la excepción de José López Portillo tuvo un ocaso tan adverso y dramático como el de Enrique Peña Nieto a pesar de las transformaciones trascendentales al inicio de su gobierno. Se gobernó y se hizo política para una minoría poderosa, acompañado de frivolidad, venalidad y cinismo. La exclusión política y económica de los más, no sólo de los más pobres, cobró factura y el desencanto llegó por igual al gobernante, al gobierno y al régimen mismo. Ante tal circunstancia, la prédica reivindicadora a partir del agravio caló en muchos, además en las clases medias y parte de las acomodadas, lo que llevaría a López Obrador a un empoderamiento con pocos contrapesos institucionales. El voto del agravio le impulsó arrolladoramente.
Las razones del envilecimiento de la política ahora son diferentes. La polarización pre-existente y aprovechada y promovida por el presidente ha servido para blindar a su proyecto del error, el exceso y hasta el abuso. La polarización absuelve y condena y ocurre no por razones de desempeño, sino por las emociones encontradas.
López Obrador perdió buena parte de las clases medias, pero amplió y profundizó su presencia en los sectores más pobres de la población, además de la adhesión transversal de los beneficiarios de los programas sociales.
La política se envileció ahora por tres razones fundamentales: la exclusión, esto es la nueva legitimidad requiere del rechazo, del antagonismo que, inevitablemente, conduce al repudio de la coexistencia de la diversidad. No hay espacio para la libertad de disenso en ninguna de sus expresiones. Es un ambiente de guerra que condena y excluye al opositor y también a quien actúa de manera independiente. La mesura fue exiliada del imaginario de lo aceptable, de lo conveniente.
Otra de las bajas de la nueva legitimidad política es la imposibilidad del diálogo y el descrédito del acuerdo. No dialoga quien tiene la certeza del monopolio de la verdad; se asume que el acordar, el negociar es una forma de desviar la ruta, de ceder y, en última instancia, de traicionar. Otra de las causas del envilecimiento fue el desdén a la legalidad, a sobreponer el interés político sobre lo que determina la Constitución y la ley.
La falta de diálogo y acuerdo se hace ostensible, no así en la discreción. El presidente sí dialoga, pero es selectivo y al no airearse los asuntos no hay manera de un espectro de participación incluyente y, por lo mismo, que las razones de autoridad no queden degradadas por la propaganda y la prédica moralista del régimen, eficaces para convencer a los ya convencidos, contraproducentes y motivo de encono para los demás, no todos opositores, no todos refractarios a la causa del régimen.
Una tercera razón de envilecimiento de la política es el dominio de la inercia electorera. Es mucho lo que gira en torno al objetivo de prevalecer en la elección. El presidente, el gobierno y altos funcionarios, no sólo los aspirantes, hacen de los comicios de 2024 la atención prioritaria de actividad y de gestión política. Es una pérdida enorme de energía y en buen parte explica dos procesos perniciosos: la militarización de la vida pública, bajo el supuesto de la disciplina de las fuerzas armadas y de desempeño al margen de la política y la degradación del servicio público, resultado de que la administración y la técnica son sometidos o degradadas por el interés electoral.