Por Mónica Herranz*
¿Por qué las cosas tienen que ser así? Es la pregunta que repentinamente volvió a su mente. Hacía muchos años que no se la hacía, sin embargo, esa noche, la pregunta regresó. Lo más difícil es que no había respuesta para tal pregunta, no la había ahora, como tampoco la había habido en la infancia, que es cuando recordaba habérsela hecho por primera vez.
Ahora en la adultez pensaba que seguía sin tener respuestas concisas para aquella pregunta, sin embargo, lo que sí había podido, era tener una mayor comprensión de las situaciones y eventos que se presentaron en aquel entonces. El proceso no había sido fácil porque tuvo que colocarse en el lugar de muchas personas y pensar en las situaciones y los eventos, desde la percepción de cada involucrado. A veces, al hacer tal ejercicio encontraba respuestas parciales; encontraba otra mirada de una misma situación, y eso justamente ayudaba a la comprensión, no sólo de la situación, sino también del otro, pero eso aun no le daba la respuesta a la pregunta en cuestión.
Habían pasado quizá treinta y tantos años desde la primera vez que se hizo la dichosa pregunta, y sentía una especie de rara combinación entre desconcierto, enojo y desazón por habérsela vuelto a hacer tan repentinamente, y es que justo esa cualidad de repentino dotaba a la pregunta de una genuidad incuestionable. No se la estaba haciendo por tirarse al drama o por mostrar perplejidad frente a la situación. De alguna forma no había buscado hacérsela, sino que la pregunta había surgido desde lo más profundo de su ser.
Resultó entonces ser también una pregunta de carácter regresivo, porque no sólo se estaba cuestionando situaciones del presente sino que en automático, la dichosa pregunta, hizo que volviese al pasado. En ese momento hubiera deseado, así como deseó en la infancia, que las cosas fueran distintas. La diferencia fundamental, es que en la infancia no podía hacer mucho respecto de su situación. A lo más podía llorar a hurtadillas o meterse en su cama y esperar a que las cosas mejoraran, que al llegar el día siguiente, fuera un día distinto, más llevadero, más ligero. Ahora en la adultez, parte de ese panorama era el mismo, y quizá ahí estaba lo inquietante, tampoco podía modificar significativamente lo que le sucedía, básicamente porque no estaba en sus manos, pero sí tenía mayores herramientas para afrontar el presente que las que llegó a tener en el pasado. De todos modos, aún con esas herramientas adquiridas a lo largo de la vida o quizá por ello, parecía que en la adultez la pregunta pesaba más.
En la infancia la pregunta generalmente llegaba por las noches, y aunque no podía encontrar respuestas, el sueño hacía su labor y en algún momento dejaba de pensar. Se acurrucaba y aunque buscaba un consuelo que muchas veces no llegaba, al final dormía. Ahora en la adultez a veces desearía poder hacer lo mismo, acurrucarse en espera de algún consuelo y esperar…esperar que la noche le diera calma, que con la llegada de un nuevo día las cosas fueran distintas, que pasara la tormenta y el sol saliera, sólo que a veces despertaba, y aunque la tormenta había pasado, el día seguía nublado. La diferencia fundamental de la que hablaba unas líneas atrás es que ahora había aprendido a que en días nublados es conveniente llevar el paraguas por si llueve y a no llevarlo sólo como un accesorio, sino a usarlo en caso necesario.
Si lo pusiera en plan metáfora diría que la lluvia, es decir, el agua, es necesaria para la vida y que si no conociéramos la tormenta no tendríamos la capacidad de apreciar la calma, es parte de los encantos y desencantos de la vida. Sin embargo, una cosa es conocer la tormenta y otra exponerse a ella. A veces no podemos saber por qué nos llueve de determinada manera, pero si podemos saber que no hay tormenta que dure cien años y que cuando llueve sobre mojado y nos preguntamos por qué las cosas tienen que ser así, encontremos o no la respuesta, siempre podemos buscar resguardo. Y esto me lleva irremediablemente a citar de nuevo, porque ya lo he hecho en alguna ocasión, a este fabuloso escritor japonés que plantea:
“Y una vez que la tormenta termine, no recordarás cómo lo lograste, como sobreviviste. Ni si quiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente, pero una cosa si es segura. Cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella, de eso se trata eta tormenta”
Haruki Murakami.
Probablemente querido lector a usted también le haya sucedido en alguna ocasión, hacerse la dichosa pregunta, ¿por qué las cosas tienen que ser así? Tal vez ya ha estado en medio de esa tormenta y es por ello que en esta ocasión quisiera invitarlo a que deje un comentario por aquí compartiéndonos qué ha hecho en ese caso, ¿logró salir de ella?, ¿cómo lo logró?, ¿usó su paraguas?, ¿le prestaron uno?, ¿buscó refugio?…
Pareciera de pronto un bombardeo de preguntas y no le pido que responda a cada una de ellas, pero si se anima, deje un comentario, quizá a alguien pueda serle de utilidad. A veces, cuando el día está nublado y hemos dejado el paraguas en casa, también nos viene bien que alguien nos preste el suyo o nos brinde un refugio temporal; o que alguien nos comparta cómo sobrevivir a la tormenta o cómo atravesar por ella sin darnos por vencidos.
Punto y aparte, estimado lector, y ya que ha llegado hasta aquí, cosa que evidentemente agradezco, deseo que tenga usted una excelente noche buena y una muy ¡Feliz Navidad!
*Mónica Herranz
Psicología Clínica – Psicoanálisis