El Yúmari de los corredores tarahumaras

Fecha:

*Adrián García Aguirre / Creel, Chih.

*El Ultramaratón Caballo Blanco inventado por un gringo.
*Michael Randall Hickman organizó el primer evento.
*Sol, aire, árboles, plantas y territorios sagrados.
¨*La vida es simple, compartir”, dice otro de los participantes.
*”Han enfrentado siglos de desafíos; pero siguen aquí”.

Teresa recuerda que su madre —corredora de la Sierra Tarahumara, ¿qué más?— fue su primera inspiración, pero ella se hizo de velocidad y resistencia en su convivencia con el montde, recorriendo barrancas, cuidando cosechas, vigilando las cabras.
“La Tierra es nuestra madre porque nos da todo”, dice Candelaria, otra indígena presente en el Yúmari, el festival de los pueblos serranos: “Todo lo que nos rodea nos conecta con ella: El Sol, el aire, los árboles, las plantas, los territorios sagrados. Con ello nos identificamos como rarámuris”.
Ese hilado invisible que entrelaza su vida con su entorno atrae cada vez más atención fuera de México.
Hace un par de décadas, el maratonista estadounidense Michael Randall Hickman —a quien la comunidad llama “Micah”— conoció a algunos atletas rarámuris en una carrera en su país y, tras enamorarse de la cultura, se mudó a la sierra.
Y no obstante su origen gringo, organizó el primer evento de velocidad, compartió el resto de su vida con ellos e impulsó a corredores locales a través del Ultramaratón Caballo Blanco.
“La vida simple, el compartir, son inherentes a la cultura rarámuri”, dice Michael Miller, otro maratonista estadounidense que cayó rendido ante la Tarahumara y trabaja en True Messages, organización que apoya a corredores como Miguel desde el fallecimiento de Micah en 2012.
“Han enfrentado siglos de desafíos — violencia de los cárteles, tala ilegal, sequía— pero siguen aquí y mantienen su conexión con la Tierra”, añade. “Ésa es la sabiduría que los extranjeros tenemos que comprender y apreciar”.
Los hijos de la montaña nunca renunciarán a ella. Cuando Miguel no bate récords en Caballo Blanco o se lleva de calle a corredores extranjeros en pistas pavimentadas lejos de la sierra, trabaja como albañil en construcciones cercanas y se dedica a la siembra de maíz o frijol.
Él no acepta patrocinios ni quiere mudarse. Guarda sus medallas para colocarlas en una segunda habitación que pronto espera añadir a su cabaña y sólo cambia sus sandalias por tenis porque cuando corre grandes distancias —digamos, cien kilómetros— las correas de cuero se truenan y repararlas lo retrasa en la contienda por la meta.
“Nunca he pensado en irme, pues los tarahumaras no son de hacer dinero y no estamos acostumbrados a la ciudad. Corremos por gusto, por la emoción de correr”.
Esa primera emoción la sintió a los ocho años —durante unas carreras locales llamadas Rarajípari— y creció con el tiempo, cuando prestó atención al correr de su madre.
“Pienso que de ahí viene, porque mi mamá, desde que era jovencita, corría”, recuerda. “Siempre ganaba y ahí es cuando me empezó a gustar más”.
Ella, cuenta Miguel, fue una suerte de entrenadora que no le indicaba cuánto o cómo correr, sino lo que sentiría. Al principio, le decía, vas a estar bien, pero cuando tengas dos o tres horas corriendo, vas a empezar a tener hambre y sed.
Después de unas ocho o nueve horas, te van a empezar a pegar los calambres, pero no les hagas caso, porque si te enfrías, te van a pegar más fuerte.
“Lo que se trata es de aguantar, de terminar, no importa cuántas horas hagas”, dice Miguel.
Los hijos de la montaña se inspiran entre sí. Mario Pérez — piel ocre, voz bajita— no tiene padres corredores, pero entrena en las barrancas porque algún día le gustaría ser como Miguel.
“Hace poco corrí con él”, dice desde un parque de diversiones en el que trabaja guiando a turistas que escalan la Sierra Tarahumara. “Íbamos iguales en la parte de abajo, pero luego él empezó a ir recio y en la subida me dejó atrás”.
Los admiradores más aguerridos de Miguel viven con él y Mari en su pequeña cabaña de Porochi. Aunque el corredor le dice a sus hijos que sean pacientes, que no corran tan chicos para evitar lastimarse, ellos lo ignoran y ponen los pies en polvorosa.
De un tiempo para acá, cuando compite, sus niños lo esperan cerca de la meta. Tan pronto lo ven, se lanzan al galope y la emoción se contagia. Tras ellos despegan sus compañeros de escuela y así, como si fueran un mismo corredor, libran los kilómetros finales con Miguel.
“Les decimos ‘los caballitos’”, dice sonriente. “A veces llegamos a la meta hasta con veinte niños”.
“Me dicen que sienten la emoción y yo les digo que eso está bien”, añade. “A lo mejor algún día, si les gusta, ellos podrán ser campeones también”.

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