viernes, abril 19, 2024

El golpe de Estado de 1991 está en la memoria de los rusos

Luis Alberto García / Moscú

*El presidente Mijaíl Gorbachov sabía lo que se preparaba.

*La desintegración, la mayor catástrofe geopolítica del siglo.

*Bajo el mandato de Vladímir Putin se recuperó el orgullo nacional.

*Las encuestas han medido las dimensiones de ese episodio político.

*Borís Yeltsin, uno de los protagonistas, tiene su centro cultural.

*“Las actitudes imperiales siguen vivas”: Guennadi Búrbulis

En 1991, el concepto “libertad” era la sensación imperante entre quienes se opusieron al intento de golpe de Estado de agosto de ese año, con el cual se trató de impedir el proceso reformista que pretendió instrumentar Mijaíl Gorbachov; pero esa perspectiva se alteró con el tiempo: “El hundimiento de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo”, afirmó catorce años después el presidente Vladímir Putin.

Y añadió en 2005: “Para el pueblo ruso también fue un verdadero drama. Decenas de millones de nuestros conciudadanos y compatriotas se encontraron fuera del territorio ruso y la epidemia de la desintegración se extendió también a la misma Rusia”.

Recién ocurría la reelección de Putin en marzo de 2018 , casi la mitad de los rusos (48%) no recuerdan lo que sucedió en aquel ya lejano agosto, según un sondeo del Centro Livada; el 35% opinó que el golpe fue un “episodio” en la lucha por el poder entre los dirigentes del país; el 30% lo calificó de “acontecimiento trágico” y solamente un 8% lo vio como la victoria de una revolución democrática.

En 2004, el 13% de los rusos tenía dificultades para valorar aquellos acontecimientos, y en 2016 la proporción de los confusos se elevó al 27%, pero preguntados por sus simpatías, el 30% argumentaron que eran demasiado jóvenes para comprenderlo, un 8% simpatizaron con los golpistas y un 13% se declaró en contra.

Según la ideología fomentada desde el Kremlin, la década de 1990, bajo la presidencia de Borís Yeltsin, fue un periodo de humillación y penuria de la que el país comenzó a recuperarse con la llegada al poder de Vladímir Putin en 2000, bajo cuyo mandato Rusia recuperó el orgullo nacional y dejó de sentirse de rodillas ante el mundo.

Desde hace años, los dirigentes rusos dicen ignorar los sucesos de agosto de 1991; pero han ido más lejos al negar el permiso para un tradicional acto conmemorativo dedicado a los tres jóvenes que, en la noche del 20 al 21 de agosto, murieron en un accidente al encontrarse con los tanques llegados a Moscú.

Con el pretexto de que había obras de remodelación en el centro moscovita, el ayuntamiento de la capital propuso que el acto se trasladara, desde el lugar de la tragedia -el cruce del “kolzo” o anillo circular con la avenida Novii Arbat-, a un entorno periférico de la capital; sin embargo, la autoridades citadinas no impidieron celebrar el festival de Cine de Moscú dos semanas después

Desde su llegada al poder, Putin recuperó de forma ecléctica los símbolos del pasado -el águila bicéfala del zarismo y la música del himno soviético-, y en su programa destacó el reforzamiento de los vínculos con los países postsoviéticos en estructuras como la Comunidad de Estados Independientes (CEI) y, sobre todo, la Unión Euroasiática, que integra a Bielorrusia, Kazajistán, Kirguizistán y Armenia.

Guennadi Búrbulis, ex secretario de Estado de Rusia y hombre de confianza de Borís Yeltsin, opinó que la desintegración de la Unión Soviética fue un “Chernobyl político” que aún emitía radiaciones: “El imperio soviético –dijo-, un régimen militarizado y totalitario basado en la violencia y la sumisión, se extinguió el 22 agosto de 1991; pero las actitudes imperiales siguen vivas”.

Expresó también que éstas tenían “profundas raíces” y se manifiestaban en “peligrosos juegos de restauración”, y de paso, Búrbulis advirtió contra las interpretaciones “simplistas” y abogó por un diálogo elaborado y sincero entre quienes, partiendo de sus concepciones del mundo, se enfrentaron en agosto de 1991.

En su opinión, desde enero de 1991 Mijaíl Gorbachov no comprendía la realidad y tuvo “bastante responsabilidad personal” en la desintegración de la Unión Soviética, sin estar del lado del golpe de Estado; pero “sabía lo que se preparaba”, explicó Búrbulis, según el cual, cuando el líder soviético se fue de vacaciones a principios de agosto, los colegas que lo despidieron en el aeropuerto le dijeron que, si se producía una catástrofe, tendrían que tomar medidas serias.

“Con un pie en la escalerilla del avión, Gorbachov les dijo: “Prueben”, y según afirma Búrbulis, el presidente de la siempre dijo que estuvo incomunicado en Crimea y que no tuvo nada que ver con el golpe.

Casualidad o no, el 19 de agosto de 2016, coincidiendo con un aniversario más del golpe, en Simferópol, la capital de Crimea, se inauguró un monumento dedicado a Yekaterina II, la emperatriz que conquistó la península en 1783.

El monumento es una réplica exacta de otro construido en el siglo XIX y sustituido en época soviética por una composición escultórica dedicada a líderes comunistas, entre ellos Vladímir Ilich Ulianov, Lenin.

La estatua de la emperatriz, realizada en bronce en Moscú, fue financiada mediante una colecta popular, a iniciativa de una fundación vinculada a Konstantin Maloféiev, oligarca ortodoxo ruso, considerado una figura clave en la anexión de Crimea en 2014 y en la intervención rusa en las regiones del Este de Ucrania.

Las estatuas de los zares parecen estar de moda en Rusia, y en Moscú ya se planeaba erigir una dedicada al príncipe Vladímir, convertido al cristianismo en el siglo X, y en la ciudad de Oreol, otra a Iván IV el Terrible, pese a las protestas que inspira esa figura del siglo XVI.

Para poner en la memoria el 25 aniversario de agosto de 1991, se aceleró la construcción del Centro Borís Yeltsin en la ciudad de Ekaterinburgo -fundado en el otoño de 2015 en la provincia natal de Yeltsin-, convertido en reducto cultural destinado a preservar un recuerdo de la década de 1990 noventa más positivo que el cultivado desde el Kremlin.

Otros actos dedicados a agosto de 1991 tienen lugar cada año en un parque de Moscú, cerca de los jardines adonde se alzan las estatuas de los líderes y teóricos comunistas, retiradas del espacio público al desintegrarse la Unión Soviética, entre ellas muchos “Lenin”, algunos “Dzherzhinski”, “Engels” y “Marx” y, por supuesto, alguno que otro “Stalin”, el Padrecito de todas las Rusias.

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