viernes, marzo 29, 2024

El asesinato de Alvaro Obregón, un asunto de la Guerra Cristera

CIUDAD DE MÉXICO, 17 de julio (AlmomentoMX).- En medio de una oleada de asesinatos políticos registrados en el México de la segunda y tercera décadas del siglo xx, entre militares y civiles ansiosos por entronizarse en la silla presidencial, la historia tradicional registra algo insólito: la entrada en escena de una mujer, de una monja. Se deja entrever que sin mayor ciencia ni infraestructura a su alcance, le bastó una veintena de monjas para montar un crimen de Estado. Ni más ni menos que el asesinato del general Alvaro Obregón, presidente electo de la República.Curiosamente.

Concepción Acevedo de la Llata no buscaba el poder político ni remplazar a Plutarco Elías Calles en la silla presidencial, sino sumarse a la guerra santa que presionaba al gobierno presidido por Calles para que modificara la Constitución Política de 1917.

A resultas de ello, sin mayor reflexión, sus detractores, católicos y laicos, le atribuyen tanta o mayor capacidad criminal que la de los civiles o militares, famosos por descuartizarse unos a otros. Pero las dudas son demasiadas. ¿De dónde sacaron sus detractores que la perversidad de una monja fue tanta que rivalizaba con la de los homicidas de la decena trágica, del huertismo, de la rebelión de Agua Prieta y de la rebelión delahuertista, entre otras? La presente investigación tiene como objetivo desmitificar semejantes infundios y falsedades, y aclarar la verdad de lo sucedido.

El 17 de julio de 1928, a las 2:20 de la tarde, Álvaro Obregón, entonces recién electo presidente de México, era un hombre con un solo brazo y muchas preocupaciones. Varias ideas recorrían su mente mientras degustaba en el lujoso restaurante La Bombilla una comida preparada en su honor por los diputados de Guanajuato. Una de ellas pudo estar relacionada con el peligro de un asesinato.

El 13 de noviembre de 1927, Obregón había sufrido un atentado dinamitero en el bosque de Chapultepec, perpetrado por integrantes de la Liga Nacional de la Defensa de la Libertad Religiosa (fundada el 14 de marzo de 1925), entre los que se encontraban Juan Tirado, Nahum Lamberto y Humberto Pro Juárez.

Horas antes, en el Centro Director Obregonista, el periodista cercano, Rafael F. Muñoz, le había advertido sobre el peligro de un homicidio.

También recordaría el Diario de Yucatán, días más tarde, que el general le comentó a su hijo Humberto sobre la responsabilidad de atender a la familia en caso de consumarse su muerte.

La posibilidad de un magnicidio se encontraba relacionada con el malestar de los católicos tras la implementación de rigurosas medidas llevadas a cabo durante el periodo presidencial de Plutarco Elías Calles.

Mientras estos pensamientos podían recorrer su mente, un joven silencioso le dibujaba unos bocetos. Su nombre era José de León Toral y, a diferencia de su modelo pictórico, tenía dos brazos y una sola preocupación: matarlo. En cuestión de segundos, mientras la orquesta típica de Alfonso Esparza Oteo interpretaba “El limoncito”, el lápiz fue intercambiado por la pistola y varios disparos segaron la vida del héroe de Celaya. Es aquí donde comienza esta historia.

La noticia del magnicidio impactó la vida cotidiana capitalina. El miércoles 18 de julio, Excelsior dio cuenta a sus lectores del desorden citadino ocurrido la tarde del día anterior:

El aspecto de la ciudad, desde que se conoció la tremenda noticia por todas partes con la velocidad de un relámpago, era extraño e inusitado. Posiblemente ningún otro acontecimiento extraordinario de los muchos que ha tocado presenciar a las actuales generaciones, había producido una más honda impresión, ni un mayor sentimiento de estupor y desconcierto como el asesinato de Obregón.

Grupos numerosos de personas se veían obstruyendo las aceras, en el frente de las casas, abordando los tranvías, reflejando en sus semblantes una ansiedad por interrogar a propios y extraños, o bien por cambiar impresiones, referir datos, ratificar informes […].

El corresponsal del rotativo no pudo ocultar su sorpresa por el impacto del suceso como un extraordinario catalizador de debates en la vida cotidiana. En sus apreciaciones mostraba varios elementos del funcionamiento de la opinión pública de la época, tales como el interés popular en los sucesos políticos del devenir nacional y el papel desempeñado por los circuitos de transmisión oral, adelantándose a los medios oficiales en la diseminación de la noticia. No tardó mucho para que otros formatos, menos convencionales, circularan en la esfera pública mexicana revelando posiciones políticas diversas sobre el asesinato del “héroe de Celaya”.

En su libro, “La Madre Conchita: ¿Autora intelectual del asesinato de Álvaro Obregón?, Mario Ramírez Rancaño, catedrático e investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, señala que luego de dos meses y medio escasos de su ascenso al poder, en febrero de 1925, Plutarco Elías Calles patrocinó la fundación de la Iglesia católica apostólica mexicana, opuesta a la romana.

Después de innumerables enfrentamientos con el Estado, a mediados de marzo de 1925, un grupo de católicos respondió creando la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa. En este frenesí, el episcopado acordó suspender el 31 de julio de 1926 el culto religioso en toda la República. Mediante la encíclica Iniquis afflictisque, el 18 de noviembre de 1926, el papa Pío XI le echó más leña a la hoguera afirmando que le parecía aberrante que en una nación católica como la mexicana, Calles intentara echar abajo la casa del Señor edificada sobre piedra firme y sólida. Sin tapujos, manifestó que no le gustaba la Constitución Política de 1917 porque le quitaba a la Iglesia toda clase de derechos, y de hecho la condenaba a muerte. Posteriormente fue más directo: expresó que como las leyes dictadas por los gobernantes laicos amenazaban la estructura y la vida misma de la Iglesia, resultaba explicable que los sacerdotes y fieles hubieran levantado un muro en su defensa. En otras palabras, que se hubieran levantado en armas. Efectivamente, aliado con un sector duro de seglares, el episcopado jugó su carta más fuerte: la guerra santa. Desde el púlpito, innumerables sacerdotes la impulsaron, y miles y miles de habitantes de los pueblos y rancherías del Bajío se lanzaron en una singular cruzada para derrocar al tirano. Sin contemplación hicieron pública su decisión de morir por Dios, de convertirse en mártires, lo cual les garantizaba su ingreso al cielo.

Los católicos no se conformaron con la suspensión del culto y la guerra santa. Sus miras fueron más elevadas: el asesinato de Álvaro Obregón, a quien culpaban de todas sus desgracias. En el momento en que el «manco de Celaya» hizo pública su intención de ocupar nuevamente la silla presidencial, sacaron del baúl un sinnúmero de viejos agravios. En la literatura de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa sorprende el odio que le tenían.

Además, aseguraban que Dios mismo había ordenado el asesinato de Calles y Obregón, aunque por su condición de cerebro del régimen, este último era quien debía morir primero.

En un volante de la Liga se aseguraba que muchísimas personas anhelaban estar cerca del tirano para liquidarlo, y aun hubo casos en que dijeron que con el asesinato de Obregón se abrirían las puertas para que Cristo reinara en México.

Por su escasa formación intelectual, que no rebasaba la elemental, la madre Conchita no estaba capacitada para planear el asesinato de un personaje que tocaba la cúspide del sistema político. Lo que sorprende es que, durante el juicio al que fue sometida, los jueces no insinuaran siquiera que algún dirigente la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa o algún miembro del episcopado, hubieran estado involucrados en el asesinato. Precisamente, nuestro interés radica en averiguar qué hay de cierto en que la monja fraguara el asesinato.

¿Realmente fue así? Y si no, habría que barrer con la secuela de afirmaciones y testimonios en que se asegura semejante cosa. Para el logro de nuestros fines, seguiremos la siguiente estrategia: primero, reproduciremos las afirmaciones de algunos políticos, intelectuales y miembros del clero que afirman tal cosa; segundo, se hará notar que en México se vivía una guerra santa; tercero, que la Liga marcó la línea para asesinarlo; cuarto, que hubo varios intentos de asesinato; quinto, que invitaron a la monja para que consumara el asesinato, pero finalmente la dejaron de lado; y sexto, una vez consumado el asesinato, la culparon de haberlo montado.

Según Gonzalo N. Santos, presente durante el juicio al que la monja fue sometida, Obregón fue asesinado por un potosino, paisano suyo, José de León Toral, «influenciado por una monja libidinosa y perversa, directora de un convento de Coyocán [sic] y un cura apellidado Jiménez. A su juicio, la madre Conchita era una mujer perversa, muy guapa, muy sensual y muy pervertida, acostumbrada a escandalosas orgías con un grupo muy reducido y selecto de monjas y personajes». Emilio Portes Gil dijo que el asesinato de Obregón fue fraguado «en un conventículo por una monja que entonces le decían la madre Conchita. Esta señora, con el sacerdote José Jiménez, fueron los que prepararon a León Toral para que cometiera aquel crimen».

Para Silva Herzog, Obregón «fue asesinado por un fanático católico de nombre León Toral. Según todas las averiguaciones, tuvieron cierta intervención algunos miembros del clero, entre ellos una famosa monja, la madre Conchita» (citado en Wilkie y Monzón de Wilkie: 1969: 643). El general Roberto Cruz dijo que el autor material del espantoso asesinato fue José de León Toral. «En eso intervino directamente la señorita de la Llata, quien por su carácter inteligente y dominante pudo sugestionar fácilmente a Toral, metiéndole en la cabeza que era necesario matar a Obregón para que se salvara la religión».

Por su parte, Rafael Ramos Pedrueza expresó: «El homicida fue un fanático, León Toral, quien influenciado por la monja conocida por el nombre de la Madre Conchita y ésta a su vez por inteligentes y fuertes personalidades católicas, organizaron el crimen» (Ramos Pedrueza, 1941: 322). En su libro sobre el conflicto religioso, Alicia Olivera Sedano definió a la madre Conchita como una mujer inteligente, de fuerte personalidad, que cometió algunos deslices. Aseguró que en su casa se realizaron múltiples reuniones y se fraguaron importantes actividades. Rodeada de católicos, «La madre Conchita los catequizaba y los alentaba a empuñar las armas para lanzarse a la lucha». Pero la citada historiadora se cuidó de hacer señalamientos más concretos.

No resulta convincente que la madre Conchita hubiera ordenado a León Toral asesinar a Obregón. Huele a cortina de humo forjada por el jurado para librar de toda culpa a la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa y al episcopado, que alentó la guerra santa. Y si bien parte de la literatura común y corriente señala que fue una mujer perversa, capaz de montar un crimen de Estado, el de Obregón, cabría preguntarse por qué se extinguieron sus instintos malévolos tan rápidamente. ¿Por qué no eliminó a los presidentes Calles, a Portes Gil, a Abelardo L. Rodríguez, y a Lázaro Cárdenas? Pero eso no fue todo. ¿Por qué, una vez condenada, no organizó su fuga? Pudo haber seducido o comprado al jurado que la condenó a veinte años de prisión, a sus carceleros en Lecumberri, en las Islas Marías, a los conductores del ferrocarril entre la ciudad de México y las costas del Pacífico y huir. Pudo haber hecho un llamado a los restos del ejército cristero para que la rescataran. Montar una fuga hubiera sido pecata minuta.

También pudo haber movilizado a la población católica para que la secundaran en la conquista del poder y dirigido el reinado de Cristo. Mas nada de ello ocurrió. ¿Se le había acabado la inventiva?, ¿o fue mera ficción lo de su condición de cerebro intelectual del asesinato de Obregón? Para su desgracia, en los anales de la historia política mexicana ha sido la única mujer implicada en el asesinato de un presidente de la República electo.

Después de varios años de clamar su inocencia y gestionar su libertad, la Suprema Corte de Justicia la amparó. El 9 de diciembre de 1940, pocos días después de la toma de posesión de Manuel Ávila Camacho como presidente de la República, Concepción Acevedo de la Llata fue liberada. Para entonces había pasado trece años de encierro).

Dolida por el trato y la humillación sufrida por parte de la propia Iglesia católica, la monja confesó que en principio estuvo dispuesta a meter la mano al fuego para exonerar al clero del crimen de La Bombilla, pero el paso del tiempo y las embestidas sospechosas en su contra, le habían provocado serias dudas. En medio del abandono y de no pocas críticas hacia su persona, buscó limpiar su imagen publicando sus Memorias (1962). Intentó en ellas contrarrestar las acusaciones de haber sido la autora intelectual de un asesinato político que cimbró a México en la tercera década del siglo xx. La madre Conchita murió a la edad de 87 años, en 1979. De la santidad que se propuso a lo largo de su vida, nada.

AM.MX/fm

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