Por Mouris Salloum George
El año entrante, México dispondrá de un presupuesto histórico, de 8.3 billones de pesos, conforme a lo aprobado por el Congreso. La cifra dice mucho y a la vez nada, hasta que se menciona que es el mayor en la historia y se le compara con los antecedentes.
En el balance inmediato, un sentimiento de optimismo se apodera del ánimo colectivo, en espera de que el aumento satisfaga las necesidades nacionales.
Pronto, la decepción llega cuando en el reparto nadie queda conforme; unos piden de más y otros sufren recortes. Enseguida trasciende que, en las asignaciones, el gobierno en turno acabó imponiendo sus prioridades sobre las de la nación.
En ese trance, también los legisladores muestran sus alcances, limitaciones y conveniencias políticas -incluso personales, cuando aprueban pensando en los “moches”-; sobre todo, exhiben su sometimiento al Ejecutivo federal, a los estatales o a intereses obscuros.
Cada año el país repite el mismo ritual en los últimos meses del año. Toda una obra de teatro que representan los legisladores de todas las fracciones partidistas. Con lágrimas hacen compromisos de velar por la nación, pero ponen sus intereses por delante.
Al final, los “acuerdos” alcanzados se van a la basura cuando en el ejercicio de las asignaciones, el presidente de la república ordena recortes o “ahorros” a conveniencia (subejercicios); peor aún, cuando los responsables del gasto acaban haciendo manejos arbitrarios. Todo eso a nivel federal, estatal y municipal; así como en los tres poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
La Auditoria Superior de la Federación (ASF) –el máximo órgano fiscalizador del país-, cada año deja constancia de las irregularidades y francas violaciones delincuenciales al marco legal.
Aunado a todo eso, en el transcurso del año, el presidente maneja el presupuesto con intención política. Como instrumento de presión a los opositores y de premiación a los simpatizantes o incondicionales; al entregarles los recursos a tiempo o con retrasos.
Y para el caso de los subejercicios, puesto que se trata de asignaciones ya fríamente calculadas y aprobadas en función de las prioridades, el hecho de no ejecutarlos debiera ser una irresponsabilidad criminal. Esto viene al caso porque en cada administración –y esta no es la excepción- dejaron de aplicarse aquellos en rubros tan estratégicos como los de seguridad, salud y educación.
Con manejos presupuestales a conveniencia política, a lo más que el país puede aspirar es a seguir en la simulación.