* El contraste de ir por el Paseo de la Reforma al Centro Histórico.
* Sobre Insurgentes Norte por la ruta de los Indios Verdes.
* Fantástico recorrido a los orígenes de una civilización grandiosa y ejemplar.
* Descenso para hacer la entrada triunfal a la zona arqueológica.
* La nostalgia del pasado aún no se pierde ante la magnificencia prehispánica.
* Testimonios incomparables sobre la raíz ancestral de los antiguos toltecas.
Adrián García Aguirre / Ciudad de México
En esta capital destaca el contraste de viajar por el Paseo de la Reforma hasta el Centro Histórico en una época marcada por una ciudad renovada, en la cual, en apariencia, las heridas de los sismos de 1985 y 2017 han cicatrizado, y aunque todo cambia en la vida, siempre prevalecerán las nostalgias en esa metamorfosis que padece continuamente la ciudad de México.
A pesar de los avances devastadores de la modernidad, aún le quedan a la antigua capital septentrional del virreinato de la Nueva España viejos edificios y hoteles, algunos renovados como el Plaza en la avenida de los Insurgentes y Sullivan; el legendario Reforma y su cabaret Ciro’s, dos cuadras más adelante.
O el Hilton recién edificado frente a la Alameda Central en sustitución del fabuloso hotel Del Prado que albergó “Domingo en la tarde en la Alameda”, el célebre mural de Diego Rivera.
Salimos del Auditorio Nacional, para pasar por frente de la estatua de la Diana Cazadora del escultor Fernando Olaguíbel; de la siempre imponente y bella columna de la Independencia también recientemente remozada; y de la glorieta y monumento al emperador Cuauhtémoc.
Luego siguen las esculturas de Cristóbal Colón, y el nuevo Caballito del chihuahuense Sebastián, en el crucero en donde se sitúa el edificio de la Lotería Nacional como punto de referencia que ubica a la capital de la nación como la ciudad de todos los mexicanos.
Todo ello es más que suficiente para mirar en movimiento a la ciudad con su historia y sus leyendas coloniales, disfrutar el reencuentro con calles empedradas hechas para carruajes por donde, ahora y rodando de prisa, circulan autobuses turísticos pintados de rojo bermellón.
Éstos rasgan milimétricamente las cornisas de los comercios de Madero, la antigua avenida de los Plateros, para desembocar en la gran plaza de la vieja Tenochtitlán, en el Zócalo, preámbulo para viajar a Teotihuacán, Ciudad de los Dioses.
Desde las ventanillas del autobús observamos la plaza mayor en toda su impecable simetría, protagonista de la crónica del poder, del rito mágico de los mexicanos como punto de partida o llegada, es lo mismo, para reverenciar el pasado ancestral mestizo en la riqueza de nuestras estructuras coloniales: Catedral, el Palacio Nacional y el edificio del gobierno capitalino.
Y en sus entrañas, como corriente sanguínea en movimiento están los pasajes subterráneos del Sistema de Transporte Colectivo, el Metro tan democrático, hoy convertido en arteria por donde nos trasladamos millones ciudadanos, angustiados a “la hora pico” arriba y abajo, lleno de vida: ciudad e historia juntas.
Dejamos México-Tenochtitlán por esa avenida centenaria que comunicaba al templo del Tlatoani del centro con el señorío de Tacuba, por la calle que tiene un café con ese nombre, también restaurante de abolengo que bautizó al conjunto de música urbana de rock que trota por el mundo.
Seguimos disfrutando de estos lugares en este viaje panorámico, en el voyeurismo traducido en esta forma tan distinta de viajar en las alturas para mirar y encontrar imágenes lúdicas, juguetonas, que no son fácilmente observables abajo.
En el segundo piso del autobús todo es distinto, y como dirían los de abajo: “es otro nivel”, y continuamos hasta llegar al verdadero Caballito del emperador Carlos IV en la Plaza Tolsá con dos edificios maravillosos a la vista: el de Correos, hoy Museo Nacional de Arte (Munal), y el Palacio de Minería, punto que también sirve de refugio a manifestantes que han encontrado en este remanso el aposento de sus carpas.
Salimos por Insurgentes Norte por la ruta de los Indios Verdes como anticipo de lo que vendrá, alejándonos de la ciudad extendida hacia todos lados, y nos encontramos con los que viven en los cerros, en los barrios perdidos similares a las favelas de Río de Janeiro, tan brasileñas; pero sin vista al mar.
Ahí se ve cómo cientos de casas tomaron por asalto las colinas de los suburbios por los rumbos de la Unidad CTM para lidiar con aludes y grietas milenarias.
Estos asentamientos urbanos también forman parte del paisaje e incluso han servido de foros para películas, ofreciéndose desde la visión panorámica del autobús para percibir que la estancia en su interior o encima de él se convierte en la experiencia neta de observar desde adentro, en la comodidad de viajar en las alturas.
Edecán y guías dan la bienvenida, sugiriendo atención a todos, que debemos estar listos para contemplar lo que en realidad se inicia, pues ahí comienza el viaje al pasado, como tarjeta postal de un anticipo de lo que vendrá, y como cincuenta minutos no son nada, de pronto aparece Teotihuacán en medio de la luz mañanera.
Sus basamentos piramidales del Sol y de la Luna no formarán parte de las nuevas maravillas del mundo; pero son magistrales, según definieron los arqueólogos que las redescubrieron a principios del siglo pasado, enterradas entre sombras y esplendor
Transitamos despacio y llegamos al destino de las sorpresas cuando los bafles del autobús cesan la explicación, invadiéndonos el orgullo de la herencia que llevamos en el alma, sintiendo la historia lejana a flor de piel, respirando el pasado que nos atrapa.
Bajamos para hacer la entrada triunfal a la zona arqueológica, y eso es literal porque todos nos observan antes de escuchar las instrucciones que el guía hace al grupúsculo compacto en el que nos mezclamos con latinoamericanos, gringos, canadienses y alguno que otro europeo, ante quienes nos sentimos anfitriones.
Ingresamos al museo de sitio saturado de vida a los pies de la pirámide del Sol, en donde nos aguardan escalinatas y avenidas llenas de gente, de vida, algo que nos hace sentir infinitamente asombrados por los misterios que nos transmiten los guías, invitándonos a mover la imaginación de un mundo distante; pero presente en esa lejanía.
Ésta se acorta entre el pasado misterioso y el presente que no queremos abandonar, identificando el mismo sentimiento que se tiene en Tzintzunzan, Monte Albán, Chichén Itzá, Tulúm o Palenque.
En el museo hay maquetas y testimonios grabados en piedra como recuerdos para la eternidad, con la presencia de Quetzalcóatl y Huitzilopoztli, nombres en náhuatl llenos de misticismo, evocadores de pensamientos que confiesan la grandeza de esas deidades.
También está el juego de pelota como sagrada forma de encontrar soluciones a las discordias, con la vida situada en dos formas de entender las luces solar y lunar desde el centro la Calzada de los Muertos para recordarnos el ciclo de lo que somos.
Hacemos una parada en talleres de artesanía, con el lenguaje de las manos y de los pedernales labrados piedra con piedra, además de piezas de obsidiana, jade, esmeraldas, plata, oro y tejidos en mil formas filigranadas.
Esos trabajos asombran a propios y extraños que llegan a este patio de orfebres y joyeros lleno de intensidad y energía para, también, transformar el barro en cerámica de generosas imágenes que recuerdan nuestros orígenes, en piedras reverenciadas, apreciadas por el mundo indígena, admiradas siempre.
Y ahí está milenario el neutle, el pulque que brota de los magueyes con sabor a tierra salitrosa y lechuguilla, con su generosa fuente de aguamiel en las venas, planta espinuda desplegada como un pavo real para dar de beber a quien quiera comunicarse con los dioses viejos, y hay quien dice que eso lo hace venerable.
El maguey es verde por fuera y blanco por dentro, con su savia convertida en pulque, la bebida bendita de los ñañhúes del Valle del Mezquital por el cerro del Gunhdó, y las rancherías de El Espíritu, El Cardonal e Ixmiquilpan como cabecera municipal, en donde venden curado de avena, de fresa, de todos los sabores, hasta de ostión, delicia ancestral que sólo ahí se encuentra.
Esta planta tan mexicana, común y doméstica es de donde se sacaba la fibra y el papel antiguo que servía para escribir nuestro pasado en los códices de las culturas indígenas, tantas como la ignorancia de aquéllos que perdieron el gusto por el pulque ante la llegada de la cerveza, sin que imaginemos que un curadito de fresa o de nuez pueda salir en los patrocinios publicitarios de un partido de futbol por el Canal de las Estrellas.
El punto culminante del paseo es el ascenso a la pirámide del Sol, entre piedras, respirando la humedad, observando a los cientos de turistas, caminantes que, como hormigas, se posesionan de las pirámides cual peregrinos en busca de los espíritus que viven en el aire teotihuacano que los reta a trepar por escalinatas mil veces transitadas como parte de la barbarie de quienes suponen es un reto el subir cientos de peldaños para alcanzar el cielo.
La experiencia lo vale: subir a la cúspide piramidal equivale a sentirnos teotihuacanos hasta las cachas, terminar exhaustos y maravillados para dejarnos llevar a un oasis para comer y disfrutar aún más de este “Circuito Pirámides” con todo y restaurante mexicano que ofrece tortillas de maíz blanco y prieto, salsas molcajeteadas, salsa borracha hecha con pulque y chile pasilla, nopales asados, guisados con papas y charales en salsa verde.
El plato fuerte es la barbacoa hidalguense considerada la mejor del mundo, seguida del consomé con arroz y garbanzos remojados con tequila o un vaso de aguamiel y, al final, los dulces: las alegrías, el amaranto con miel y los merengues hechos con pulque.
Retornamos a la ciudad de México con la invitación a reposar de la comida y del paseo sin que aún acaben las sorpresas al aproximarnos a las miles y miles de luminarias que indican que estamos por ingresar a la capital, como si aterrizáramos en el centro de un mar de estrellas para volver a ver las estatuas del emperador Cuauhtémoc, del ángel dorado, de la Diana Cazadora y llegar al final del recorrido justo por donde empezamos, en el Auditorio Nacional, a un ladito del campo Marte, verde, luciendo un asta de la que pende orgullosa la bandera tricolor monumental.
Y aquí concluye el viaje al cielo, a nuestro pasado, en el autobús colorado de los sueños en un recorrido maravilloso que repetiríamos cuantas veces nos lo impusiera el deseo de recorrer de nuevo ese pedazo de la suave patria que tan líricamente nos describió Ramón López Velarde, el jerezano inmortal.