*Mónica Herranz
Julia se ha mirado desnuda en espejo de cuerpo completo y no ha podido dejar de llamarle la atención el profundo gesto de desaprobación que había en su rostro, y eso era sólo lo que el espejo le devolvía, porque su sentir interno era aun peor que el reflejo que contemplaba.
-Que fea soy- pensaba, sin atreverse tan siquiera a pronunciarlo. No le gustaba el tamaño de su pecho y sus caderas le parecían demasiado pronunciadas. Sus piernas ya no eran aquellas que fueron y ahora tenían celulitis. Se acercó más al espejo, sus brazos tampoco le gustaban y en su rostro había arrugas que antes no estaban. Miró con mayor atención, ¿cómo?, ¿ahora una cana?, ¡lo que faltaba!.
Ramón involuntariamente se ha mirado sí, en ese espejo inevitable y enorme que está en los vestidores del gimnasio, ese que lo hace pensar en su tío viejito cuando entre broma y broma evocaba aquel tango que dice “ya no sos el guapo que ayer brillaba en acción”.
-Si no me hubiera quedado calvo parecería más jóven y menos cachetón, además, esta papada que tengo parece de guajolote-. Él siempre había querido, desde adolescente, tener una barba tupida y haber sido hombre de pelo en pecho, pero ni una ni otra, era lampiño, lampiño.
Laura se sentía la mujer más maravillosa del mundo… hasta que se quitaba sus tacones. -¡Maldita sea- decía, -si tan sólo hubiera nacido más alta!.- Con su metro cincuenta y tres centímetros era menuda y estilizada, pero eso no le servía porque por culpa de su estatura no pudo ser azafata. ¿Por qué demonios las azafatas tienen que tener una estatura mínima?, ¿que no se puede atender adecuandamente a un pasajero sin ser una garrocha?. Y sí, sí, para lo de cerrar los copartimentos se podría utilizar un banco, ¿no?. -En vez de estar trabajando en esta miserable oficina, podría estar viajando a cualquier parte del mundo, pero ¡nooo!, tenía que medir uno punto cincuenta y tres.
Sergio era tuerto, había perdido un ojo en un desafortunado accidente de pequeño. Mientras fue niño resultaba incluso divertido usar el parche, se sentía todo un pirata que en cualquier momento surcaría los mares dispuesto a conquistar nuevos horizontes, pero en la adolescencia ese cuento se acabó. Padeció el cruel maltrato de sus compañeros y el rechazo de las chicas, sin embargo al convertirse en adulto y trás una batalla intesa consigo mismo, decidió hacer del parche, dentro de sus posibilidades, un elemento que conjugara con su personalidad, algo que formara parte de él y que le diera un carácer atractivo y espacial.
Absortos en sus pensamietos cruzaban un día Julia y Sergio por el mismo paso peatonal. Él la miraba y fantaseaba con que algún día la saludaría porque ella tenía una hermosa sonrisa y los ojos más lindos y expresivos que él hubiera conocido. Había en ellos tristeza, pero también un brillo encantador contenido en ese negro profundo de sus pupilas. ¡Y qué garbo al caminar!, ¡que caderas!. Además tenía una piel tersa y luminosa esas mejillas sonrosadas, sí, definitivamente le gustaba. Y aunque él la miraba propositivamente para ver si lo miraba, ella mantenía su mirada fija al suelo.
Mientras, a no mucha distancia, Laura se preguntaba cómo ese hombre no la volteaba a ver a ella, en vez de estar mirando a aquella otra que ni lo pelaba -¡claro!, si hubiera sido más alta sguro no pasaría desapercibida para él. ¿Quién será ese hombre?, ¿porqué llevará un parche en el ojo?, pero le queda bien, le da un aire misterioso y ¡que voz tiene…profunda, varonil, sensual!-. Lo había escuchado contestar una llamada mientras esperaban el verde peatonal.
Julia, casi sin levantar la mirada del suelo, observaba a Ramón con el rabillo del ojo, -que guapos me parecen los hombres calvos!, si tan sólo fuera un poco más bonita, me atrvería a saludarlo, pero debe de gustarle la chica de los tacones enormes porque no le quita el ojo de encima. Se ve que es chaparrita, pero que buen cuerpo tiene, si yo tuviera su cintura, o esas piernas…el calvito guapo seguro me voltearía a ver como a ella la ve-.
¿Cuántas veces, por muy disitintos motivos, que pueden ir desde la historia personal hasta estándares socioales o culturales, no dejamos de ver los aspectos favorables que tenemos, privileginado y concentrando la mayor parte de nuestra atención entonces en los que consideramos los más desfavorbales?.
¿Por qué nos cuesta tantro trabajo aceptarnos y asumirnos como somos con lo bueno y lo no tan bueno?
¿Valdrá la pena que se nos vaya la vida lamentándonos por aquello que no nos gusta, particularmente en aquellos casos en los que no está en nuestras manos modificarlo?
Todos tenemos días en los que nos sentimos un poquito Julia o Laura o Ramón o Sergio por ello esta es tanto una reflexión como una invitación a tratar de equilibrar aquellos aspectos que nos conforman, recordando que al ser, ni todo son espinas ni todo son rosas.
*Mónica Herranz
Psicología Clínica – Psicoanálisis
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