*Mónica Herranz
Estaban en un restaurante y han vuelto a discutir, el motivo, el mismo de siempre y el cansancio cada vez mayor. Ella reclamaba mientras él negaba, una vez más, la responsabilidad que le tocaba, y no sólo la negaba, sino que trataba de voltear la moneda para culparla a ella, a ella que lo adoraba, sí, a ella que aunque quería, no podía despertar de esa pesadilla dorada.
Podía notar claramente como él en sus argumentos la humillaba, la menospreciaba y la devaluaba y quizá en otros tiempos ella no hubiera dicho nada, pero estaba ya saliendo de ese letargo que la paralizaba.
Aun no estaba lista para responder como lo ameritaba y en su lugar sólo callaba, callaba mientras lo escuchaba y lo miraba. De todas maneras, aunque hubiera querido, no podía pronunciar palabra; un nudo grande y grueso había hecho nido hace tiempo en su garganta.
Sus ojos se tornaron cristalinos, comenzaban a correr las lágrimas, grandes, tristes y desoladas. Hubiese querido decir tanto…hacer tanto…pero estaba paralizada. Notaba cómo dentro de sí la tristeza se tornaba en furia casi descontrolada, pero se contenía, estaban en un lugar público y podía notar cómo la gente la observaba.
No quería llamar la atención, suficientemente mal se encontraba. Él seguía con su discurso, la miraba burlón y con sonrisa mala. -¡Huye!, sal corriendo, deja de escucharlo, déjalo!- era una voz interna que le gritaba. Sentía el impulso, sentía las ganas, pero por más que quisiera estaba como congelada, no era capaz más que de sentir esas tremendas lágrimas mientras bajaba su mirada.
Ella que había sido tan capaz de tanto, ¿cómo era posible que continuara sentada?. Cuanta interna -uno, dos…a la de tres me paro-. – Cuatro, cinco, seis y diez y veinte y trinta y tantos…y seguía sentada-.
Y dejó de escucharlo, la voz de él se había convertido en un murmullo, podía percibir cómo movía la boca y manoteaba, pero a esas alturas ella ya no entendía nada. Ya no lo escuchaba a él, ni al bullicio de fondo de la concurrencia dónde esaban. Se puso en pie y confundida caminó hacia la salida. Como autómata, buscó las llaves de su coche, ya no pensaba. Mecánicamente un pie delante de otro, mirada inundada, confundida, se sentía tan perdida, aunque a la vez sabía perfectamente bien en dónde estaba.
Dirección al auto, y en el camino, una frustración que la reventaba, ¡el coche de él la tenía encerrada!. Justo estacionado detrás de ella, pareciera que de una u otra manera, la tenía acorralada. Quiería y lo intentaba, deseaba irse, marcharse esta vez sin volver la mirada, pero aunque había logrado movilizarse sintió que había sido para nada.
Llegó a su coche, abrió la puerta, sintió el golpe de calor en la cara, se subió en él, ventanas cerradas, manos al volante, no podía ir a ningún lado mientras él siguiera detrás, encerrándola. Recuerda haber tenido la vista fija al frente, perdida, desconsolada, recuerda las manos al volante tan pero tan apretadas, recuerda la soledad del momento, la frustración, la ira ahora ya desbordada y recuerda el grito que salió de su alma, en ese momento ya no le importaba quien la mirara, no pudo contenerse más, gritó alto, profundo y fuerte, agitando la cabeza, pataleando y manoteando sin importar el daño que con ello se causaba.
Piernas que pegaban sin ton ni son contra los pedales, mientras sus puños, cerrados, se estrellaban una y otra vez contra el volante y uno de sus codos con la ventana, muñecas lastimadas, pero estaba obnubilada, era como si otra persona fuera ella y ella no estuviera sintiendo nada.
Colapso, colapso y desahogo era por lo que atravesaba. Gritó y golpeó por casi cincuenta segundos hasta que parecia haber salido lo más urgente del dolor que la aquejaba, comenzaba muy poco a poco a volver en sí y recobrar la calma.
Por el retrovisor lo vio venir, paso tranquilo y sonra en la mirada, se subió al coche y con absoluta indiferencia se puso en marcha. Ella por su parte, estaba a punto de realizar su peor jugada. Condujo a casa de aquel otro, el que decía que él sí la quería y la cuidaba. No podía estar más confundida, a él ya lo conocía y sabía que cuando quería la violentaba, aun así necesitaba imperiosamente estar entre sus brazos, necesitaba creer que estaría segura ahí, en su pecho o recostada en su espalda. Sabía que hoy sería así por el reencuentro…¡quién sabe mañana!.
*Mónica Herranz
Psicología Clínica – Psicoanálisis
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