jueves, marzo 28, 2024

Cuando la Comunidad de Estados Independientes sustituyó a la URSS

Luis Alberto García / Moscú

* “Pálida sombra de lo que antes fuimos”: Valery Fesenko.

* La realidad, como en el cuento ruso de Pedrito y el lobo.

* Gorbachov gobernaba un país que dejó de existir.

* Todos colaboraron en el desmantelamiento del Estado.

* La verdad apareció de repente al asomarse la punta del iceberg.

* “Algo falló que no construyó ni libertad ni futuro”.

“La nueva Comunidad de Estados Independientes (CEI) será una pálida sombra de lo que antes fuimos, aquella que surgió de la Revolución bolchevique de 1917”, afirmaba Valery Fesenko, ex corresponsal de la agencia informativa “Tass” en México.

Esto ocurría a fines de diciembre de 1991, cuando le preguntamos sobre el preocupante e inquietante acontecer en el enorme territorio que ese año se extinguió, a grado tal, que cambió su bandera y hasta su orgulloso y respetado nombre.

Del 15 de noviembre de ese año en adelante, esos Estados se regirían por sus propias Constituciones e incluso podrían formar sus propias fuerzas armadas, ajenas al legendario Ejército rojo fundado en el mismo 1917 para enfrentar a quienes aún defendían al autócrata Nicolás II y lo que representó.

La organización y operatividad de ese Ejército del pueblo estuvo a cargo de Lev Davidovich Trotski, parte de la cúpula que tomaría el poder tras la victoria revolucionaria, luego convertido en un profeta desterrado –como le llamó su biógrafo Víctor Serge-, asesinado en México en agosto de 1940 por el largo brazo homicida de Iósif Stalin.

Previamente a la charla con Fesenko, se dio una batalla que agonizaba, desde el momento en que Mijaíl Gorbachov no obtuvo el consenso suficiente para lograr que se firmara el llamado Tratado de la Unión, que evitaría que cinco repúblicas -entre ellas Ucrania- de las quince existentes a la fecha, consiguieran su autonomía absoluta.

Gorbachov, el hombre de la esperanza desde marzo de 1985 en que pasó a ocupar el más alto cargo político de la ex Unión Soviética al reemplazar a Konstantin Chernenko y, desde entonces, poco a poco, una a una habían caído las piezas más sólidas que integraban esta potencia universal que se levantó de sus ruinas después de la Segunda Guerra Mundial.

El triunfo en la Guerra Patria –como llamaron los soviéticos a un conflicto que, entre 1941 y 1945, costó veinte millones de vidas, la cuota de espanto que cobraron los nazis en cuatro años de tragedias infinitas- dio arranque al enfrentamiento ideológico contra sus antiguos aliados occidentales.

Así, lo creado en 74 años se desmembró y, como en el cuento clásico de Pedrito y el lobo, la realidad apareció cuando el omnipresente Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) se extinguió, la economía se desplomó en caída libre, se perdió el control sobre el arsenal nuclear con el poderío atómico disperso y la nación cambió de denominación.

De lo único que Gorbachov se salvó, fue de haber perdido la vida y el poco poder que le quedaba con el fallido golpe de Estado del 19 de agosto de 1991, neutralizado por Borís Yeltsin, político emergente que presidiría los destinos del país hasta 1999, fase fatídica en la cual la ciudadanía pidió sin éxito menos protagonismo a Yeltsin.

Contrariamente a la opinión de los idealistas, la CEI fue una formación política amorfa, sin parecido alguno a una confederación, como era el deseo de Yeltsin, cuyas propuestas condujeron a una situación dramática, aprovechando las debilidades de un comunismo burocrático y autoritario.

Éste hizo más concesiones de las debidas, precipitando reformas que no contemplan la posibilidad de una división de poderes entre el nuevo centro de la unión y las repúblicas que, sin embargo, asumirían y tendrían sus propias responsabilidades.

Gorbachov aseguraba que, al existir un Estado, necesariamente existía un territorio, una ciudadanía, un poder y un mercado económico asentado en determinados principios; pero la realidad indicaba que las contradicciones llegaban a un punto final, porque esos factores no podían crearse de la noche a la mañana, puesto que necesitaban un buen margen de tiempo para consolidarse.

Para el impulsor de la “perestroika” y la “glasnost”, la prioridad era crear una base jurídica que restaurara una economía destrozada y, para lograrlo, era necesario incentivar la producción y reformar procesos de comercialización al precio que fuera, sin importar si eran o no impuestos desde el exterior.

Frente a tan severas circunstancias, Mijaíl Gorbachov amenazó con renunciar a su cargo de presidente al finalizar el año de 1991, en vista de que, de no crearse un tratado político unionista, no habría ni paz ni prosperidad en el país, que habría firmado su sentencia de muerte, porque las eventuales consecuencias de la desunión empezarían a verse a principios de 1992.

Ya se conocía –y el Parlamento lo consideraba—la nueva integración del gabinete que encabezaría Yeltsin en su condición de Primer Ministro; pero ello implicaba cambios radicales en materia política, como la reducción a la mitad del número de ministerios, un exceso característico de la estructura que se extinguía.

Sus titulares resultaban claves para la reforma económica que exigían las caóticas condiciones prevalecientes, la cuales impedían una integración interna y, por supuesto, también a la economía mundial.

La Duma -el Parlamento- aprobó la Ley de Derechos del Ciudadano, la primera en la historia de la ex nación soviética, en la cual se establecía la doble ciudadanía para los nacidos en Rusia y para los residentes en la CEI, un nombre que empezaba a tener uso cotidiano, aunque se decía que faltaba un periodo más o menos breve para que se ratificara el Tratado de la Unión.

Éste lo demandaba con urgencia Gorbachov, el dirigente que, pasados los años, garantizaba y decía con seguridad que “algo falló que no construyó ni libertad ni futuro”, y por ello, veía que el pasado reaparecía hipotéticamente en la figura de un príncipe de la dinastía Romanov, en este caso el duque Georgui Mijáilovich Romanov -hijo de María Vladimirovna-, último descendiente vivo de Nicolás II, zar de todas las Rusias asesinado junto con su familia en Ekaterinburgo el 16 de julio de 1918.

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