Gregorio Ortega Molina
A Felipe Caballero, Jaime Aljure y Jorge Mariné
Para nuestro infortunio el conocimiento, la aproximación mínima a la sabiduría bíblica, que es discernimiento para hacer la elección adecuada o el rechazo necesario, casi siempre llega después de equivocarnos, demasiado tarde.
Así ocurre porque pronto nos acomodamos a los hábitos, a esa costumbre que nos deja el aprendizaje de hacer todo de manera automática, sin pensar en las modificaciones que se impusieron o las consecuencias de la globalización; consideramos que el resultado será siempre el mismo. El comportamiento cotidiano se adaptó a los estilos de producción industrial, primero, para luego ceder la directriz de la vida a la pulsión de satisfacer una ficticia necesidad de estar informado de manera inmediata, en tiempo real, y a la urgencia de obtener de las redes sociales lo que dejó de beneficiarnos al perderse la constancia en el contacto físico entre seres humanos, o lo que también dejó de fortalecernos al dejar de ver directamente a los ojos a nuestros interlocutores, porque cambiamos las palabras por los “clics”, las muestras de afecto por el “me gusta”.
La caricia, el coqueteo, el abrazo madre-hijo, el respeto, todo lo afectivo dejó de lado el contacto físico. Ahora se ofrece un sucedáneo a través de la red; se perdieron todas las características que lo hacían precisamente humano.
¿Y la relación con lo divino? ¿El rito? ¿La oración? ¿Corre paralela al destino de la relación entre humanos, o quizá idéntico al afecto mostrado hacia las mascotas?
¿Cómo llego a preguntármelo, a preguntárselo al lector? Es consecuencia de lo que observo durante la celebración del rito; como católico practicante acudo, semana a semana, al oficio que debe rendir homenaje a la muerte de cruz impuesta a Jesús, el Cristo, pero que los fieles tergiversamos con la peregrina idea de que al acomodar la celebración de ese sacrificio a nuestras propias necesidades de consuelo espiritual y de solución a los problemas terrenales, cumplimos puntualmente con una exigencia básica de la práctica religiosa: el mimetismo obligado y que tan adecuadamente difundió Tomás de Kempis en su Imitación de Cristo.
Místicos y conversos trabajan en esa búsqueda, lo mismo que los novelistas católicos. Se sirvieron de las palabras cuando éstas todavía conservaban el significado original dado a ellas por la Biblia, los griegos, los romanos, los filósofos, hasta que éstas fueron tergiversadas por las necesidades del comercio, la publicidad, la propaganda, las exigencias del poder.
La modificación del lenguaje se filtró, incluso, al Concilio Vaticano II, donde, entre otras cosas, reformaron El Padre Nuestro y el Credo. Resultaba necesario satisfacer a los legos. Por ejemplo, el concepto bíblico de DEUDA tiene mayor significado que el de OFENSA.
Solicitar al Padre que perdone nuestras deudas es definitivo, no así que perdone nuestras ofensas.
Inmerso en estas cavilaciones me llega la invitación verbal a inscribirme al curso para convertirme en ministro extraordinario de la Sagrada Comunión, lo que de inmediato me hizo revisar mi propia actitud durante el rito, mi comportamiento como cristiano en el oficio de vivir, y la sustancia de lo que considero mi fe.
Descubro en mí la automatización durante la ceremonia, el rezo y la manera de resolver, mal o bien, los dilemas cotidianos que nos hacen seres de carne y hueso, de alma y razón, aspirantes eternos al discernimiento y la sabiduría.
Como fieles que asistimos al rito y veneramos el misterio de la consagración, sólo somos observadores de lo que suponemos que sucede, pero no vemos. Participamos tangencialmente del misterio. Del mayor de los misterios que el espíritu, la razón humana puede concebir, pero jamás desentrañar. Es el más grande de los actos de fe.
Ocurre miles, o cientos de miles de veces al día. La celebración del rito católico, de las denominaciones cristianas, nos remite a la consagración, a la presencia del cuerpo y la sangre para sustituir, por ensalmo, al pan ázimo.
La acusación inmediata y fácil, es de canibalismo. Mi propia respuesta es sencilla, es bíblica, está en el Nuevo Testamento: no sólo de pan vive el hombre, sino de toda la palabra que sale de la boca de Dios.
Me remito de inmediato a mi idea de la tergiversación de las palabras. Hoy sabiduría dista mucho de significar lo que fue para Salomón, lo que fue para Cristo, lo que refiere a la palabra de Dios.
Ser sabio no quiere decir saber mucho, tener una especialización, resolver problemas inmediatos para gobernar, o hacer un negocio, o salvar una vida, o decidir una sentencia de muerte. El término divino de sabiduría nos remite a discernimiento, adquirir la facultad, la gracia de elegir adecuadamente y rechazar con decisión lo que nos hace daño.
Insatisfecho con mi propia interpretación de lo que creo saber, recurro a un amigo, pregunto para aprender. Comparto con ustedes su respuesta:
Para el rey Salomón, el sabio que tenía la llave a todos los misterios de los cielos y de la tierra, hubo algo incomprensible: el camino del hombre en la mujer (Prov. 30:18-19).
Para mí, a estas alturas, es la regeneración del hombre, de su mente y corazón.
Tiene que ver, sí, con la transubstanciación, pero prefiero el lenguaje del evangelio, del mismo Jesús, cuando habla del nuevo nacimiento o regeneración. Me explico:
Son muchos los que creen y atestiguan que el hombre no puede cambiar. Somos irremediable, incansablemente, quienes somos.
Sin embargo, para mí, el hombre no puede alcanzar plena y eficaz libertad sin esta posibilidad de cambio, de transformación de sí mismo. El evangelio lo llama regeneración, y el primer peldaño, la puerta de entrada a ese reino, es el arrepentimiento genuino de nuestros caminos. No es posible ser otro, el Otro, siendo el mismo, caminando los mismos pasos aunque el camino sea otro.
La Biblia llama a este proceso santificación, y es el mandato primero del Creador: ser santos pues Él es santo, y Él es quien nos santifica. En el camino del Éxodo, libres de esclavitud y del poder corruptor de Egipto, el Creador le hace a esa multitud una propuesta, que es camino de regeneración y vocación histórica. Les dice que si Lo aceptan como su Dios, ellos serán su especial tesoro entre todas las naciones, y serán un reino de sacerdotes (misión de servicio espiritual para todos los ciudadanos) y una nación santa (misión histórica). Es una tarea desconcertante: la democracia de esa nación está definida en la igualdad en el servicio y su vocación histórica, la santidad, en el ejercicio práctico, cotidiano, de ese servicio. ¿Cómo cumplir con semejante tarea y destino? Solo es posible con ese llamado a regenerarse continuamente. En síntesis, a la transformación no solo del hombre en imagen y semejanza del Creador (naturaleza divina, según 2 Pedro 1:4), sino de toda la creación en aquel Edén perdido y siempre buscado (Pablo decía que toda la creación está en labores de parto).
La transubstanciación es doctrina escolástica de Roma. Como te decía arriba, prefiero el lenguaje del evangelio, de regeneración, o como lo dice Jesús en Juan: volver a nacer.
Pienso, entonces, en la posible verdadera responsabilidad y función del ministro extraordinario de la Sagrada Comunión.
Llego a la conclusión de que la fe y la consagración, la conversión del pan en el cuerpo y la sangre de Cristo trascienden al rito, van más allá, puesto que las hostias consagradas se conservan, y alguna se utiliza para exponerla en la Custodia como Santísimo. Cristo está vivo.
Al momento en que el ministro extraordinario toma la hostia consagrada con los dedos, se transforma, por unos instantes, en extensión del sacerdote que la consagró. Participa, así, del enorme misterio de la eternidad de Cristo, de su omnipresencia. Está en sus manos, y en las de los cientos o miles que son como él, siempre y cuando tenga fe en la responsabilidad adquirida.
Durante los días que esto me sucede estoy dedicado al estudio de Montaigne, e interpretar lo que él escribió me excede, por lo que prefiero transcribir para que, lector, junto conmigo saquemos provecho:
“Este siglo en el que vivimos, al menos por lo que a nuestro país respecta, es tan rastrero que, no ya la práctica, sino incluso la idea de virtud brilla por su ausencia…
“Nuestros juicios están también enfermos y siguen la depravación de nuestras costumbres. Veo a la mayor parte de los entendimientos de mi época ingeniárselas para oscurecer la gloria de las bellas y generosas acciones antiguas, dándoles alguna vil interpretación y achacándoles circunstancias y causas vanas…
“Lo más grande del mundo es saber pertenecerse”.
El riesgo, entonces, es el engreimiento de lo que somos, debido al significado que adquiere para la comunidad el que, aunque sea de manera transitoria, el ministro extraordinario participe del mayor misterio que nadie aclarará.