miércoles, abril 24, 2024

Crítica de la razón indolente

Respuesta a Roger Bartra y sus diatribas
por
Rafael Serrano y Diego Juárez

Bartra en su jaula y en su melancolía.

En México los intelectuales pueden ser analizados desde diversas perspectivas. Existe una muy simple, de contraste: el tamiz de la realidad. Lo que representa una imagen cribada en el espejo o en el lienzo de la realidad. Y en ese espejo, el tamiz de la realidad, nos devuelve personajes acostumbrados a la lisonja y a debates endebles; ambiguos en su relación concreta con el poder político y, sobre todo, con el poder económico; débiles en su vínculo con la ciudadanía real; dictando cátedra a una “ciudadanía” que han imaginado a su conveniencia; obnubilados con respecto del contexto en que viven, incapaces de ponderar otras alternativas que no sean las suyas, aferrados a denostar el presente porque no fue prescrito por sus lecturas de frontera ni tomadas en cuenta sus modas epistémicas; iracundos para juzgar el nuevo poder democrático y omisos ante el complejo presente que vivimos; producto de un pasado reciente, antidemocrático, fraudulento y represor, que no quieren recordar; y un desprecio a las luchas sociales diversas, plurales por construir un país destrozado por años de una supuesta transición democrática, que sólo existió en sus escritorios, en la burocracia dorada y en las grandes empresas que hicieron de la sociedad de mercado un oligopolio y del Estado un empleado eficaz. En este espejo, los intelectuales, muy orgánicos y más que orgánicos, son habitantes de un limbo, viviendo en una realidad alterna; propensos al agrupamiento mafioso inconfesable; disfrazando sus fobias, miedos y filias de análisis objetivos inobjetables; proponiéndonos una moral secular; pero desdeñosos con la vida cotidiana en las zonas urbano y rurales marginadas que desconocen o que solamente la describen con sus instrumentos de medición y análisis, que legitiman en colegios invisibles que determinan el saber y el ser.

Ese listado de “esencias” admite pocas excepciones. Roger Bartra Murià desde luego no. Y, no se trata de los estudios realizados; de la perfección de la prosa; de las analogías, metáforas e imágenes utilizadas en la demostración hermenéutica; de las referencias filosóficas y/o científicas; del número de obras publicadas; de los reconocimientos recibidos, de los doctorados honoris causa ni de pertenecer a la Academia Mexicana de la Lengua, al Sistema Nacional de Investigadores (SNI) o de estar adscrito a algún Instituto de Investigación. Existen méritos sobresalientes de sobra, trabajo evidente de respaldo, pero eso no evita una desconexión o fuga de la realidad: el discurso y la narrativa exuberante e impecable de lo que no es.

En un evento reciente a propósito de los 90 años del Instituto de Investigaciones Sociales (IIS) y de los 50 años de Bartra Murià de pertenecer a esa entidad de la UNAM, en una conferencia transmitida en youtube, éste se refirió a algunas partes de su libro “Regreso a la jaula” y aprovechó para confirmar contundente y sin espacio a la réplica, una de sus tesis reiterativas: “el gobierno de López Obrador es un intento de regresar al viejo nacionalismo revolucionario, autoritario y extremadamente corrupto″.

Repite su sempiterna imagen respecto de Andrés Manuel López Obrador (AMLO):

“El populismo no es una ideología política, tampoco es una estrategia política determinada. Es un fenómeno de cultura política. Implica un liderazgo personalista fuerte, carismático, autoritario, un personaje que asume que representa los intereses del pueblo. En eso, el caso de López Obrador es completamente clásico, parece sacado de un manual de teoría política. Es un populista reaccionario. Lo podemos comparar a las corrientes populistas reaccionarias de Europa y del entorno europeo, como Turquía, y desde luego, al gran populista que desgraciadamente tuvimos aquí al lado, que fue [Donald] Trump… Una de las cosas más ignominiosas que han ocurrido en la política mexicana es que López Obrador fuera a ayudar a Trump a Washington en su campaña por la reelección. Si a eso le agregamos que intentó construir una constitución moral que acabó en una guía ética, podemos entender bien este cuadro: que estamos frente a un populismo de derecha. Otra faceta de este carácter reaccionario es la política económica. Es un intento de regresar a la economía de los años sesenta y setenta de México, una economía fuertemente estatizada, sin embargo, mixta, pero con un ingrediente claramente derechista, que es la política de austeridad y la negación a una reforma fiscal avanzada y progresista. Y si agregamos que está militarizando al país, esa es una razón más para alarmarse”.

Roger Bartra suma a su análisis del “regreso” o el “retorno”, el estigma de concebir como un fenómeno “populista de derecha” el resultado “negativo” de la elección de 2018 y la relación del gobierno de López Obrador con el pueblo: “deriva autoritaria, locura política, debido a la añoranza por corrientes restauradoras del antiguo régimen (retorno a la jaula)”. Ni más ni menos: magister dixit. Y punto.

La argumentación de Bartra es discutible, arguye la indemostrable idea de un país que salió “hace poco más de dos décadas de las tendencias autoritarias” a partir de una reserva democrática fincada en “una alianza entre ciudadanía y partidos de oposición”, donde se abrió un espacio de crítica ejercido por intelectuales independientes y la prensa. Adiciona un apunte temerario: “fue poco tiempo para consolidar las instituciones y los hábitos democráticos… que se vuelve un vértigo argumental: México, interpretamos, con una democracia a medio hacer, inmadura, infantil, deviene o transita a una “pos-democracia donde derivas autoritarias apuestan por dictaduras aprovechando el deterioro de la democracia” .

Desde este punto de vista, para Bartra la denominada “Cuarta Transformación de la Vida Pública” (4T) es sólo el “impulso de políticas dirigidas a regenerar las antiguas estructuras autoritarias”, en función de una neo-referencia a la identidad nacional donde se mezclan, al menos, “exaltaciones patrióticas, el nacionalismo oficial y la textura cultural compleja y contradictoria del carácter nacional”.

Como si se tratara de una calca, Bartra es quien regresa a su anquilosada imagen o estereotipo del “indio agachado y pelado mestizo” de su libro “La jaula de la melancolía”, para ilustrar la regresión de la ciudadanía proto-democrática a su condición de pueblo acomplejado: melancólico, desidioso, inferior, sentimental, resentido, agresivo, evasivo… Por este motivo la gente renuncia a ser mayor de edad, a todo lo alcanzado durante la “transición democrática”, a su “condición posnacional”; prefiere ser “el mexicano de la constitución moral: cursi pueblo reserva de valores morales y espirituales”. Vaya desprecio intelectual por el pueblo, que según entendemos es la ciudadanía sin adjetivos ni descalificaciones y que por sus votos hicieron, en 2018, que un sistema de alternancia pactada no democrático se quebrara y tuviera que aceptar después varios fraudes avalados por el IFE y el INE en los comicios de 2006 y 2012, el triunfo de un candidato no acordado por la oligarquía.

El pueblo no es sabio es agachado y mestizo

Bartra tiene una confusión mental y existencial respecto del pueblo, parece concebir a éste en términos negativos. Ya Alain Badiou ha delimitado y criticado esas acepciones aristocráticas, clasistas y despectivas:

“Tenemos entonces dos sentidos negativos de la palabra “pueblo”. El primero y el más evidente es el que arrastra el lastre de una identidad cerrada -y siempre ficticia- de tipo racial o nacional. La existencia histórica de este tipo de “pueblo” exige la construcción de un Estado despótico, que hace existir violentamente la ficción que lo funda. El segundo, más discreto, pero a gran escala más perjudicial aún -por su flexibilidad y por el consenso que mantiene-, es el que subordina el reconocimiento de un “pueblo” a un Estado que se supone legítimo y benefactor, por el hecho de que organiza el crecimiento, cuando puede, de una clase media libre de consumir los vanos productos con los que la atiborra el Capital y libre de decir lo que quiere, también, mientras que ese decir carezca de todo efecto sobre el mecanismo general”.

Bartra alude al primer sentido en su idea de la jaula de la melancolía y en el regreso a la jaula; y, se refiere al segundo sentido cuando habla de la ciudadanía que acompaña a los partidos de oposición en ese periodo que añora y que va de Zedillo a Calderón, el de la condición pos-mexicana antes de la “deriva autoritaria” del lópezobradorismo. Bartra debiera recordar que el “nacimiento” o la “aurora” de la democracia mexicana es una invención suya y de algunos intelectuales: la llegada pactada de Vicente Fox al poder no es el arribo de la democracia; es más bien un ejemplo prístino de un acuerdo cupular para salvar a Zedillo de sus ilegalidades y falta de patriotismo (la extranjerización de la Banca y el FOBAPROA) y que significó sacrificar al candidato del PRI, Labastida, a favor del PAN a cambio de avalar los sistemas de pagos suscritos por el gobierno federal y entregados a los bancos. El nacimiento de la democracia mexicana fue un aborto inducido y mostrado como una transición democrática:

“Ayudó a todo ello la sana distancia que el presidente había establecido con el PRI, lo que le llevo a entenderse de mejor manera con ese partido (PAN) que con el “propio”. Pero por simple decreto no se podía generar la alternancia política y hacer perder al PRI. Así que se diseñó la estrategia de la selección de candidato del partido en el poder mediante la consulta interna (…) con el pretexto de acabar con el dedazo y así, supuestamente, democratizar al PRI…fue una cortina de humo para ocultar los acuerdos con Acción Nacional y debilitar al PRI…El presidente aparentó ser respetuoso de los resultados ; incluso salió a reconocer ante la opinión pública nacional el triunfo de Fox antes de que el candidato Labastida tuviera la información suficiente para hacerlo”.

No encontramos en esta “aurora democrática” bartriana, una “… alianza entre ciudadanía y partidos de oposición”, ni un pueblo manifestándose; lo que si encontramos, fue un grupo de políticos cupulares acordando como simular la democratización; para ello cooptaron a las autoridades electorales y convirtieron al IFE y al actual INE en un mamut costoso y finalmente controlado por los partidos tradicionales (PRI; PAN y PRD); además, agregaríamos el lamentable papel de los medios o del sistema comunicación política que desvirtuó su papel informativo para convertirse en un actor político con intereses que defender, a los que se agregó una invasión de tribus de iluminados; “académicos” convertidos en comentócratas (opinión makers) de todas las mesas de “análisis” de los medios (talk shows) que ejerciendo su libertad de expresión contribuyen más a la confusión que a la comprensión de la política y cuya incidencia en el comportamiento electoral nunca sabremos, pero es, sin duda, menor de lo que pretenden sus dramaturgias narcisistas. No podemos llamar a eso un espacio de crítica ejercido por intelectuales independientes y la prensa. Lo que predomina son estridencias en las cajas de resonancia llamados medios: muchos decibeles fóbicos en tonos distintos: de los discursos santurrones, “académicos” o “técnicos” a la diatribas e insultos de los gatilleros del periodismo. El mismo Bartra no solo descalifica sino que ofende, cosa que ya es común hasta en personajes como Krauze o Aguilar Camín. Por tanto, no estamos en la jaula de la pos-democracia ni en la jaula de la pos-modernidad. Siguiendo la metáfora bartriana: no salimos de la jaula en la transición democrática que tanta melancolía siente Bartra. Tal vez con AMLO estamos saliendo; pero como Bartra es el jaulero pues él decide quien entra y quien sale de su jaula.

Retro vade: populismo

Parece que Bartra desprecia al populismo al cual solo juzga desde una visión negativa. No considera otros planteamientos más actualizados respecto del análisis del populismo como los de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe o del propio Badiou, donde se plantean otros sentidos respecto de la categoría “pueblo”:

“… tenemos dos sentidos positivos de la palabra “pueblo”. El primero es la constitución de un pueblo en la perspectiva de su existencia histórica, cuando dicha perspectiva se ve negada por la dominación colonial e imperial, o por la de un invasor. “Pueblo” existe entonces en función del futuro anterior de un Estado inexistente. El segundo es la existencia de un pueblo que se declara como tal, a partir de su núcleo duro, que es el que el Estado oficial excluye precisamente de “su” pueblo pretendidamente legítimo. Un pueblo de esa naturaleza afirma políticamente su existencia en la perspectiva estratégica de una abolición del Estado existente”.

Andrés Manuel López Obrador y el proyecto de la 4T son manifestaciones de la negada existencia histórica del “pueblo” por parte de las élites colonizadoras-colonizadas, y particularmente, en esta segunda década del siglo XXI, de un “núcleo duro”, amplio, diversificado y generalizado, que después de los gobiernos del PRI y del PAN, de la represión de movimientos sociales, de los fraudes electorales y de la configuración de un Estado al servicio de la oligarquía durante el neoliberalismo, aprovechó pacíficamente el resquicio de la elección del 2018 para iniciar una utopía deseable y posible: la transformación del Estado (refundarlo de ser posible), del gobierno y de la sociedad.

Bartra se adscribe consciente e inconscientemente al esquema limitado de percibir a AMLO en términos fóbicos como “un peligro para México”, lo expone en su libro, repite en su conferencia y lo confirma en una entrevista:

“El peligro no consiste en que pueda materializarse una restauración. Históricamente, desde la restauración clásica, el modelo clásico francés, eso no ha ocurrido. Las sociedades no regresan a su antigua situación. Lo que sí hay son fuertes movimientos de orientación restauradora, que se plantean restaurar el viejo régimen, y eso es algo que es claro en toda la retórica de López Obrador. Es evidente que él quiere regresar a esa situación preneoliberal, una edad de oro, de crecimiento, de bondad… En realidad, era un infierno de represión y autoritarismo, de miseria, de enfermedad, de violencia. Uno iba a dar a la cárcel por cualquier motivo. La restauración no es posible y se puede llegar a una situación peligrosa en la que se avecine una crisis que implique un desorden político considerable. Yo temo que las tensiones políticas lleven al presidente y a su grupo a tomar decisiones que todavía sean más desastrosas. No porque nos lleven a un régimen al estilo de [el expresidente de Venezuela, Hugo] Chávez, porque no va por ahí la cosa, pero sí a un desorden generalizado”.

Remata su caricatura de López Obrador calificándolo de un “populista de derechas de manual” y “de un hombre ambicioso de poder que, por esa razón, decide vivir en el Palacio Nacional”. Por ignorancia desconoce o antiéticamente omite un revisión completa y compleja de esta figura política que tanto le obsesiona, la más importante de finales del siglo XX y principios del XXI, quien es un hombre de acción proveniente de movimientos sociales críticos del conservadurismo, de la oligarquía y del poder político corrupto servil al neoliberalismo.

Con la misma precisión, lucidez científica y profundidad hermenéutica que utiliza para referirse a AMLO, llegó a expresar una serie de mentiras e inexactitudes a propósito de Felipe Calderón Hinojosa y de las elecciones del 2006:

“Muchos se desgarraban las vestiduras y lamentaban que gracias a un fraude misterioso, no se sabe si cibernético o caligráfico, había ganado las elecciones una pandilla conspirativa de traidores a la patria, neoliberales corruptos, empresarios sin escrúpulos, curas fundamentalistas, reaccionarios herederos del Sinarquismo y de El Yunque y manipuladores fascistoides de la publicidad sucia… Por supuesto, es evidente que dentro y alrededor del PAN existen ejemplos de tan nefastos personajes. Afortunadamente, se trata de segmentos políticos marginales… Esta derecha dura es fuerte dentro del PAN, pero aparentemente no es la que representa el candidato ganador, Calderón. Se expresa en él una derecha moderna, centrista y pragmática, con una pronunciada vocación democrática, animada por un humanismo católico laxo y tolerante. De hecho, Calderón no acepta ser un político de derecha… A partir del momento en que las cifras del IFE señalaron un desenlace, Calderón anunció su intención de moverse hacia el centro e incluso hacia la izquierda. En contraste, López Obrador volvió a cometer el error de radicalizar su discurso, iniciar una resistencia civil y convocar a grandes manifestaciones públicas de protesta por el supuesto fraude. Calderón hizo lo que habría hecho su adversario si éste hubiera ganado: ofrecer un gobierno de coalición. López Obrador hizo lo que sin duda no habría hecho el PAN: declararse en rebeldía… Calderón debería convertirse en el campeón del laicismo y tolerancia”.

La misma racionalidad utilizada por Bartra en la descripción de uno (Calderón) y otro (AMLO) políticos y, en la calificación de una (2006) y otra (2018) elecciones, contrastada a la luz de la realidad del país y de la capacidad de esos actores en su desempeño público, cae por sus propias limitaciones. Es insostenible. Carece de verdad.

Cuando el trabajo intelectual enfanga el papel de la ciencia social en la utopía.

Para algunos universitarios, periodistas y comentócratas (por ejemplo, los de “Letras libres” y “Nexos”), Roger Bartra es un mexicano ilustre e ilustrado. Fue durante mucho tiempo una referencia obligada en el análisis socio-antropológico -por cierto, más abstracto que concreto-, y de la política-lo política sin política. Quizás sus trabajos destacan por la imaginación afortunadamente desbordada, pero sin ontología ni referencia a un sujeto histórico en su fallida epistemología de lo posible, tanto en sus debates respecto del salvajismo y la civilización, en las discusiones a propósito de la democracia y la posdemocracia, y en sus disquisiciones acerca del populismo y el pueblo.

Bartra devino de la contemplación y complacencia hacia los movimientos insurgentes contra el imperialismo desde un marxismo esquemático, a un pensamiento posmoderno descentrado de todo, incluso sin sustancia (significación y sentido), dicotómico (“cultura de la sangre” y “cultura de la tinta”; el “salvaje salvador” y el “salvaje salvado”; “regreso” y “progreso”), hasta volverse reaccionario pese al subterfugio de una provocación mesurada de su “perspectiva antropológica del cerebro, la cultura, la conciencia y el libre albedrío”, desde donde se autodefine a partir de cómo realiza su trabajo de interpretación:

“¿De dónde se alimentan mis reflexiones sobre el problema de la conciencia? Puedo hacer referencia al menos a cuatro fuentes principales. En primer lugar, los muchos años como sociólogo sumergido en el estudio de diversas expresiones de la conciencia social y de su relación con las estructuras que la animan. Agrego a estas experiencias mis estudios antropológicos sobre la historia y las funciones de los mitos, incluyendo en forma destacada aquellos que giran en torno a las enfermedades mentales o de la identidad. En tercer lugar, recojo y cultivo los hábitos de la introspección, en algunas ocasiones sistemática y la mayor parte de las veces siguiendo al azar los vaivenes de mis gustos literarios y musicales o mis ensoñaciones. Por último, y de gran importancia, algunos años de lectura y estudio de los resultados que arroja la investigación de los neurocientíficos”.

Bartra se considera de izquierda y recuerda, a través de sus exégetas, su pasado en el Partido Comunista Mexicano (PCM), no admite a cualquiera en el club del pensamiento avanzado, innovador y disruptivo, en el que habita como en una burbuja con unos pocos de sus compañeros del selecto club de la inteligencia. Desde luego el pueblo está fuera: es cursi y salvaje (se mire o no en el espejo). Nos recuerda a algunos de los intelectuales de la época de la Revolución que miraban los levantamientos populares, la violencia revolucionaria desde el monte Sinaí de sus pensamientos: dictan las tablas de la Ley y el orden; señalan y reparten descalificaciones: quién es bueno: democrático, racional, pos-normal; y quién es malo: antidemocrático, irracional, pre-moderno; los ojos iluminados de los sabios nos abren las aguas del Mar Rojo para decirnos cuál es el camino a la tierra prometida. Se horrorizaban de la barbarie de las tropas, de la soldadesca huarachuda zapatista o de los hunos de la División del Norte pero escribían sus proclamas y la hacían de escritores fantasmas (como lo ha sido Aguilar. Krauze y parte de sus tropas). Bartra es una reproducción posmoderna de lo que representó Martín Luis Guzmán; que pasó de villista light a conservador radical (priista duro) que justificó la masacre de Tlatelolco desde su revista Tiempo. Bartra pasó de ser un comunista light a un socialdemócrata posmoderno. De dirigir “El Machete” del Partido Comunista a escribir en “Letras Libres” y justificar la “victoria” de Calderón en 2006; ya que no resiste que un aldeano de la Macuspana le enmiende la plana.

Solipsismo exquisito: la deconstrucción como pesadilla

Dicho por él mismo, sin recato, con cierto cinismo y desde luego sin autocriticarse, colocado como juez sinceramente indolente, Bartra nos asesta este solipsismo:

“Los intelectuales de hoy gustan de estos paseos posmodernos por los cementerios de la inteligencia. Ello los tranquiliza. Pero el tétrico paseo sirve también para comprobar que esas formas de decadencia del segmento social que monopoliza simbólicamente al intelecto están alojadas en el seno de los mitos más caros de la modernidad. La democracia, la tecnología, el mercado y la utopía socialista sin duda han engendrado monstruos y han colocado a los intelectuales ante las más incómodas -y a veces letales- experiencias. Cuando la democracia se instala plenamente en la sociedad es atacada a veces por esa melancolía de la que hablaba Tocqueville. La tecnología -lo sabemos desde que Mary Shelley inventó la criatura del doctor Frankenstein- es capaz de aniquilar la pluralidad indispensable para que haya creación y cambios. Y la utopía socialista, cuando fue llevada a la práctica, se convirtió en una pesadilla opresiva.
Todas estas han sido experiencias traumáticas para los intelectuales. No sabemos si realmente estamos presenciando la extinción definitiva de una especie o si solo se trata de una decadencia transitoria, durante la cual cada muerte provocará el renacimiento. Por lo pronto, que cada quien escoja su muerte: su revista o congreso donde inmolar su fama; su realidad virtual alojada en la base de datos de una computadora ministerial o universitaria; su manual para escribir el libro más vendido del mes; su instructivo para abrirse las venas y fertilizar con sangre la lucha. Yo ya escogí la mía… Pero no les diré cuál es”.

Intelectualmente, Roger Bartra Murià renuncia a la responsabilidad de los científicos sociales respecto de la transformación de la realidad, cuando percibe a las utopías como “pesadillas opresivas” y cuando se muestra afín a un sistemático sabotaje caracterizado por “desconstruir lo que esclarece”. Las utopías fueron, son y, por fortuna, seguirán siendo parte de la antropogénesis y componente imprescindible de la humanización. Bartra se olvida del origen de las ciencias sociales, donde sin ambages se asumían proyectos sociohistóricos donde la acción social, con base en criterios científicos, orientaba la humanización:

“El proyecto desconstructor abarca a todos los paradigmas mayores de las ciencias sociales. En realidad, no se dirige contra una disciplina o escuela en particular, sino contra el talante intelectual que, a partir de la Ilustración, tiene por necesaria la difusión del conocimiento racional para emancipar a los sujetos y a los colectivos.
Ese empeño esclarecedor se ha mantenido durante dos siglos de humanismo. Desde que la filosofía crítica formuló el principio de que la libertad individual y el compromiso social son conciliables. Ha reiterado las preguntas que, en mi opinión, más esclarecen el camino hacia la humanización de la sociedad: preguntas sobre la razón y la sinrazón de nuestro modo de producir y de reproducir al hombre, a sus relaciones sociales, a sus bienes materiales y simbólicos. Son esas preguntas punto de encuentro para la antropología, la psicología genética, la sociología del conocimiento y de la cultura, la sociología política. Por esa razón y al margen de las profundas divergencias teóricas, ha sido posible un existencialismo marxista (p. ej., en los sartrianos); un freudo-marxismo (p. ej., en los frankfurtianos); un freudo-estructuralismo (p. ej., en los lacanianos); un estructuralismo marxista (p. ej., en los althuserianos); un estructuralismo funcional (p. ej., en los parsonianos); un marxismo funcionalista (p. ej., en los culturalistas).
Estos movimientos de ideas que se quieren desconstruir son todos contemporáneos y por lo tanto postmodernos. Pero son denominados modernos por quienes se tienen a sí mismos por postmodernos. Siendo así que un postmoderno es por definición un contemporáneo, parecería lógico que se titulasen «postcontemporáneos». En todo caso, las incongruencias semánticas a las que lleva la forzada antinomia «modernidad/postmodernidad», que introdujo Jean-François Lyotard en 1979 tiene un motivo. Sirve para afirmar que las teorías sociales «modernas» han pasado a la historia. O, para ser más exactos, que están canceladas porque la historia ya se ha acabado. Lo que viene después —la postmodernidad— pretende estar fuera de la historia y al margen de toda ideología”.

Escombros.

Aludiendo al título con el que Roger Bartra cierra su artículo en la revista Letras libres y citando de manera textual su conclusión:

“El Tribunal Electoral no encontró justificado el recuento de todos los votos, pero ordenó la revisión de cerca de doce mil urnas impugnadas por la Coalición por el Bien de Todos. Esto significó una muestra (nueve por ciento del total) tomada en lugares de mayor apoyo a Calderón. Si hubiera habido el fraude monstruoso que López Obrador denunció, en esta muestra se habrían hallado las huellas. Nada de esto ocurrió y se confirmaron las tendencias que el IFE había anunciado originalmente. El tremendo escándalo organizado por López Obrador no ha tenido razón de ser, y la izquierda se enfrentará tarde o temprano a la difícil tarea de reparar los destrozos ocasionados por su cacique populista. ¿Cuánto tiempo tardará en iniciar el retiro de los estorbosos escombros de la protesta y de la exhibición espectacular de sus errores? Parece evidente que López Obrador se opondrá obstinadamente a desalojar la pirámide de rencor desde la que se empeña en molestar a las instituciones democráticas. ¿Cuántas escenas de bochornoso resentimiento tendremos que soportar antes de que las corrientes más sensatas de la izquierda logren frenar a su cacique? Espero que, en la izquierda, intervengan sus líderes más democráticos, sus gobernadores más sensibles, sus aliados más inteligentes y sus intelectuales más críticos. Si no logran cambiar el curso de la confrontación, se enfrentarán al sólido muro de una coalición que representará a la inmensa mayoría de los ciudadanos, y la izquierda seguirá pataleando tercamente como un chivo en la cristalería de la democracia”.

Cabe afirmar: el antropólogo y sociólogo se equivocó una vez más por su terquedad en desconocer la realidad. La mayoría de los ciudadanos se incorporaron a un movimiento social de rechazo al PRI, al PAN, a la incongruente izquierda social-demócrata; a los intelectuales orgánicos e inorgánicos demasiado tolerantes con la pseudo-democracia, el neoliberalismo, la narco-política, los empresarios corruptos, los medios de comunicación, periodistas y comunicadores vendidos al poder; a un Estado, órdenes de gobierno, poderes formales e instituciones rematadores de bienes públicos y responsables de la desigualdad y la injusticia. Apoyaron a un líder político que pese a los estigmas y fobias ha demostrado ser congruente, comprometido, honesto y un tipo valiente dispuesto a enfrentar en serio, no en el discurso o el papel, a los grupos de poder formal e informal, nacionales y trasnacionales, legales e ilegales, legítimos e ilegítimos, responsables de la destrucción del país, de la falta de democracia, de la pobreza de millones de mexicanos y de la destrucción del tejido social y de la violencia generalizada.

Hoy el Instituto Nacional Electoral (antes IFE), la oposición política a Morena, a la 4T y a AMLO, los intelectuales, los medios de comunicación, el gobierno de Estados Unidos, las trasnacionales y los organismos internacionales, están desprestigiados. Quienes dirigieron al país en los poco más de dos años de “instituciones y hábitos democráticos” (transición democrática), antes del regreso al nacionalismo autoritario, son delincuentes o están cerca de probarse sus crímenes. Dejaron escombros en todos los órdenes y los mismos intelectuales que celebraron esa transición y la modernización de Salinas-Zedillo-Fox-Calderón-Peña, ahora voltean hacia otro lado, evaden su responsabilidad y evitan la más mínima autocrítica. Persisten en el juicio moral, se asumen, ahora sí, jueces impolutos del funcionamiento de las políticas públicas. No son científicos sociales. Hablan de todo y de nada, pero no investigan. Escriben de todo menos de la realidad. Tiran piedras y culpas a diestra y a siniestra. No soportan la interpelación de los “indios agachados”, de los “pelados mestizos”, del pueblo. Algo en la situación del país cambió real y radicalmente, cuando eso ocurrió, Roger Bartra estaba en la introspección superficial y en la contemplación de los escombros de lo que no fue, no es ni será.

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