Tania Itzel Vargas
Si lo pienso con calma puede que me hayan violado unas tres veces a lo largo de mi vida.
Ya sabes, esas veces en las que le dices a tu marido que no quieres, que no tienes ganas. Esas veces en las que estás muy molesta por algo y él cree que todo se soluciona teniendo relaciones sexuales. Y termina haciendo lo suyo y tú llorando mientras te consuelas pensando que después de todo es tu pareja.
Seguro me han violado mínimo unas tres veces en lo que llevo de vida, pero la violencia machista la vivo todos los días disfrazada de acoso sexual. Lo sufro todas las mañanas en la oficina cuando aparece en mi puerta el típico compañero viejo rabo verde que me obliga a decirle: “buenos días, mi amor”.
El mismo tipo desagradable por quien debo salir corriendo cada viernes ante su amenaza de esperarme a la hora de salida para que vaya con él al cine, porque es viernes y toca.
Pero ojalá fuera solo a mí. El tipo se la pasa todo el día molestando a cuanta mujer pase por el pasillo. Basta con que escuche unos tacones y el tipo ya hasta conoce como camina cada una, las llama por su nombre y les pide que pasen a su oficina. Obvio esto ocurre a la vista de todos, pero nadie se atreve a decirle algo al gerente de Recursos Humanos.
Por las tardes, llega el tipo de las manos calientes y pies ligeros, así le llamo porque se mete a mi oficina sin hacer nada de ruido y cuando me doy cuenta ya lo tengo haciéndome masaje en el cuello.
¡Lo detesto! Siempre su misma frase: ¡Estás bien flaquita! Siempre me dan ganas de darle una patada en los wevos y nunca me he atrevido. Es esto lo que más me molesta. No haber podido defenderme hasta ahora.
Y típico de viernes, no pueden faltar las propuestas para ir a algún hotel, como si desde mi oficina se despidiera un fuerte aroma a vulva urgida.
Y esto que les relato, seguramente, es solo una de las millones de historias de acoso sexual que se viven día con día en uno de los edificios de oficinas de Santa Fe.
Las mujeres tenemos que tolerar este tipo de acciones diariamente y a todas horas, porque el acoso y la violencia machista no se quedan en la calle y en el transporte público. ¡No! La violencia machista es una piedra en el zapato que nos acompaña a las mujeres a nuestros lugares de trabajo, a todos los espacios públicos; está en el cine, está en el restaurante, está en el hospital, sube con nosotros al ascensor, se mete a nuestra casa y se duerme en nuestra cama.
La violencia está en todas partes…
Y las mujeres la sufrimos día con día con un aire de naturalidad resignada. Y en medio de tanta naturalidad nos perdemos y nosotras mismas ya no identificamos si se trata de violencia o no.
Peor aún es que aunque estemos hartas y asqueadas nos tenemos que reír con esa risita nerviosa que también tenemos que aprender desde que nuestro padrino nos empieza a sobar el bracito mientras nos ve de arriba abajo y nos anuncia que ya nos estamos haciendo mujercitas, enfrente de nuestro papá, en plena reunión familiar.
¿Nos tenemos que resignar? ¿Nos tenemos que aguantar?
En México, 1.4 millones de mujeres padecen acoso sexual en el trabajo, esto es, el 10 por ciento de la población económicamente activa, reveló un estudio del Colegio Jurista en 2012.
Y por si fuera poco, de todas estas mujeres que están siendo violentadas en sus lugares de trabajo, el 99.7% no realiza una denuncia.
¿Por qué? Fácil, porque en muchas ocasiones las amenazan con despedirlas o con desacreditarlas, a fin de que no les sea posible conseguir otro empleo; además de que las empresas generalmente no cuentan con protocolos para atender esta situación, porque después de todo el acoso sexual a las mujeres es una práctica cotidiana que los machos deben y tienen que realizar a fin de reafirmar su hombría.
Y es entonces cuando retomamos esas ideas retrógradas machistas de lo que pareciera una época medieval acerca de que después de todo el acoso sexual es una especie de halago para las mujeres, un halago que, además disfrutan, “aunque se hagan tontas”.
Y es esta misma cotidianeidad de la violencia machista la que permite que encontramos este tipo de discursos tanto en la calle, como en una reunión familiar o entre amigos, en conversaciones en redes sociales o incluso hay quienes se atreven a escupir este tipo de atrocidades detrás de un micrófono ya sea en radio o en televisión o desde la Casa Blanca.
Y por este motivo, las mujeres no nos podemos seguir aguantando y no podemos seguir callando y no podemos seguir viviendo aterrorizadas como lo hacen las presas.
Dicen las leyes que las mujeres tenemos derecho a vivir una vida libre de violencia. Mi pregunta es ¿quién nos va a ganar ese derecho? Somos nosotras mismas las que debemos pelear por ello. Desde nuestra oficina, desde nuestro asiento en el microbús o en el metro, desde la acera por la que caminamos, desde el puente peatonal, desde nuestro salón de clase, desde la televisión que apaguemos o desde la estación de radio que ya no vamos a sintonizar.
No nos podemos quedar calladas, porque es el momento de gritar más fuerte que aquellos que nos violentan.
Porque no nos gusta, porque no lo disfrutamos, es indispensable que aprendamos a reconocer esa violencia machista que no es micro ni macro sino simple y llanamente violencia en toda su expresión.
Al final, el tema no es si nos golpean con una piedra o con un palo; el tema no es si nos violan con una verga o con un vibrador; el tema no es si nos acosan en la calle o en la oficina; el tema es que la violencia machista está matando a mujeres y que es un fracaso social que se reproduce y que se permea en todos los espacios y es nuestra responsabilidad como sociedad detenerla. ¿Tú que estás haciendo?