Fernando Irala
La absurda ejecución de Javier Valdez, el periodista sinaloense especializado en temas de narcotráfico y crimen organizado, conmovió a la nación y tuvo repercusiones en el mundo, como tal vez no se observaba desde el asesinato de Manuel Buendía, del que la próxima semana se cumplirán 33 años.
En ese dilatado lapso muchos otros informadores, más de 200, han sido muertos, y otros más desaparecidos. México se ha vuelto el lugar más peligroso para el ejercicio del periodismo, después de dos o tres países en el planeta en los que hay una situación de guerra.
Se habla siempre del crimen organizado como el responsable de esta ola incontenible de violencia, pero lo más lamentable es que en el clima de impunidad y negligencia oficial ante la masacre, existe también la sospecha fundada de que muchos de estos asesinatos se ordenan desde poderes estatales o municipales, con la certeza de que nadie averiguará nada.
Esta vez, la muerte de Valdez fue como la gota que derramó el vaso, conmocionó al gremio y obligó a una respuesta del Presidente de la República, en medio de los gritos de protesta de los representantes de los medios de comunicación, en un hecho también inédito en la reciente historia nacional.
Las mortales agresiones contra el periodismo han hecho que en muchos lugares del país los profesionales de la información dejen de dar cuenta de lo que ocurre en ciudades y regiones, o que en casos extremos de plano haya medios que cierren sus puertas.
No sólo son atacados o la pasan mal los colegas, es la sociedad entera que al ya no estar adecuadamente informada es presa más fácil del miedo y de la actuación de los delincuentes.
Al arrebatarle la vida a Valdez han acallado una de los voces más valientes, como un par de meses antes ocurrió con Miroslava Breach en Chihuahua, o como ahora mismo está ocurriendo con el secuestro de Salvador Adame en Michoacán.
En ese escenario verdaderamente tenebroso, sólo queda repetir la frase de Valdez unas semanas antes de su muerte: No al silencio.